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Con los siglos, nuestras mentalidades son moldeadas por elementos presentes en nuestro contexto. Un elemento hegemónico en el contexto latinoamericano y quizás especialmente en Colombia, ha sido el catolicismo. La mirada predominantemente conservadora de la sociedad colombiana viene en gran parte de la influencia que ha tenido la iglesia. Pero no solo ha sido una imposición moral, sino que este discurso católico romano también ha tenido sus efectos estructurales sobre la creación de la imaginación latinoamericana. Con mentalidades paradigmáticas y alegóricas andamos por el mundo esperando encontrar milagros, epifanías, y visiones. Estamos convencidos que el universo es mucho más grande que cada uno, y solo aspiramos a cambiar la situación apelándole a una fuerza mayor externa.

¿Cómo explorar este paisaje rebosante de acontecimientos extremos en busca de su propia lógica para descifrar un caos diario inabordable? El supuesto «realismo mágico» había tomado el primer paso al volver nuestra realidad emblemática. Pero esos discursos fueron recibidos como un producto que vende porque es exótico, y de nuevo quedamos en la lejanía, y nuestra única contribución terminó siendo un folclor extraño e icónico. Todavía no se entendían nuestras respuestas como parte de la conversación sobre la contemporaneidad. Empecé a escribir los retablos para meter el dedo en esa llaga.

Luego se escribió el más amplio de los retablos, El querubín que cubre, en que intenté esbozar un panorama de la ciudad contemporánea del acontecimiento vista desde los esquemas imaginativos del sufrimiento y apocalipsis que heredamos a través de una hegemonía católica. Para lograr la tarea, me apoyé en expresiones de otra época con texturas y mentalidades parecidas: el medioevo. Las pinturas del Bosco, los escritos de Rabelais y Bocaccio, entre otros, me dieron pistas de como evocar la ciudad que vivo día a día.

El primer retablo que escribí fue Retablo de la cosecha. Nació porque al escuchar un sueño de persecución y crueldad de un amigo, percibí que nuestros sueños tienen una textura muy particular, tan particular que a veces nos distraemos de la emoción que originalmente impulsa el sueño. Los detalles, las percepciones empiezan a formar su propia narrativa intuitiva. Ese momento llevó eventualmente al cuento del niño incapaz de quitarse las alas que su madre ha fijado a sus hombros para que participe en una presentación en el colegio.

Luego vino Letanía a la Virgen Negra y Oreja, en los cuales se exploró los modelos del momento de la epifanía, y del establecimiento del Edén, respectivamente, pero vistos de nuevo en un contexto contemporáneo urbano. En el primero, la epifanía fue el resultado de esconderse en las alturas de un árbol y ver a una a una mujer de otra raza desnuda bajo el sol. En el otro, el Edén, una condición más allá del tiempo, se establece por alguien que habita la zona verde que encierra una salida de la autopista.

Siguen otros tres retablos, Riña en una nuez, Arimatea, y El buen hijo, que indagan el universo ascriptivo de identidad impuesto por la religión católica en mucho del mundo, en el cual circunstancias  de nacimiento y el azar de cualquier situación cotidiana de la calle definen todo. En la primera, la catástrofe de un derrumbe rural lleva una víctima, enterrado temporalmente, a descubrir su otro ser y a luchar con él como si fuera el ángel de Jacob. En la segunda, una anciana que tiene una tienda de carnes frías, comete el error de salir a la calle y se ve convertida en La Virgen María en la escena de la Piedad. Finalmente, tenemos un hijo tan comprometido con ser juicioso que le ruega a su padre Abraham que lo sacrifique.

mayo 2022

Proyecto ganador de la Convocatoria de Fomento y Estímulos para el Arte y la Cultura 2022.

Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín

Siete retablos. Medellín. Editorial Párpado. 2022. Págs. 147-152.

La vida y sus fracturas

Porque en las palabras de estos días

no está la vida sino sus fracturas

no el amor sino el vacío

no la muerte sino la nada

no el canto sino el gato tuerto y el pájaro sin pico

porque nadie logra inventar un lenguaje

que alcance a bendecir lo que somos

en este mundo roto.

