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Archive for marzo 2012

Por: Ernst Bloch (1895-1977)

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Ernst Bloch

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MANSEDUMBRE Y LA “LUZ DE SU FUROR” (WILLIAM BLAKE)

Por naturaleza existen corderos que se doblegan fácilmente y además con placer. Ello radica en su talante, a éstos no les ha predicado Jesús de manera violenta, según se dice en la Escritura. Jamás y en absoluto fue él dulce, como piensan los gansos suaves, y sobre todo como lo preparan los lobos para las ovejas, con la intención de que éstas lo sean doblemente. Su supuesto Pastor es presentado tan tranquilo, tan ilimitadamente paciente, como si realmente no hubiera sido ninguna otra cosa. El fundador, pues, debería haberlo sido desprovisto de toda pasión; pero poseía una de las más fuertes: la ira. Así, a los cambistas les volcó las mesas en el Templo, ni siquiera olvidó allí el látigo. Jesús sólo es paciente cuando se trata del tranquilo círculo de los suyos, parece que no ama en absoluto a los enemigos de éstos. El Sermón de la Montaña no trata de excitar a los hombres unos contra otros, por razón de Cristo, ni como si Jesús, cual fanático, hubiera recomendado esto a sus discípulos (Mt, 10, 35 s). El Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas de los manos, de los pacíficos, no se refiere  a los días del combate, sino al fin de los días, que Jesús creía cercano conforme a la predicación del mandeo Juan; y así explica la relación vigente, quiliástica inmediata el Reino de los Cielos (Mt 5,3). Sin embargo, para la lucha, para la Realización del Reino surge la expresión: “No ha venido a traer la paz, sino la espada” (Mt, 10,34). Entendida no sólo totalmente interiorizada, sino con realidad exterior, ardientemente devastadora: “Fuego he venido a encender en la tierra, y que más quiero sino que prenda” (Lc 12,49). Justamente lo mismo expresan los versos de William Blake en la conclusión que se refiere a 1798: “El espíritu de rebelión dispara desde el Redentor / y en el viñedo de Francia apareció la luz de su furor.” Ciertamente que tanto la espada como el fuego, que no sólo destruyen, sino que purifican, alcanzan en la predicación de Jesús a algo más que los simples palacios; conciernen al antiguo eón que debe desaparecer. Sin embargo, delante se hallan los enemigos de los afligidos y oprimidos, los ricos, que entrarán en el Reino de los cielos tan difícilmente –con absoluta ironía sobre su imposibilidad- como el camello pasará a través del ojo de una aguja de coser. La Iglesia posteriormente ha ensanchado tanto y de tal manera el ojo de la aguja que sustraído su Jesús de la perspectiva de la rebelión. Triunfó entonces la suavidad contra los autores de injusticia y no la ira de Jesús. Sin embargo, el propio Kautsky, que sólo veía todavía “el abriguito religioso”, debía conceder en El origen del cristianismo (1908): “El odio de clases del moderno proletario apenas ha logrado formas tan fanáticas como el de los cristianos.” Y desde otro lado totalmente distinto, precisamente el lado del “abrguito religioso” de Chesterton, malgré lui y por lo tanto de forma particularmente sorprendente, de una explicación sobre la aparición del querido Jesusito y sobre la posterior concreción del cristianismo, reducido exclusivamente a la honestidad en el ámbito ético y a sus formas. A esta versión le da su merecido en El hombre inmortal, de la siguiente forma “Aquellos que culpaban a los cristianos de haber dejado a Roma en ruinas mediante un incendio, eran calumniadores, pero habían captado la naturaleza del cristianismo mucho más correctamente que aquellos modernos que nos cuentan que los cristianos habían sido una comunidad ética, y habían sido martirizados lentamente hasta la muerte porque explicaban a los hombres que tenían que cumplir un deber con respecto a sus prójimos o porque su mansedumbre les había hecho explicablemente despreciables.” No es posible dejar de escuchar también de esta manera el elemento subversivo del primitivo cristianismo que resuena fuertemente de forma que debe acabar de una vez con lo que hasta ahora se ha hecho de él y con su represión. Ahí se encuentra un antídoto contra el simple zumo de las formas piadosas de pensar, un contragolpe adverso a la humildad que se arrastra. Jesús quería expulsar de su boca a los tibios; ninguna expresión de Jesús se acomoda ideológicamente a nuestras sociedades actuales, y todavía menos el Sermón de la Montaña; todo está encaminado a la expectativa del fin de los tiempos, más aún: a su preparación. Sus indicaciones morales no son comprensibles sin las apocalípticas: esto ya es así con mucha antelación con respecto a la posterior Apocalipsis de Juan: y esto no sólo de carácter jesuánico, pero siempre significado en la propia predicación jesuánica: “Quien resista hasta el final de este eón quebradizo se salvará” (Mc 13,13); se hacía así un severo complemento a las demandas del Sermón de la Montaña: “Y lo que os digo a vosotros se lo digo a todos: ¡Estad en vela! (Mc. 13,37). Esto no tiene en absoluto ningún carácter quietista, exactamente como dice William Blake, con la luz vinculada a este furor incontestable.

