Por: Alexander Kluge (1932- )
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La fantasía la inflaman las mujeres a las que les falta, precisamente, fantasía.
T. W. ADORNO, Mínima moralia
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Es sabido que Marcel Proust “arrastraba su cuerpo tras de sí como a un San Bernardo”. Sus vasos y humores padecían con frecuencia cierta melancolía. A última hora de la tarde aún dudaba si asistir o no a cierta velada. También le daba mucho miedo aburrirse, encontrarse con gente a la que no tenía ganas de escuchar y que tampoco lo escucharía a él.
Pero después, tras decidirse en poco minutos, se dejó vestir, asistió a la soirée y hacia medianoche se formó en torno a él, el escogido, el narrador, una ronda de aristócratas y gente de la prensa con acceso a esa reunión; él se esforzó para que así fuera. En el parque, al atravesarlo de camino al pabellón, parecían desfilar ráfagas de olores de las mesas y bufés.
Todos los presentes llevaban abrigos de piel para protegerse del aire de noviembre; se servía grog.
Proust, con ánimo invernal, entusiasmado por algo que había leído esa mañana –su vivo interés era lo único capaz de ahogar la tos otoñal-, había escogido como tema, para gran sorpresa de la sociedad parisina, a Friedrich Schiller, desconocido para la mayoría de los presentes. En el semblante de la princesa de Parma leyó, como en un tablón que registra la intensidad y la altura del sonido, el éxito de su entrada. Durante diecisiete segundos la princesa se mostró atenta, y a Proust eso le dio esperanzas de volver a cautivarla. Y su discurso, sin que ninguno de los presentes lo interrumpiera, se dedicó a interpretar los temas schillerianos.
Las hazañas de Guillermo Tell viene de las “venganzas del infierno”, dijo. Cazador de profesión, no artesano ni campesino como los demás suizos, Tell presenta como aventurero, un cazador místico que dispara el tiro mortal contra el lugarteniente, el supuesto tirano, como si disparase contra un venado especialmente noble. No le interesaba el tratado de paz, el juramento de Rütli, la vida social, sino la puntería. Un disparo era incluso más viejo que la joven nobleza, y más que a noble no había llegado Gessler, el Landvogt. Mucho más lejos caería, según Proust, Don Carlos, que esperaba una nueva redacción. Qué palabras más ridículas divulga el marqués de Posa frente al rey. Que era “diputado de la humanidad”, decía. ¿Qué poder erigía a alguien en cosa semejante? Los celos que el rey siente por el sucesor del trono, la obsesión de la princesa de Éboli, que ama a este último, el cariño de la reina Isabel por Don Carlos, que una vez fue prometido… ¡Una grandiosa constelación de cuatro estrellas, cuatro afectos explosivos! Suficiente para matar a Don Carlos. También habría bastado para salvarlo. ¿A qué velocidad se puede reescribir y traducir al francés una pieza de doscientas cincuenta páginas y ocho horas de duración para convertirla en un éxito antes de que acabe la temporada de invierno?
En parte tendía a burlarse, en parte se desvanecía ese Proust que parloteaba a toda prisa, el mismo que a esas horas huía del cuerpo que intentaba tiranizarlo, que, como un animal del que el amo es responsable, demostraba ser obediente y, así, lo frenaba.
Como se ha dicho, la princesa de Parma había escuchado diecisiete segundos; después se había dedicado a nuevas impresiones. El efecto de su atención duró a Proust siglos.
El señor Octave, emparentado con los Verdurin, había oído a ese Proust extemporal. Vivía con Rachel, la amante de Saint Loup; era estafador matrimonial y periodista, y estaba comunicado por teléfono con Le Figaro, es decir, que aunque nunca lo recibiese un redactor del periódico, conseguía cuando faltaban colaboraciones, lanzar en el diario tal o cual artículo. No le resultó sencillo contar con lo que el monologante genio había dicho de Schiller. El valor de lo dicho sólo había podido inferirlo de los rostros de los oyentes. A éstos, aristócratas todos, nada les quedó en la memoria. No obstante, llevaban siglos aprendiendo a transformar el interés del momento en la expresión del semblante, para así, derrocados ya tras la Revolución Francesa, conceder permiso para seguir hablando y acceder también a soporta monólogos excesivos.