Quiero encontrar una palabra sin heridas

donde no esté el dolor

ni la miseria que carcome

y la falta que habla por nosotros.

Una palabra como una hoja larguísima

que avance sobre la página

y deje oír el silencio de las hojas cuando dibujan el otoño

con el sol escondido

detrás de la neblina.

Música extraña

Cada palabra a imagen de otra luz.

Olga Orozco

Ahí está mi casa

y mis libros

el gato y el perro

el jardín

el tiempo en la mirada del reloj

la lámpara encendida y el sombrío del patio

la ventana

y la felicidad de la belleza con sus lágrimas.

Mi gente

mi gente con su algarabía.

Un río en la memoria y los amigos

todos los días de la memoria.

El viento fresco en la mañana

y la luz en los dibujos del paisaje.

Hay agujas en las alas de las mariposas

y sombras en muchas partes.

Los sonidos resbalan en la sombra

la sombra atraviesa el rostro

entra a los ojos y los oscurece.

El viento se detiene en la neblina

y golpea a los desamparados

que miran el picoteo de la lluvia.

El viento muerde el esqueleto de los pájaros

los deja sin lengua

y yo intento aliviar el dolor de las heridas.

Dibujo colores que se detienen en la sombra

atravesada por la luz

mientras pido que los sonidos de la guerra

no

martillen

más.

Día séptimo

Y tú sol,

pon de luto la luz ya para siempre:

apaga y vámonos.

Aníbal Núñez

Son las siete de la noche del día séptimo y no llega el descanso.

De padre a hijo desconocen el rumbo

y de abuelo a nieto caminan desvelados.

Amenaza la quijada del asno con la ruta cruel de los errantes

y el olvido.

Dicen que el mundo se hizo en siete días

y nadie comprende cómo se da muerte al hermano

ni cómo la madre y el padre cayeron en desgracia

y fueron castigados por comer del fruto del bien o del mal.

Es el día séptimo y nadie quiere recordar a Juana incinerada

a Vallejo y tampoco a Gelman que supieron del calvario.

Todos ignoran qué hicieron con Federico

y buscan el lugar de su tumba y su herida.

Nadie quiere saber más de todo aquello

no sea que se escuche el silencio de las celdas

y el estropicio de los días diga que la vida es un ser atormentado

en campo de batalla.

Son las siete de la noche del día séptimo

y no descansa nadie.

Herida

El victimario lava sus manos en el agua del estanque

y ve la ruina de su propia huella.

La víctima deja la sombra de una herida en la piedra

y la imagen de su propio funeral

mientras cava la tierra.

Cicatriz

El sentenciado a muerte

recorre las huellas de los que se fueron

mira a contraluz

y lava sus manos en el estanque.

Se limpia hasta desaparecer.

Tal vez quede la sombra de sus heridas

en la cicatriz de una piedra.

Silencio en ruinas

El viento eleva ruinas y silencio.

Los relámpagos iluminan la estación

donde los desamparados arrastran sus pies.

Escribo en las paredes húmedas

y las letras se desdibujan sin llegar al punto final.

Soy hilo que trenza su quejido.

Escribo

para que encuentren la salida

al menos en mis versos.

Bitácora

De lunes a domingo los días son iguales.

La vida respira en los oficios

y el encierro confunde el canto de los pájaros.

La peste es camaleón en los sonidos de la guerra

aire crispado y zumbido de moscas

en los ojos de los niños con tierra en la boca.

Epitafios

Los pájaros lloran en silencio y un ángel se arrodilla

cierra sus párpados

para no leer los epitafios.

Caligrafía en la sombra. Medellín. Sílaba Editores. 2024. Págs. 11, 14-15, 24-25, 26, 27, 32, 43, 44.

MANIFIESTO DADA 1918  (FRAGMENTO)

La magia de una palabra –DADA- que ha puesto a los periodistas ante la puerta de un mundo imprevisto, no tiene para nosotros ninguna importancia.

