Por: Leopold Sacher Masoch (1836-1895)
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El sol acababa de ponerse. Las nieblas de una oscura noche invierno envolvían, poco a poco, las torres y los tejados de la pequeña ciudad perdida allá lejos, en el mediodía de Rusia, entre los desiertos salvajes de los bosques, las marismas y las estepas.
El huracán había levantado altas murallas de nieve que tenían a la gente aprisionada en sus casitas de madera. Con los últimos rayos del atardecer, las flores formadas por el hielo en los estrechos cristales parecían abrirse y revestirse por última vez de los colores de la primavera.
Finalmente este resplandor suave y débil se extinguió a su vez y un crepúsculo gris y monótono llenó la amplia habitación en la que el viejo Rabbi Abdón estaba sentado, sumido en su pensamiento y recuerdos bien extraños.
La vieja sirvienta entró sin hacer ruido, encendió las lámparas y desapareció tal como había venido, inadvertida. El viejo Rabbi no se movió. La luz vacilante parecía transfigurar todos aquellos objetos santos de los que estaba rodeado: los rollos de la ley, los volúmenes de piel del Talmud, el Sohar (libro del resplandor), el Ilan (el árbol de la vida) colgado de la pared. Pero hoy el anciano no los veía. Su cuerpo flaco y seco estaba reconcentrado en sí mismo y parecía sin vida; su rostro arrugado y apergaminado tenía la inmovilidad de la muerte. Sólo sus grandes ojos revelaban que su alma todavía estaba allí.
Se preguntaba en ese momento por que vivía todavía. Tenía detrás de sí una vida piadosa e irreprochable, y había penetrado todos los secretos de la Kabbalah. La beatitud de los justos, la gran recompensa prometida a todo los que se consagraban a esta ciencia revelada por Dios mismo a Adán, le esperaba. Pero, aquí, en este mundo, ¿de qué le servía su piedad, su ciencia? Estaba solo, perdido en un mundo que no le comprendía, y que él tampoco comprendía, abandonado, sin amor, entre gente que no se le acercaba más que con una especie de veneración y de temor respetuoso.
¡De qué le servían, al borde la tumba, Guermatria, Notarikon y Temurah, esas doctrinas con cuya ayuda se puede descifrar el sentido secreto que Dios mantiene oculto en la santa Escritura?
¿De qué le servía ver en esas noches silenciosas, como a través de un velo, la fuente originaria de la luz, del espíritu y de la vida, la más oculta de todas las cosas ocultas?
¿De qué le servía poder contemplar en el hombre el microcosmo, el mundo en pequeño, como en un espejo de brujo? ¿y conocer los diez Sephirots, y los cuatro mundos? ¿de qué le servía que los ángeles fuesen y viniesen sin cesar a su casa, y que él tuviera pleno poder sobre los espíritus y los demonios? Podría exorcizar a su gusto a Samael y Aschmedai, y obligar a la bella diablesa Lilith a obedecerle, pero era importante ante esa niebla que formaba como apariciones misteriosas a su alrededor, y esas voces que comenzaban a murmurar en el silencio de aquella oscura noche de invierno.
Si estaba solo, solo, con sus tesoros enterrados. Y sin embargo, había tenido antaño una mujer querida, bella, casta y virtuosa, y un hijo. Este hijo, ¿dónde estaba? ¿Vivía todavía, por lo menos? ¿o había abandonado la tierra como su madre?
Era una criatura dulce y encantadora, esa mujercita que se introducía en su habitación, esbelta y temerosa como un corzo, cuando él estaba sumido en sus infolios, rara vez su sonrisa penetraba, como un rayo de luna, en el alma de este hombre grave, que por lo general ni siquiera se daba cuenta de su presencia. En vano adornaba su cuerpo gracioso, en vano dejaba oír su voz clara y su risa tímida en ese lugar oscuro en el que un pequeño espíritu humano osaba forzar las puertas del paraíso y del infierno.
Sin embargo, ella lo había amado; pero, sola con su pobre corazón hambriento; se había deshojado como una pequeña flor privada de aire y de luz; y llegó un día en que reposó allí, con una pequeña sonrisa vagando sobre sus labios fríos.
¡La había perdido para siempre!
Y ahora lo habría dado todo por poder besar la pequeña zapatilla de terciopelo en su lindo pie, y por oír una sola vez más su paso ligero, en medio de aquel mundo cubierto de polvo y moho.
¿Y su hijo? Quizá vivía todavía, pero lejos de él, muy lejos.