Soy el diputado de la humanidad, escribió el señor Octave a la mañana siguiente. La frase no tenía ni pizca del ingenio que había hecho estallar en carcajadas el marqués de Norpois (1). ¿Había afirmado de verdad Marcel Proust que la última escena de Natán el sabio (un drama que atribuyó erróneamente a Schiller) debía representarse como primera? Mientras el Caballero del Templo (un espectro), Saladín (musulmán) y Natán (judío) discuten entre sí la paz, una bomba hace volar por los aires el lugar en que se desarrolla la escena, en el centro de Jerusalén. Algo que daría lugar a un nuevo drama (2). La idea le había encantado al marqués de Norpois, el diplomático. En una ubicación tan prominente, exclamó, hay lugar para un rasgo de genio.
Pero ¿cómo transformar eso en un artículo interesante para Le Figaro? La rapidez con la que durante la velada se habían vuelto algunas caras, arrogantes, gestos de egocéntrico, deciden lo que es verdadero y lo que es falos en las frases atropelladas de un hombre de mirada ardiente, un poeta que después se comporta como un caballo de carreras contabilizado en los libros de las caballerizas y que asciende en una interminable curva final, no lo puede reconstruir mentalmente un periodista y estafador matrimonial guiado ahora por otros intereses. Así fue como en Le Figaro apareció el torso de un artículo en el que se afirmaba: a Friedrich Schiller sólo se lo puede entender en francés lo cual alteraría también la acción de sus dramas; el marqués de Posa obtendría finalmente el puesto de ministro que desde la batalla de Lepanto aspiraba a ocupar en la corte española. La paz con los musulmanes en el Mediterráneo hay que agradecérsela al sultán Saladín y a un judío llamado Natán, que se hizo famoso. Esto fue lo que divulgó el poeta judío Proust en una velada, con el aplauso de varios aristócratas. No obstante, éstos hacían remontar su sangre a dos niños que desembarcaron en Marsella en 37 d. C., descendiente directos de la unión de Jesucristo con María Magdalena, de sangre azul, por tanto, de la cual descendía toda la nobleza de Francia.
Proust no se despertó a tiempo para la edición de Le Figaro. Su cuerpo se vengó de la extravagancia del monólogo, de la lejanía ultrarrenana de su interés, con el que, sin embargo, había cautivado a la reunión. Sueño, indolencia.
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NOTAS:
1. En este contexto, Octave mencionó que Friedrich Schiller había sido ciudadano de honor en la Revolución Francesa. Además, el grupo de aristócratas ante los que habló Marcel Proust pasó por alto el tono emancipatorio. Si se omite la palabra libertad, habría dicho Proust, los dramas de Schiller cobrarían su auténtica fuerza. Pero lo que Proust había dicho era: Qué seguras se apuntan mutuamente la energía emocional de Don Carlos y la del marqués de Posa, qué ridículo efecto tiene, una relación amorosa, el que una de las partes diga: Hasta aquí te he amado, ahora me he enamorado de la libertad y debo separarme de ti. Es algo que se puede decir en una relación amorosa siempre y cuando no se aleje uno de lo concreto y cambie efectivamente a una pareja por otra, pero al ser amado no se le puede cambiar por una estatua de la libertad.
2. En efecto, Proust había contado que la escena trataba del poder de tres anillos que, a manera de distintivo, un padre había dado en herencia a sus hijos. Durante el debate de los tres protagonistas surge la sospecha de que los anillos sean falos (“al parecer el primer anillo se perdió”). No obstante, uno de los anillos falsos contendría tanta energía emocional que se llegaría a la impresionante escena inicial: todos los protagonistas morirán al instante.
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Traducción DE Daniel Najmías.
El hueco que deja el diablo. Historias del nuevo siglo. Barcelona. Editorial Anagrama. 2007. Págs. 9-10, 107-111.
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