Para lanzar un manifiesto es preciso querer A.B.C., fulminar 1, 2, 3, impacientarse y aguzar las alas para conquistar y esparcir a grandes y pequeños a, b, c, firmar, gritar, jurar, arreglar la prosa a manera de evidencia absoluta, irrefutable, probar su non plus ultra y mantener que la novedad se asemeja a la vida así como la última aparición de una cocotte prueba lo esencial de Dios. Su existencia ya ha quedado probada por el acordeón, el paisaje y la palabra dulce. Imponer su A.B.C. es algo natural –y por consiguiente lamentable. Todo el mundo lo hace a guisa de cristalbluffmadona, sistema monetario, producto farmacéutico, pierna desnuda que convida a la primavera ardiente y estéril. El amor por la novedad es la cruz simpática, es prueba de unmimpotacarajismo ingenuo, signo sin causa, pasajero, positivo. Pero esta necesidad es tan vieja como otras. Al dar al arte el impulso de la suprema simplicidad: la novedad, uno es humano y verdadero respecto de la diversión, impulsivo, vibrante para crucificar al tedio. En la encrucijada de las luces, alerta, atento, al acecho de los años, en el bosque.

Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, digo sin embargo ciertas cosas y estoy por principio contra los manifiestos, como también estoy contra los principios (decilitros para el valor moral de toda frase –demasiada comodidad la aproximación fue inventada por los impresionistas). Yo escribo este manifiesto para mostrar que pueden ejecutarse juntas las acciones opuestas, en una sola y fresca respiración; yo estoy en contra de la acción; a favor de la continua contradicción, y también de la afirmación, no estoy ni favor ni en contra y no lo explico porque odio el sentido común.

DADA –ésta es una palabra que lleva a la caza las ideas; cada burgués es un dramaturgo en pequeño, inventa temas diferentes, en vez de colocar a los personajes convenientes al nivel de su inteligencia, crisálida en las sillas, busca las causas o los fines (siguiendo el método psicoanalítico que él practica) para cementar su intriga, historia que habla y se define.

Cada espectador es un intrigante si trata de explicar una palabra (¡conocer!). Desde el refugio enguantado de las complicaciones serpentinas, hace manipular sus instintos. De ahí los infortunios de la vida conyugal.

Explicar: Diversión de los vientres-rojos a los molinos de los cráneos vacíos.

DADA NO SIGNIFICA NADA

Si a uno le parece fútil y si uno no pierde el tiempo con una palabra que no significa nada. El primer pensamiento que revolotea en esas cabezas es de índole bacteriológica: hallar su origen etimológico, histórico o psicológico, por lo menos. Por los diarios se entera uno que a la cola de una vaca santas los negros Krou la llaman: DADA. El cubo y la madre que en cierto lugar de Italia: DADA. Un caballo de madera, la nodriza, doble afirmación en ruso y en rumano: DADA. Hay sabios periodistas que ven esto un arte para los críos, y otros santos jesúsllamandoalosniñitos del día, el retorno a un primitivismo seco y ruidoso, ruidoso y monótono. La sensibilidad no se constituye sobre una palabra; toda construcción converge en la perfección que aburre, idea estancada de una dorada ciénaga, relativo producto humano. La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma, o está muerta; ni alegre ni triste, ni clara ni oscuras, regocijar o maltratar a las individualidades sirviéndoles pasteles de las aureolas santas o los sudores de una carrera arqueada a través de las atmósferas. Una obra de arte jamás es bella, por decreto, objetivamente, para todos. La crítica es por lo tanto inútil, no existe más que subjetivamente, para cada uno, y sin el menor carácter de generalidad. ¿O acaso se ha hallado la base psíquica común a toda la humanidad? Quedan, bajo las alas anchas y benévolas del intento apocalíptico: el excremento, los animales, las jornadas. ¿Cómo es que se quiere ordenar el caos que constituye esa infinita informe variación: el hombre? El principio “ama a tú prójimo” es una hipocresía. “Conócete” es una utopía, pero más aceptable pues hay un contenido de maldad en ella. Ninguna piedad. Luego de la matanza nos queda la esperanza de una humanidad pacificada. Y hablo todo el tiempo de mí, puesto que no quiero convencer, no tengo derecho a arrastrar a otros en mi corriente, no obligo a nadie a seguirme y todo el mundo hace su arte a su manera, si es que conoce la alegría que sube en flechas hacia las capas astrales, o aquella que desciende de las mismas flores de cadáveres y espasmos fértiles. Estalactitas: buscarlas por doquier, en los pesebres agrandados por el dolor, en los ojos blancos como liebres de los ángeles. Así nación DADA de una necesidad de independencia, de desconfianza para la comunidad. Aquellos que nos pertenecen conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Estamos hartos de las academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales. ¿Es que se hace arte para ganar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas suenas a la asonancia de las monedas y la inflexión resbala a lo largo de la línea del vientre de perfil. Todas las agrupaciones de artistas han desembocado en este blanco cabalgando sobre diversos cometas. La puerta abierta a las posibilidades de arrellanarse en los cojines y en la comida.