Había sido su orgullo, y se habría convertido no sólo en el heredero de su nombre y de todos sus bienes, sino que el viejo Rabbí, le había destinado además un legado mucho más valioso, un legado sagrado: su sabiduría, su ciencia y todos los misterios que la magia de la Kabbalah le había revelado; pero él, ese hijo ingrato, lo había rechazado todo por una muchacha simple, unos cuantos árboles verdes y un campo de espigas que maduraban.
El pequeño Simón estaba destinado a ser rabino, pero el aire cerrado de la casa le oprimía. Cuando el primer rayo de sol cayó sobre el gran volumen de piel ante el cual estaba sentado, fue como si un hilo de oro, tejido por la mano de un hada, le atrajera hacía fuera; y cuando un pie hubo tocado aquella tierra negra que el campesino ruso ama con tanta ternura, el pequeño judío sintió, como el mujik, el hálito de esa amiga fiel e inalterable, la única que nos devuelve por centuplicado cada uno de nuestros cuidados y de nuestros servicios. Oía, en las espigas trémulas y en el rumo de las hojas, la voz de la Madre eterna.
-¡Oh! Conozco un libro mucho más bello que este –dijo a su padre señalando el Talmud-; ese libro, es Dios mismo quien lo ha escrito. En él se ven el bosque verde, el sol, la luna y las estrellas.
Cuando los campesinos araban, seguía su arado de lejos, como las cornejas; y cuando se oía el ruido de las hoces, en la época de la cosecha, se escondía detrás de las gavillas.
Rabbi Abdón lo había prometido, cuando todavía era muy niño, a la hija de un hombre muy rico y de origen tan noble como el suyo: el gran comerciante Jonatán Ben Levis, de Amstedarm, cuyos navíos viajaban casi hasta la India.
Pero cuando Simón fue mayor, otra conquistó su corazón.
Era una muchacha pobre llamada Darka Barilef. Sus padres no poseían más bienes que una taberna miserable en el arrabal y un pequeño pedazo de tierra.
Fue allí donde Simón conoció a aquella bella y vigorosa muchacha, con el cuerpo de una Judith y la cabeza graciosa de una Ruth coronada de trenzas de un rubio rojizo.
Había salido al campo con su Schne Lucho-Haberith, para imbuirse bien del espíritu de la Kabbalha. De repente vio a la joven, que caminaba detrás del arado, al que estaba enganchado un caballo pequeño y flaco. Arrojó el precioso libro lejos de sí, agarró el arado y continúo trazando el surco empezado por Darka. Una vez terminado el trabajo, los jóvenes se sentaron en el lindero del campo y se pusieron a hablar, serios y razonables, mientras ella escogía flores el campo para trenzar con ellas una corona. Y entre ellos se abría, invisible, una flor misteriosa, la flor del amor.
El viejo rabino se acordaba también del día en que tuvo lugar aquella desafortunada discusión con su hijo. En aquel momento volvía a verle delante de él, con los ojos brillantes y las mejillas ligeramente coloradas; y cada una de las palabras dura que se le habían escapado entonces, llevado por la ira, le habían quedado grabadas en la memoria. En aquella hora de soledad y de abandono, oía todavía distintamente la respuesta de Simón, que, tranquilo y respetuoso, hablaba con el valor y el entusiasmo de un profeta.
“El judío –había exclamado el joven al terminar- no se creó la situación desgraciada en la que se encuentra todavía en los países del Este. Encerrado por sus perseguidores en las calles sombrías del Gueto, y excluido de todos los demás trabajos y de todas las demás carreras, fue obligado a dedicarse exclusivamente al comercio. Pero es culpa nuestra si prolongamos esta segunda cautividad babilónica. Se han roto las cadenas, las barreras han caído; el que desee el bien de su nación y quiera probar la fuerza de su fe, debe abandonar hoy estos rincones privados de luz, en los que sólo pueden florecer el espíritu comercial, estrecho y mezquino, o una ciencia oscura, caprichosa y estéril. Hoy el campo de trabajo espiritual está abierto para nosotros, así como todas las demás vías. En Odesa, unos hombres ilustrados, de nuestra raza, se han puesto a la cabeza de un movimiento cuyo fin es volver a llevar al judío, ante todo, a la vida rural y a la agricultura que antaño, en la Tierra Prometida, hicieron la felicidad y la prosperidad del pueblo de Israel. No quiero pasarme la vida inclinado sobre los libros. No quiero traficar y comerciar en alguna tienda asfixiante. Tengo necesidad de aire y de luz y, como Boas, quiero cultivar yo mismo la tierra.”