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Traducción de José Antonio Gimbernat.

El ateísmo en el cristianismo. La Religión del Éxodo del Reino. Madrid. Taurus. 1983. Págs. 120-121.

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Gaienhofen, 15 de octubre de 1904

Querido señor Zweig:

¡Muchísimas gracias por su Erika (1), que he leído en los últimos días! El libro me ha deparado varias alegrías y le felicito por ello. No quiere eso decir que lo considere perfecto, pues me resulta -¿cómo decirlo?- un tanto vago en su esbozo y demasiado delicado en el lenguaje, demasiado lírico. La verdadera narración desaparece quizá tras lo descriptivo, tras un razonamiento de carácter psicológico. El personaje de Erika, en particular, palidece un poco a causa de ello.

Pero éstos son, a fin de cuentas, aspecto de carácter técnico. En general, sus novelas cortas encierran una hermosa poesía y están respaldadas por una personalidad muy definida: eso es lo principal. Esa delicadeza sólo dificultará el éxito externo, per no, ciertamente, el que se puede alcanzar dentro de un círculo más pequeño de lectores.

Es una lástima que el libro no encaje en el marco de mis reportajes mensuales (2), en los que suelo ocuparme preferiblemente de una literatura más popular. Pero tal vez usted pueda conseguir que yo reseñe su Erika en Das literarische Echo. ¿Qué le parece? Lo haría con enorme satisfacción (3).

Perdone mi brevedad hoy. Pienso en usted con mucho afecto, pero mi tiempo y mi estado de ánimo se ven arruinados de momento, debido a una enfermedad de mi esposa (4) y cierta sobrecarga de trabajo. De todos modos, no quería hacer esperar mis muestras de gratitud. Siempre desde la amistad más afectuosa y agradecida, suyo,

H. HESSE

1. Die Liebe der Erika Ewald, véase p. 67.

2. A partir de 1904, Hesse comenzó a escribir una serie de reportajes literarios mensuales”  para Die Propyläen, el suplemento literario del periódico Münchner Zeitung.

3. La reseña apareció en Das literarische Echo el 15 de noviembre de 1904. Véanse la pp. 71-73.

4. Desde mediados de septiembre hasta el 23 de diciembre, Mia Hesse tuvo que someterse en Basilea a un tratamiento de su ciática.

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Edición al cuidado de Volker Michels

Traducción de José Aníbal Campos

Correspondencia. Hermann Hesse / Stefan Zweig. 1903-1938. Barcelona. Acantilado. 2009. Págs. 70-71.

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Por: Manuel Maples de Arce (1898-1981)

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Manuel Maples de Arce

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Conocí a Jean Charlot a principios del año veintiuno, pero no recuerdo bien las circunstancias ni la imagen inicial de nuestra amistad. ¿Fue en la casa de Francis Tour, la floklorista norteamericana, directora de Mexican Polkways o en casa de Anita Brener, la perspicaz periodista e investigadora de nuestra vida popular? En aquellos años era un buir de inquietudes e incitaciones. Terminaba una larga revolución que sirvió para descubrirnos a nosotros mismos. La educación pública cobraba un ímpetu nuevo. Un grupo de poetas buscaba nuevos horizontes para la poesía. Los pintores exponían a los ojos del pueblo en los muros de las bibliotecas, escuelas y edificios públicos la dialéctica de su obra pictórica asociada a la revolución y a los anhelos estéticos y morales que de ella surgían. Entre estos pintores figuraban Diego Rivera, José Clemente Orozco, Alfaro Siqueiros, Alva de la Canal, Ledesma, Revueltas, Leal y otros más, empeñados en una obra origina y grandiosa. Moviéndose en aquel grupo, con su talante sereno y pacífico veo a Jean Charlot, recién llegado de Francia, su tierra natal. Era un espíritu distinto, pero por su tolerancia, su fino humanismo y su amplitud de visión, armonizaba con los demás.

En ocasiones conversábamos en los corredores de la Secretaria de Educación Pública donde pintaba un panel, al lado de otros de Rivera y Amado de la Cueva, o en las escalas del patio central de la antigua Preparatoria, espléndida arquitectura que ennobleció con una pintura de la conquista, en que combaten guerreros aborígenes contra acorazados conquistadores, una obra impresionante por su movimiento, su fuerza y su significación estética y moral.