Aquí echamos el ancla en la tierra feraz.

Aquí tenemos derecho a proclamar, pues hemos conocido los escalofríos y el despertar. Resucitados ebrios de energía, clavamos el tridente en la carne despreocupada. Nosotros somos arroyadas de maldiciones en abundancia trópica de vegetaciones vertiginosas, goma y lluvia son nuestro sudor, nosotros sangramos y consumimos la sed, nuestra sangre es vigor.

El cubismo nació de la simple manera de mirar el objeto: Cézanne pintaba una taza 20 centímetros más bajo que sus ojos, los cubistas la miran desde arriba, otros complican la apariencia al hacer una sección perpendicular y colocándola sensatamente de lado. (No olvido a los creadores, ni las grandes razones de la materia que ellos volvieron definitivas.) El futurista ve la misma taza en movimiento, una sucesión de objetos uno al lado del otro que maliciosamente hace atractiva con algunas líneas de fuerza. Ello sin perjuicio de que el lienzo sea una buena o mala pintura destinada a la inversión de capitales intelectuales. El pintor nuevo crea un mundo, cuyos elementos son también los medios, una obra sobria y definida, sin argumento. El artista nuevo protesta: ya no pinta (reproducción simbólica e ilusionista) sino que crea directamente en piedra, madera, hierro, estaño, organismos locomotores a los que pueda voltear el viento límpido de la sensación momentánea. Toda obra pictórica o plástica es inútil; que sea un monstruo que asuste a los espíritus serviles, y no dulzona para exornar los refectorios de animales con hábitos humanos, ilustraciones de esta triste fábula de la humanidad. –Un cuadro es el arte de hacer que se encuentren dos líneas geométricamente comprobadas paralelas, en un lienzo, ante nuestros ojos, en la realidad de un mundo transpuesto según nuevas condiciones y posibilidades. Este mundo no está especificado ni definido en la obra, sino que pertenece en sus innumerables variaciones al espectador. Para el autor, ese mundo carece de causa y teoría. Orden = desorden; yo = no-yo; afirmación = negación: resplandores supremos de un arte absoluto. Absoluto en pureza de caos cósmico y ordenado, eterno en el glóbulo segundo sin duración, sin respiración, sin luz, sin control. Me gusta la obra antigua por su novedad. Tan sólo el contraste nos enlaza con el pasado. Aquellos escritores que enseñan moral y discuten o mejoran la base psicológica tienen, además de un deseo oculto de ganar, un conocimiento ridículo de la vida, a la que han clasificado, dividido, canalizado; se empeñan en hacer bailar a las categorías al ritmo que ellos tocan. Sus lectores se ríen y prosiguen: ¿y de qué sirve?

Hay una literatura que no le llega a la masa voraz. Obra de creadores, procedente de una verdadera necesidad del autor, y para él. Conocimiento de un supremo egoísmo, donde se ajan las leyes. Cada página debe reventar, ya sea merced a la seriedad profunda y grave, el torbellino, el vértigo, lo nuevo, lo eterno, merced a la burla aplastante, merced al entusiasmo de los principios o la manera en que queda impresa. Y queda un mundo bamboleante y los medicastros literarios con ganas de mejoramiento.

