Por: Manuel Zapata Olivella (1920-2004)
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Esa mirada desganada que los jóvenes de hoy y de ayer suelen dar a la literatura que les precede, más deseosos de innovar que de evolucionar la tradición, les ha hecho sonreír leyendo la sátira del poeta cartagenero. Mas nuestra posición hacia su poesía no ha de ser distraída. López, más que un poeta humanista, es una posición estilística, un firme y sólido derrotero de la literatura nacionalista. Sin dejarse arrastrar del folclorismo barroco ni del esoterismo, ha logrado, mejor que Carrasquilla, encontrar la síntesis entre lo criollo y lo universal, desprovisto de ataduras criollas.
No es un descubrimiento del Tuerto, enemigo acérrimo de lo trascendental, sino llana y simple observación de los grandes maestros de todas las épocas. Porque siempre la ecuación sencilla del arte está en descifrar lo humano que encierran las cosas humildes. Tarea que implica acendrada sensibilidad, vasta erudición, continuada labor de artesanía, desinteresada consagración estética.
¿Quién de nosotros no ha visto orinar a un perro? Pero solo él ha sabido aprovechar esta graciosa nota fisiológica en medio del ambiente parroquila, y engarzada armoniosamente en el cuadro que forman la escotilla de un barco, el olor del alquitrán y “la luna como una astilla”. Igual podríamos decir de una ruana o de las piernas patizambas, siempre que el artista, en su pesca literaria, sepa encontrar en ellas el color y el momento que las universalicen. López, maestro en la descripción de paisajes lugareños, lo es también en resaltar sus rasgos universales. Podríamos ahondar un poco más en ese acierto de ver lo suyo proyectado en el patio ajeno, pero no es la ocasión de comentarios exhaustivos.
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LITERATURA NACIONALISTA
La poesía del Tuerto es buen ejemplo de nacionalismo literario. No faltará quien se diga a sí mismo que hablar de nacionalismo literario en la poesía del Tuero es buscarle tres patas al gato. Esto sería cierto si por nacionalismo o literario queremos significar una de las tantas formas de “ismo” que pululan en nuestros días. Pero no si con estas palabras deseamos aludir al amor por lo propio, por la autenticidad y por la fidelidad de los temas terrígenos. Y el cariño por la patria –grande y pequeña- fue en el poeta una obsesión. A lo largo de su obra se repite insistentemente su apego al terruño, cuando en países lejanos o apenas unas horas ausente, sufre la añoranza por lo que ha dejado.
Dice:
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Quién pudiera, olvidando la ciudad,
pasarse una semana de soledad,
¡de agreste soledad!
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Y a un amigo que lo extraña y le habla de exilio, responde zumbón:
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¡Oh! ¡No, no estoy en el exilio! ¡Un día
me vine de mi tierra a esta nación,
como hubiese podido ir a Turquía,
lo mismo que a Sumatra o al Japón!
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Y si no hubiese jamás hablado A mi ciudad nativa para dar un claro ejemplo del más puro nacionalismo. Es la total inmersión del poeta en la patria. Sabihondo en caminos de extrañas literaturas, como lo demuestran los acápites de muchos de sus poemas, citando aquí y allá nombres y frases con la facilidad con que suda un negro en la proa de un bote bajo el sol, jamás se dejó arrastrar por la postura inverosímil de quienes con tan solo tartajear lenguas extrañas asumen aires de galos o londinenses. Y si fuese tan solo una ostentosa exhibición de extranjerismos, podría perdonárseles. Sus ínfulas, desafortunadamente, los llevan a menospreciar al hombre de casa, hasta el grado de ignorar su existencia por considerarlo indigno de su arte. Mucho podemos aprender de quien siempre supo anteponer lo suyo a lo ajeno y a la par que removía las lacras sociales de sus coterráneos sabía exaltar la bondad donde la hallaba.
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LA HUMILDAD DEL ARTESANO
Ajeno al bullicio de la loa, tanto como a las críticas rabiosas de los “anónimos perros de alquería”, cultivó la poesía callada, pero tesoneramente. Sabía que el poeta debía sufrir la dura labor de recoger experiencias dolorosas y alegres en el escondido taller de artesano, sedimentar, acrisolar, y, luego, en la fugaz elaboración del verso, transfundirse más que expresarse.
Siempre huyó de la tertulia que no incluyera a sus viejos amigos de El Bodegón. Jamás se asomó a la redacción de un diario ni se le vio con poemas bajo el brazo en pos de un editor. En su tránsito cotidiano se confundía con el transeúnte ocasional, sin melena ni capas ni chiveras. Blanco el vestido, blancos los zapatos, blanco el sombrero, más parecía una descolorida estampa de viejos daguerrotipos coloniales que poderosa personalidad viviente. Más fácil era conocerlo por uno cualquiera de sus sonetos ácidos que por sus palabras. Locuaz entre amigos y tragos de aguardiente, era tímido ante el advenedizo que deseaba ahondar en sus interioridades. Había aprendido, quién sabe dónde, que el arte puro es enemigo de la ostentación.
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Más dejo al irme –amén de lo que dejo:
salud, papel moneda- este librejo
y otros librejos sin literatura,
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que no valen siquiera un estornudo,
para que tú lector, hueco y panzudo,
los tires al barril de la basura.
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Así pensaba de sí mismo quien jamás se imaginó que con su escondida labor de artesanía, amando al hombre de su pueblo, daba la más grande lección de literatura.
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Tomado de Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. V, Nro 9, Bogotá, Banco de la República, 1962, pp. 1183-1185.
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Recopilación y prólogo: Alfonso Múnera.
Manuel Zapata Olivella. Por los senderos de los ancestros. Textos escogidos. Bogotá. Ministerio de Cultura. Biblioteca de Cultura Afrocolombiana. 2010. Págs. 145-148.
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