Como un sueño oigo la palabra suave de mi amigo, su reflección justa y medida, su comprensión humana. Nuestros paseos por las calles del viejo México y sus cafés en que exaltados por proyectos y nuestra propia juventud sosteníamos horas interminables de plática. Un espíritu religioso trascendía del alma de Charlot conciliado con su obra pictórica de tan alto sentido moral. En la obra plástica de Charlot hay siempre un sentido popular, pero no vulgar. Le gustaban los grabados de José Guadalupe Posada o las pinturas de planos geométricos o ingenuas concepciones de las pulquerías. Gozaba ante estas manifestaciones del alma popular. En más de una ocasión nos hemos detenido ante estos espectáculos de la experiencia plástica del pueblo.

De uno de mis primeros poemas, “Urbe”, hizo una preciosa edición, que a pesar de la modestia de sus materiales, sigue siendo un modelo de gracia y elegancia. No sé qué extraño destino empujaba nuestras vidas; Charlot vino a México en busca de hondas tradiciones, y yo, con mi frivolidad juvenil me iba al París de la moda y la modernidad. Cuando el destino volvió a reunirnos en Honolulú durante mi misión diplomática al Japón para establecer la primera embajada de México, me enseñó los tesoros de su pintura mural, como un mito perdido en aquellas islas ceñidas por el Pacífico azul. Charlot era el mismo hombre tranquilo, de agudo ingenio, amante de la creación y del ser interior, un fino espíritu, un hombre de clara verdad.

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De: Jean Charlot. Estridentista silencioso. Stefan Baciu. México. Editorial El Café de Nadie. 1981. Págs. 3-4.

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Por: Cesare Pavese (1908-1950)

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Cesare Pavese

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El fascismo introdujo en la cultura italiana el miedo por el mañana. No por aquel mañana material que consiste en alimento y comodidades, sino por el posiblemente catastrófico mañana en el que estallaría la guerra, la derrota o la victoria, el cataclismo

En estos veinte años, la cultura estuvo a punto de gritar: “¡Ahora, basta! ¡Ya está bien! ¡Detente, fascismo!” Y estuvo siempre dispuesta a aceptar una situación incómoda, con tal de conseguir que las cosas no cambiaran para peor. En cambio, para la naturaleza del fascismo, como de todos los vicios, lo propio era, resbalar por la pendiente, convirtiéndose en un avalancha, escapándose de las manos aun de sus propios jefes. En esta situación, la cultura italiana vivió de la ilusión, continuamente renovada, de que era posible fabricarse una cueva y retirarse dentro de ella para ocuparse de sus asuntos, del mismo modo en que uno acepta rezongando el mal tiempo y se consuela pensando que, por lo menos, la lluvia viene bien para el campo. Conocí a un antifascista, profesor y matemático, que en febrero de 1938, cuando cayó Madrid, me dijo: -Y bueno, estoy contento. Ya no conseguía más pensar ni trabajar. Ahora no sentiré más el remordimiento de no estar en España combatiendo contra Franco.

Por suerte, el fascismo era más demoníaco de cómo se lo imaginaba la inteligencia italiana; y cuando terminaba una aventura, empezaba con otra; consumada una ley, pensaba en otra peor; aplastando un adversario, agredía al siguiente. “A muchos enemigos, más honor.” Corríamos hacia la catástrofe, y el mundo de la cultura lo sabía, lo había sabido siempre. Hablo de  toda la cultura, aún de aquélla que se llamaba “fascista”, aún de los académicos italianos. Todos deseaban que en un rasgo de genio, o de magnanimidad, o de sentido común, el Hombre Providencial abriese los ojos y terminase de una vez de arriesgarlo todo. –Después –decían-, las cosas se arreglaran solas. –Por suerte no se arreglaron.

Pero mientras tanto, el estado de pánico en que vivieron las más grandes inteligencias italianas, la continua conciencia de  no tener ninguna salida, aparte de la que significaba el fin de un mundo, contribuyeron a dar a nuestra cultura ese carácter sombrío, neurótico, fútil o desesperado que la distinguió en ese veintenio. Para ser justos, en ese carácter se encuentran las causas de algunos éxitos merecidos (Moravia, el primer Vittorini, Ungaretti, Scipione, Guttuso, etc.), pero también el origen de muchas vergüenzas indigestas. ¿Vale la pena citarlas?