(…)

Traductor: HUBERTO HALTTER

Siete manifiestos Dada. Barcelona. Tusquets Editores. 1972. Págs. 11-15, 101-103.

ENTREVISTA CON FREUD (1856-1939)

A los jóvenes y a las almas novelescas que, porque este invierno está de moda el psicoanálisis, necesitan figurarse como una de las más prósperas agencias del charlatanismo moderno, la consulta del profesor Freud, con aparatos para transformar los conejos en sombreros y el determinismo azul a modo de papel secante, no me molesta decirles que el más célebre psicólogo de este tiempo habita una casa de apariencia mediocre en un barrio perdido de Viena. “Muy señor mío, me había escrito, al no disponer de mucho tiempo libre estos días, le ruego que venga a verme el lunes (mañana día 109 a las tres de la tarde en mi consulta. Suyo afectísimo, Freud.”

Una placa modesta en la entrada: Pr. Freud, 2-4, una sirvienta no demasiado guapa, una sala de espera con los muros decorados con cuatro grabados débilmente alegóricos: El Agua, el Fuego, la Tierra y el Aire, y una fotografía que representa al maestro entre sus colaboradores, una decena de consultores del aspecto más ordinario, una sola vez, después del campanillazo, algunos gritos: nada con lo que alimentar el más mínimo reportaje. Esto hasta que la famosa puerta acolchada se entreabre  para recibirme. Me encuentro en presencia de un viejecito fachendoso que atiende a sus visitas en su pobre gabinete de médico de barrio. ¡Ah!, no le gusta demasiado Francia, la única que ha permanecido indiferente ante sus investigaciones. Sin embargo, me enseña orgullosamente un folleto que acaba de aparecer en Ginebra y no es más que la primera traducción francesa de cinco de sus lecciones. Intento hacerle hablar arrojando en la conversación los nombres de Charcot, de Babinski, pero ya porque sean recuerdos demasiado lejanos, o porque esté ante un desconocido con una actitud de prudente reticencia, no saco de él más que generalidades como “Su carta, la más conmovedora que recibí en mi vida” o “Afortunadamente, esperamos mucho de la juventud”.

CLARAMENTE

Una corriente novelesca, nacida de la agitación poética de estos últimos años, ha alzado últimamente unos contra otros a algunos individuos que hasta ahora habían expresado aquí mismo (1) y en otras partes su común deseo. En lo más agudo de la crisis (agosto de 1921–marzo de 1922) y en vísperas de su resolución (julio-agosto de 1922), Littérature dejó de aparecer. Mientras tanto, Philippe Soupault y yo habíamos intentando hacer una diversión sin gran éxito con números de sombrero de copa. Pero pronto nos dimos cuenta de que vivíamos en un compromiso.

Cierta oscuridad rodea actualmente este hito en la historia de Littérature, en el cual Dada –por decirlo así- tomó posesión de una revistita de tapas amarillas que había disfrutado en sus comienzos de una distinguida consideración. Es evidentemente molesto que la llegada a París de Tristán Tzara no sea ajena, al parecer, a esta modificación, aunque, a mi modo de ver, ha sido infinitamente menos operante que, por ejemplo, el encuentro que tuvo en 1915 con Jacques Vaché y sobre todo, que la muerte de este último, la cual recibí en pleno corazón hacia febrero de 1919. Sin embargo, confieso haber puesto en Tzara alguna de las esperanzas que Vaché, si el lirismo no hubiese sido su elemento, no hubiera defraudado jamás. De ahí, sin duda, el error de Huelsenbeck, que en una obra, de la cual publicamos aquí mismo importantes fragmentos, pronuncia por otro lado contra Tzara una requisitoria que me parece fundamentada en todos sus puntos.

