Por: Jean Ferry (1906-1974)
.
.
Dicen que Gengis Kan –cuando llegó a la cumbre más alta de los Montes Metálicos, en su marcha hacia adelante- descendió del caballo y le dirigió familiarmente la palabra. El conquistador, de acuerdo con su costumbre, cabalgaba muy adelantado de sus hordas.
El lugar no era muy apropiado para una conversación de ese género. Ningún otro lugar mejor que los Montes Metálicos justificaba dicho nombre. Inmensos precipicios de níquel dominaban una llanura de acero, la cual se inclinaba hacia el horizonte, en una pendiente infinita y azulada hasta las siluetas lejanísimas, apenas vislumbrables, de los Vaticanos que se destruirían. El volcán que coronaba un picacho vecino lanzaba amplios cohetes de fundición. Ellos caían en cataratas hirvientes cuyos arroyos de fuego se perdían, con silbidos atroces, en un glaciar de aluminio.
El sol, entre sus lanas de cobre rojizo, detenía este glaciar con sus láminas de plata enceguecedoras, ondulantes y como cubiertas de lentejuelas.
Arroyuelos de mercurio corrían pesadamente entre los guijarros de plomo, por el suelo de zinc, pasando por entre las patas del caballo. Este escuchaba a su amo, con una mirada soñadora, comiendo la escasa paja de fierro que sólo en esas alturas inhumanas, donde hace tanto frío, puede crecer.
Repentinamente inseguro de la suerte y del resultado, Gengis Kan, quien estallaba de desprecio por los hombres, pidió al caballo que le aconsejara si no valdría más abandonarlo todo, dar media vuelta e irse a esperar la muerte, llevando su tienda de pieles, apacible y peluda, de un extremo a otro de la noche de Siberia, en compañía de las ratas subterráneas. Ahora bien, se admite que el caballo tenía deseos de ver Roma. Sin duda pensaba que ese país era favorable a los caballos, donde uno de ellos había gobernado, aunque –a decir verdad- en forma provisional. Pero esto último el caballo no lo sabía. Es por esta razón que, a las instancias espectaculares de su amo, le respondió sencillamente:
-Sigue adelante. No hemos llegado hasta aquí para volvernos. Déjate de bromas.
Gengis Kan, acostumbrado a hablarle a su caballo, pero del cual hasta entonces no había obtenido nunca una respuesta, se subió a la montura, muy asombrado de este prodigio. Una tristeza mortal le heló repentinamente los huesos. Pues más allá de las posibles tierras conquistadas, adivinó las desconocidas, las tierras azules, fragantes y fecundas, situadas al otro lado de los mares infranqueables, y a las cuales nunca podría ir. ¿O le sería posible conquistarlas si continuara su marcha hacia adelante, dado el caso que tierra fuera redonda como algunos lo pretenden? ¿Y volvería a hacer pisar a su caballo sus propias huellas (o a otro caballo, ya que para entonces el de ahora ya estaría indudablemente muerto de fatiga y de vejez), para atacar sus primeras conquistas y destruirse a sí mismo?
Gengis Kan quiso hacer retroceder a su caballo, pero el corcel tenía sus razones, y permaneció con firmeza vuelto hacia el Oeste. El hombre y el animal lucharon en silencio, por largo rato, bajo el cielo que se teñía de tinta y de reflejos de incendio. Por lo demás, ya era hora de partir. En el horizonte opuesto la vanguardia de un ejército destellaba bajo el sol declinante. Los pequeños monstruos velludos proyectaban ante sí una fuerza tal que Gengis Kan se sintió acicateado con los riñones. Erguidos sobre sus estribos lanzó un aullido, levantó y bajó el brazo derecho para indicar el camino de las próximas y fructuosas masacres, y el caballo se puso en marcha.
De esta lucha quedan todavía, en la cima de la montaña, las huellas muy hondas de una pista cuadrangular. Cada uno de sus puntos cardinales marca uno de los cascos de aquel caballo que prefirió hundirse poco a poco en el suelo antes que ceder a su jinete. Ya nadie abe ahora quién dejó esas huellas.
Los pastores dicen que fueron las hadas (pensando lo contrario) y los guardabosques tienen cada año la precaución de reavivar las aristas de esas huellas, pues excitan la curiosidad de los turistas y hasta han llegado a convertirse, aun para los propios naturales del país, en un motivo de paseo.
.
Actas surrealistas. Braulio Arenas. Chile. Editorial Nascimento. 1974. Págs. 332-334.
Deja una respuesta