En cuánto a aquéllos que estaban contentos, los que quedaban a recibir instrucción ideológica después del trabajo, los “proletarios” y “fascistas”, fueron realmente demasiado estúpidos. Y sin embargo, podemos afirmar, que los mejores de nosotros, sombríos y desesperados como estaban, se sorprendieron frecuentemente a sí mismos en los años pasados, en el acto de imaginarse que sólo una cosa podría salvarlos: una zambullida en la muchedumbre, un ansia febril, inusitada de experiencias e intereses proletarios y campesinos. A través de todo esto la especial y refinada enfermedad que nos inyectaba el fascismo habría de resolverse, por fin, en la salvación práctica y humilde de todos. Algo así como ir hacia el pueblo, pensamos a veces. Pero, entendámonos: “ir hacia el pueblo, pensamos a veces. Pero, entendámonos: “ir hacia el pueblo” era parte de la avalancha. Y además, ¿no éramos pueblo también nosotros? ¿No es de lo más neurótico sentir la necesidad de salir de sí mismos? ¿Sienten alguna vez todos estos prejuicios los verdaderos hombres del pueblo?

En efecto, ahora que todo terminó, nos resulta claro que solamente a través de las angustias de la sangre y el dolor podíamos liberarnos de esas ansias. El desgarramiento, la crisis se han producido. Era necesario y lo es todavía, vencer el miedo. También y sobre todo ese miedo de sentirse excluidos, privilegiados, solos. Si la nuestra es, verdaderamente, una realidad proletaria y campesina, no tendremos que ostentarla como un problema o una distinción. Bastará con vivirla.

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1. El fascismo y la cultura. Inédito. Fechado en octubre (‘) de 1945. Se ignora para qué publicación estaba destinado.

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Traducción de JORGE A. C. BIANCHI.

Literatura y sociedad. Buenos Aires. Ediciones Siglo Veinte. 1975. Págs. 15-17.

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Por: Lord Byron (1788-1824)

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Lord Byron

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PREFACIO

La mayor parte del siguiente poema se ha escrito en el lugar mismo de los sucesos que narra. Empezóse en Albania, y los pasajes referentes a España y Portugal han sido escritos en presencia de las notas recogidas en estos países. He aquí lo que quizás era necesario advertir para responder de la exactitud de las descripciones. Los sitios que he intentado bosquejar corresponden a España, Portugal, Epiro, Acarnania y Grecia. El poema queda por ahora interrumpido de la acogida que le dispense el público depende que el autor se aventure o no a conducir a sus lectores a través de la Jonia y de la Frigia hasta la capital del Oriente. Estos dos primeros cantos no son más que un ensayo.

He introducido en el poema un personaje imaginario para el enlace de las partes todas unas con otras, sin que esto quiera decir, sin embargo, que pretenda haber dado cima a una obra regular. Algunos amigos, cuyas opiniones tengo en mucha estima, me han observado que corría el riesgo de que se sospechara que yo había querido pintar un carácter real en el personaje de Childe-Harold. Pido, pues, permiso para decirlo de una vez para siempre: Harold es el hijo de mi imaginación, creado por el motivo que antes he significado; en algunas triviales circunstancias, y en los detalles puramente locales, pudiera ser fundada aquella suposición, pero me atrevo a esperar que no lo será en los puntos principales.

Considero poco menos que superfluo decir que el nombre de Childe, al igual que Childe Waters, Childe Childers, lo he adoptado como más apropiado al metro antiguo, por mí elegido. Los adioses que se encuentran al principio del canto me los han sugerido “las buenas noches” (good night) de lord Maxwell, en las antiguas baldas de las fronteras escocesas (the Border Minstrelsy), publicada por Scott (1). Se hallarán, tal vez, en el canto primero, algunos pasajes que parecerán reminiscencias de distintos poemas publicados en España; pero esto es sólo efecto de la casualidad, pues, excepción hecha del algunas estrofas, casi todo el Childe-Harold se ha escrito en Levante.

Las estrofas de Spencer permiten, según la opinión de uno de nuestros primeros poetas, una gran variedad de tonos. “No ha mucho –dice el doctor Beattie-, que empecé un poema en el estilo y metro de Spencer; y me he propuesto satisfacer mis aficiones, pasando sucesivamente del tono festivo el patético, del descriptivo al sentimental, y del tierno y delicado al satírico, según el estado de mi ánimo, pues el metro que he adoptado consiente todos los géneros.” Escudado con una tan gran autoridad, y con el ejemplo de algunos poetas italianos de mérito reconocido, no tengo necesidad de justificarme por haber empleado tal variedad de tonos, persuadido como estoy de que si no salgo airoso en mi empresa, la falta deberá buscarse en la ejecución, pero no en el plan consagrado por el ejemplo de Ariosto, de Thomson y de Beattie.

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1. Sir Walter Scott (1771-1832)

Selección, edición y notas sobre traducciones clásicas ALBERTO LAURENT.

Londres, febrero de 1812. 

Obras escogidas. Barcelona. Edicomunicación. 1999. Págs. 23-25.

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