La literatura, de la cual yo y algunos de mis amigos usamos con el desprecio ya conocido, no es tratada por nosotros como una enfermedad (nos hemos visto obligados a resignarnos a estas burdas imágenes). Escribiría y no haría más que eso si, a la pregunta: ¿Por qué escribe usted? pudiera responder con toda franqueza: Escribo porque es, a pesar de todo, lo que mejor hago. No es éste el caso y pienso que la poesía, que es lo único que me ha sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de lo que se supone que pudieran escribir. Aquí nos acecha un malentendido enorme, ya que la vida, tal como la entiendo, no es ni siquiera el conjunto de actos finalmente imputables a un individuo, ya se haya inclinado por el cadalso o el diccionario, sino a la manera con la que parece haber aceptado la inaceptable condición humana. No es más que esto. Pese a todo –y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el are, donde la vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización.

Quiérase o no, hay hombres que participan más o menos de esa angustia. Su gran preocupación es, hoy en día, evitar que se trasluzca nada de ello: según ellos han ejercido siempre el arte como un oficio. Hace unos días me encontré en casa de un fotógrafo amigo mío con el señor Henri-Matisse. NO hay pintor que pretenda haberse tomado menos confianza con la naturaleza. ¿Sus obras anteriores? Ensayos que a sus ojos tienen el único mérito de haber permitido sus realizaciones actuales. De estos hay actualmente una decena, los Valéry, los Derain, los Marinetti, al borde la zanja, la caída, que reciben bromeando vuestras quejas y os dejan después de haberos dado cita sentenciosamente para dentro de diez años.

Existen otros, como el señor Cocteau, por escribir cuyo nombre pediría disculpas si no me pareciera urgente señalar que viven del cadáver de los primeros y si sus lucubraciones, a la larga, no terminasen por causarnos un malestar intolerable. Quien no ha leído en el Intransigeant una carta del señor Cocteau, en la que se empeña en divulgarnos su “arte poética”, ignora todavía lo que puede producir en materia tan delicada un autor que posee, a la vez, el genio del contrasentido y el de las desiadealización.

A Dios gracias, nuestra época está menos envilecida de lo que se dice: nos quedan Picabia, Duchamp, Picasso. Os estrecho la mano Louis Arango, Paul Éluard, Philippe Soupault, queridos amigos de siempre. ¿Os acordáis de Guillaume Apollinaire y de Pierre Reverdy? ¿No es cierto acaso que les debemos algo de nuestra fuerza? Pero ya nos aguardan Jacques Baron, Robert Desnos, Max Morise, Roger Vitrac, Pierre de Massot. No se podrá decir que el dadaísmo haya servido para algo que no sea mantenernos en ese estado de disponibilidad perfecta en el que nos hallamos y del que ahora vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos llama.

1. En Littérature.

Traductor: MIGUEL VEYRAT

Los pasos perdidos. Madrid. Alianza Editorial. 1972. Págs. 89-90, 101-103.

EL DIABLO EN EL CUERPO (FRAGMENTO)

Es raro que se produzca un cataclismo sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austríaco, la tormenta del proceso Caillaux, propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de la guerra precede a la guerra.

Fue así:

Mis hermanos y yo nos burlábamos siempre de nuestros vecinos, un tal Maréchaud, tipo grotesco, enano de perilla blanca y tocado con capucha, concejal del ayuntamiento, nos guardábamos de saludarle, lo cual le encolerizaba tanto que un día, no resistiendo más, nos abordó en la calle y nos dijo:”¿Con que no se saluda a un concejal, eh?” Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de esta impertinencia, las hostilidades fueron ya manifiestas. Pero, ¿Qué podía contra nosotros un concejal? Mis hermanos, cuando iban y volvían del colegio, tiraban de su campana con toda audacia, ya que el perro, que no podía tener mi edad, no era de temer.