El padre permaneció sordo a sus ruegos y a todos sus razonamientos; y, como el hijo persistía en su decisión, vino a los labios del anciano una maldición que, gracias a Dios, no llegó a pronunciar.
Aquella misma noche Simón se marchó de la ciudad, y Darka huyó de él.
Desde aquel día, es decir, desde hacía más de diez años, no se había oído más de él.
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Las lámparas brillaban con luz menos clara, la niebla se hacía cada vez más espesa a su alrededor, sus ojos parecían apagarse. El viejo rabino ocultó el rostro entre las manos y unas lágrimas ardieron corriendo por sus mejillas macilentas. En aquel momento la puerta se abrió muy suavemente; se oyó un paso, ligero y temeroso como antaño el de su mujer, y sintió que le tiraban de la manga, primero con una especie de vacilación y después con una energía creciente. Rabbí Abdón dejó caer las manos y levantó la cabeza. ¿Soñaba, todavía, o era una visión deliciosa? Ante él estaba de pie un muchacho, hermoso y esbelto -¡Simón!- su hijo, tal como era en la época en que el anciano se había esforzado tanto por retenerle junto al Talmud y la Kabbalah.
Lentamente, todavía guiado por el temor de que aquella bella imagen se evaporara, como la niebla, como los fantasmas que poblaban sus recuerdos, Rabbí Abdón levantó la mano y tocó al joven. ¡No! No era un schemen (una sombra), estaba bien vivo. El anciano, abriendo los brazos para bendecirlo y atraerlo a su corazón, pronunció solemnemente el nombre del Eterno, del Dios de Abraham y de Jacob, y se puso a llorar.
Por la puerta que había quedado abierta, Simón se precipitó a los pies de su padre, el cual, sin poder decir palabra, estrechó entre sus brazos al hijo pródigo. Darka, le seguía, con una niña en la mano y otra en el brazo.
Cuando Simón volvió a ponerse en pie, el rabino le miró con asombro. Su hijo estaba delante de él, alto y vigoroso, con sus altas botas, su camisa roja y su larga levita de paño burdo. Y esa joven judía, ¡qué bella estaba en su abrigo de piel de carnero bordada y bajo el kokoschnic de la campesina rusa!
-¿Son tus hijos? –dijo el rabino.
Fueron las primeras palabras que salieron de sus labios.
-Sí, padre, este es Simón, el mayor; ya me ayuda a sembrar, y conduce los caballos cuando aro; pero también sabe leer la Thora y el Talmud.
-Habéis comprado tierra, ¿y con qué? –preguntó el rabino.
-Con el fruto de nuestro trabajo –respondió Simón-.
Hemos arado, sembrado, cosechado, ahorrado, y hoy nos hemos convertido en campesinos acomodados.
-¿Y no te resulta duro cultivar tú mismo tu campo? –preguntó el anciano- ¿tu cuerpo puede soportar este rudo trabajo?
-Padre ¡he sido soldado! –exclamó Simón con orgullo- ¡He como simple granadero, el día glorioso en que nosotros, los rusos, tomamos por asalto la fortaleza de Kars!
-Hemos venido para llevarte con nosotros, padre –dijo a su vez Darka con una buena sonrisa.
-Sí, abuelo –dijo el niño, que estaba de pie entre sus rodillas-. Ya he construido un cenador para ti delante de la casa. Allí leeremos juntos los Hagadoths, ¿quieres?
-¡Claro que quiero! –exclamó el anciano-, por supuesto que quiero, mi pequeño Simón.
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Hoy Rabbi Abdón vive en casa de su hijo en medio de sus nietos.
Los rollos de la ley, el Talmud, el Zohar y el Ilan han hecho el viaje con él; pero prefiere quedarse sentado en el cenador que el pequeño Simón le construyó delante de la casa; lo que más le gusta, pro encima de todo, es la cabaña de gavillas que el niño le construye todos los años en la época de la siega.
Entonces el cielo azul brilla por encima de su cabeza, a su alrededor se balancean las espigas y las hierbas, y resuenas las hoces y los cantos de los segadores. Él está en medio de todos estos dones de Dios, con su Talmud, como un verdadero patriarca.
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Traducción de Esteve Serra.
Cuentos judíos. Palma de Mallorca. José J. Olañeta, Editor. 2008. Págs. 17-24.
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