Por: Olga Orozco (1920-1999)
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Olga Orozco
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GÉNESIS
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No había ningún signo sobre la piel del tiempo.
Nada. Ni ese tapiz de invierno repentino que presagia las garras del relámpago quizás hasta mañana.
Tampoco esos incendios desde siempre que anuncian una antorcha entre las aguas de todo el porvenir.
Ni siquiera el temblor de la advertencia bajo un soplo de abismo que desemboca en nunca o en ayer.
Nada. Ni tierra prometida.
Era sólo un desierto de cal viva tan blanca como negra,
un ávido fantasma nacido de las piedras para roer el sueño milenario,
la caída hacia afuera que es el sueño con que sueñan las piedras.
Nadie. Sólo un eco de pasos sin nadie que se alejan
y un lecho ensimismado en marcha hacia el final.
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Yo estaba allí tendida;
yo, con los ojos abiertos.
Tenía en cada mano una caverna para mirar a Dios,
y un reguero de hormigas iba desde su sombra hasta mi corazón y mi cabeza.
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Y alguien rompió en lo alto esta tinaja donde subían a beber los recuerdos;
después rompió el prontuario de ciegos juramentos heridos a traición,
y destrozó las tablas de la ley inscritas con la sangre coagulada de las historias muertas.
Alguien hizo una hoguera y arrojó uno por uno los fragmentos,
y en la tierra se borraban sus huellas y sus pruebas.
Yo estaba suspendida en algún tiempo de la expiación sagrada;
yo estaba en algún lado muy lúcido de Dios;
yo, con los ojos cerrados.
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Entonces pronunciaron la palabra.
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Hubo un clamor de verde paraíso que asciende desgarrando la raíz de la piedra,
y su proa celeste avanzó entre la luz y las tinieblas.
Abrieron las compuertas.
Un oleaje radiante colmó el cuenco de toda la esperanza aún deshabitada,
y las aguas tenían hacia arriba ese color de espejo en el que nadie se ha mirado jamás,
y hacia abajo un fulgor de gruta tormentosa que mira desde siempre por primera vez.
Descorrieron de pronto las mareas.
Detrás surgió una tierra para inscribir en fuego cada pisada del destino,
para envolver en hierba sedienta la caída y el reverso de cada nacimiento,
para encerrar de nuevo en cada corazón la almendra del misterio.
Levantaron los sellos.
La jaula del gran día abrió sus puertas al delirio del sol
con tal que todo nuevo cautiverio del tiempo fuera deslumbramiento en la mirada,
con tal que toda noche cayera con el velo de la revelación a los pies de la luna.
Sembraron en las aguas y en los vientos.
Y desde ese momento hubo una sola sombra sumergida en mil sombras,
un solo resplandor innominado en esa luz de escamas que ilumina hasta el fin la rampa de los sueños.
Y desde ese momento hubo un borde de plumas encendidas desde la más remota lejanía,
unas alas que vienen y se van en un vuelo de adiós a todos los adioses.
Infundieron un soplo en las entrañas de toda la extensión.
Fue un roce contra el último fondo de la sangre;
fue un estremecimiento de estambres en el vértigo del aire;
y el alma descendió al barro luminoso para colmar la forma semejante a su imagen,
y la carne se alzó como una cifra exacta,
como la diferencia prometida entre el principio y el final.
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Entonces se cumplieron la tarde y la mañana
en el último día de los siglos.
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Yo estaba frente a ti;
yo, con los ojos abiertos debajo de tus ojos
en el alba primera del olvido.
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LAMENTO DE JONÁS
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Este cuerpo ya tan denso con que clausuro todas las salidas,
este saco de sombras cosido a mis dos alas
no me impide pasar hasta el fondo de mí:
una noche cerrada donde vienen a dar todos los espejismos de la noche,
unas aguas absortas donde moja sus pies la esfinge de otro mundo.
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Aquí suelo encontrar vestigios de otra edad,
fragmentos de panteones no disueltos por la sal de mi sangre,
oráculos y faunas aspirados por las cenizas de mi porvenir.
A veces aparecen continentes en vuelo, plumas de otros ropajes sumergidos;
a veces permanecen casi como el anuncio de la resurrección.
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Pero es mejor no estar.
Porque hay trampas aquí.
Alguien juega a no estar cuando yo estoy
o me observa conmigo desde las madrigueras de cada soledad.
Alguien simula un foso entre el sueño y la piel para que me deslice hasta el último abismo de los otros
o me induce a escarbar debajo de mi sombra.
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Es difícil salir.
Me tapian con un muro que solamente corre hacia nunca jamás;
me eligen para morir la duración;
me anudan a las venas de un organismo ciego que me exhala y me aspira sin cesar.
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Y el corazón, en tanto,
¿en dónde el corazón,
el tambor de nostalgias que convoca en tinieblas a todos los relevos?
Por no hablar de este cuerpo,
de este guardián opaco que me transporta y me retiene
y me arroja consigo en una náusea desde los pies a la cabeza.
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Soy mi propio rehén,
el pausado veneno del verdugo,
el pacto con la muerte.
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¿Y quién ha dicho caso que éste fuera un lugar para mí?
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EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
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El Bosco (1450-1516). El Jardín de las delicias (Hacia 1500-1510). El Prado. Madrid.
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¿Acaso es nada más una zona de abismos y volcanes en plena ebullición, predestinada a ciegas para las ceremonias de la especie en esta inexplicable travesía hacia abajo? ¿O tal vez un atajo, una emboscada oscura donde el demonio aspira la inocencia y sella a sangre y fuego su condena en la estirpe del alma? ¿O tan sólo quizás una región marcada como un cruce de encuentro y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles?
No. Ni vivero de la perpetuación, ni fragua del pecado original, ni trampa del instinto, porque que un solo viento exasperado propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera un lugar, aunque se precipite el firmamento y haya un cielo que huye, innumerable, como todo instantáneo paraíso.
A sola, sólo un número insensato, un pliegue en las membranas de la ausencia, un relámpago sepultado en un jardín.
Pero basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena del viaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al haz de todos los sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta el árbol de la primera tentación, hasta el jardín de las delicias y sus secretas ciencias de extravío que se expanden de pronto de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo mismo que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la corriente erizada reptando en busca del exterminio o la salida, escurriéndose adentro, arrastrada por esos sortilegios que son como tentáculos de mar y arrebatan con vértigo indecible hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se desfonda cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa orgánica noche interrogante de crestas y de hocicos y bocinas, con jadeo de bestia fugitiva, con sus flancos azuzados por el látigo del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al misterio de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la nebulosa maquinaria del planeta, poniendo en suspensión corolas como labios, esferas como frutos palpitantes, burbujas donde late la espuma de otro mundo, constelaciones extraídas vivas de su prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas girando locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador que ya se precipita por el embudo de la muerte con todo el universo en expansión, con todo el universo en concentración para el parto del cielo, y hace estallar de pronto la redoma y dispersa en la sangre la creación.
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El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.
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Museo salvaje. Buenos Aires. Editorial Losada. 1974. Pags. 7-12, 13-16, 47-50.
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