La víspera del 14 de julio de 1914, yendo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver una aglomeración de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos recortados dejaban ver su quinta al fondo el jardín. Desde las dos de la tarde su criadita, que se había vuelto loca, estaba refugiada en el tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, aterrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de forma que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre un tejado se acrecentaba al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, se indignaban de que sus señores no hicieran nada por salvar a esta desgraciada. Ella daba ahora traspiés sobre las tejas, sin tener, con todo, el aspecto de una borracha. Hubiera querido poderme quedar allí siempre, pero nuestra criada, envida por mi madre, vino a devolvernos a los deberes. Si no, me quedaría sin feria. Me marché, con el alma en los pies, y rogando a Dios que la criada siguiese sobre el tejado cuando fuera a la estación a buscar a mi padre.

Seguía, en efecto, en su puesto, pero los raros transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no hace tarde al baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia.

Por lo demás, hasta ese momento, para la criada se trataba sólo de un ensayo más o menos público. Debía debutar, según la costumbre, por la noche, con los surtidores luminosos haciendo de verdaderas candilejas. Había, a la vez, los de la avenida y los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondeantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.

Como los bomberos de un pequeño municipio son “voluntarios”, se ocupan a lo largo del día más de otras cosas que de bombas de incendio. Son el lechero, el pastelero, el cerrajero, quienes, terminado su trabajo, irán a extinguir el fuego, si no se había extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que había patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron estos valientes, abriéndose paso entre la multitud.

Una mujer se les acercó. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, estaba compadeciendo escandalosamente a la loca. Dio unas recomendaciones al capitán: “Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde constantemente se la golpea. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo de ser despedida, de encontrarse sin trabajo, dígale que yo la tomaré en mi casa. Le doblaré el sueldo”.

Esta caridad escandalosa produjo escaso efecto entre la multitud. Aquella señora les molestaba. No se pensaba más que en la captura. Los bomberos, en número de seis, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando la verja y rodearon la casa, trepando por todos los lados. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar, previniendo a la víctima.

-¡Callaos! –gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los: “¡ahí va uno!, ¡ahí va uno!” del público. Con los gritos, la loca, armándose de tejas, tiró una sobre el casco del bombero que había alcanzado el remate. Los otros cinco bajaron rápidamente.

Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los tiros al blanco, los tiovivos, las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, una noche en la que los ingresos debían ser tan fructuosos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se apiñaban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a las voces la certeza de que se tiene razón, de que todo mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la para la parada de Vincennes, se contentaban quemando luces de bengala y cohetes.

Imagínese la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio de ese ruido y de esos resplandores.

El concejal, el esposo de la señora caritativa, improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.

Creyendo que era a ella a quien se aplaudía, la loca saludaba, un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que un casco relucía. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Me imaginaba a una chica, capitán pirata, que permanece sola en su barco que zozobra.

La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para saciar esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de tiovivos en montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Pero aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisface más. “Qué pálido estás”, había dicho mi madre. Le puse el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.

-De todas formas tengo miedo de que esto le impresione demasiado –le dijo a mi padre.

-¡Oh! –respondió él-, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, menos desollar un conejo.

Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que él también estaba trastornado. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. Lo que iba, en realidad, era a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.

Ahora ya no se contaba más de una veintena de personas. Oímos las cornetas. Eran para anunciar el desfile de las antorchas.

Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, después de la delicada luz de las baterías, estalla el magnesio para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que iban a cogerla, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse sobre los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportar todo, a pesar de que me zumbaban los oídos y el corazón me fallaba. Pero cuando oí gritar a algunos: “Vive todavía”, caí, sin conocimiento, de los hombros de mi padre.

Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos la yerba.

A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.

Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor que cualquier otro extraño período de la guerra, y cuánto me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.

Traductor: VICENTE MOLINA-FOIX

El diablo en el cuerpo. Madrid. Alianza Editorial. 1987. Págs. 16-22.

LA EXPOSICIÓN DE LOS IMPRESIONISTAS

Por: Louis Leroy (1815-1885)

Dura fue la jornada que pasé a visitar la primera exposición del boulevard Capucines, acompañado de M. Joseph Vincent, paisajista, discípulo de Bertin, varias veces enmedallado y condecorado por gobiernos diversos.

El imprudente se presentó allí, completamente descuidado; creía que iba a ver pintura como la que generalmente se ve, buena o mal, más bien mala que buena, pero no atentatoria contra las buenas costumbres artísticas contra el culto de la forma y el respeto a los maestros. !la forma¡ !Los maestros¡ ¡Ya no son necesarios, mi  buen amigo! Todo eso lo hemos cambiado.

Al entrar en la primera sala, Joseph Vincent sufrió un primer choque ante la Bailarina, de M. Guillaumín.

-Lástima- me dijo-, que este pintor, que posee algún sentido del color, no dibuje mejor: las piernas de la bailarina están  desvaídas como la gasa sus faldas.

-Creo que es usted duro con él -repliqué-. Precisamente ese dibujo está, por lo contrario, muy hecho.

El discípulo de Bertin, creyendo que yo ironizaba, se contento con encoger los hombros, sin tomarse la molestia de responderme.

Luego, muy despacito, y con mi más ingenuo semblante, le conduje hasta el Campo arado, de M. Pisarro (sic). Al ver este formidable paisaje, el pobre creyó que los cristales de sus espejuelos se habían empañado.

Los limpio cuidadosamente y, después, los colocó sobre su nariz.

-¡Michalon nos valga! -profirió-. ¿Qué es esto-?

-Ya lo ve… Escarcha sobre surcos profundamente arados.

-¿Surcos, eso? ¿Escarcha, eso? Pegotes. No son más que pegotes de paleta extendidos sobre un lienzo sucio. Esto no tiene ni pies ni cabeza; da lo mismo mirarlo boca arriba que  boca abajo, por delante o por detrás.

-Es posible…, pero hay en él impresión.

-¡Ya estamos con la necia impresión!… ¡Oh!… ¿Y esto?

-Un Pastor, de M. Sisley. Fíjese en el árbol de la derecha; es alegre y da la impresión…

-¡Déjeme en paz con su impresión! Ni está hecho, ni por hacer. Y ahora vez esa Vista de Melun, de M. Rouart, con no sé qué cosa en las aguas. Y, por añadidura, el sombreado del primer plano es bastante chusco.

-Lo sorprende es la vibración del tono.

-Diga, más bien, la estropajosidad del tono y le entenderé mejor. ¡Ay, Corot, Corot, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Tú has sido quien ha puesto de moda esa factura descuidada, estas veladuras, esas salpicaduras ante las cuales se ha sentido molesto el amante de la pintura durante treinta años, habiéndolas aceptado sólo obligado y forzado por su tranquila tozudez. ¡Una vez más, la gota de agua ha conseguido horadar la roca!

De esta manera iba desbarrando el buen hombre, no demasiado intranquilo, hasta el punto que nada me hacía prever el desagradable accidente que le ocasionaría su visita a esta exposición, en todos los sentidos de la palabra. Soportó incluso, sin grandes consecuencias, la vista de Barcos de pesca, saliendo del puerto, de M. Claude Monet; acaso porque yo le saqué de esa contemplación peligrosa antes que las deletéreas figuritas del primer plano produjesen su efecto. Desdichadamente, cometí la imprudencia de dejarle demasiado tiempo ante el Boulevard des Capucines, de ese mismo pintor.

-¡Ajajá!- soltó al estilo de Mefisto-, este, sí, está bastante conseguido… Aquí hay impresión, o yo no sé lo que me digo. Solamente le ruego me diga usted  qué representan esas innumerables manchitas negras, ahí, en el fondo del cuadro.

-Pues… -le respondí-, paseantes.

-¿Así que yo parezco eso cuando me paseo por el boulevard des Capucines?… ¡Rayos y truenos! ¿Es que se está burlando usted de mí?

-Le doy mi palabra, M. Vincent…

-Esas, esas manchas se han obtenido con el procedimiento que se emplea para imitar, salpicando, la piedra de granito. ¡Paf, paf!! ¿Bli bla! ¡Ahí  va eso! ¡Esto es inaudito, espantoso! ¡Me va a dar algo, seguro!

Trataba yo de calmarlo, mostrando el Canal de Saint-Denis , de M. Lépine y la Butte-Montmartre, de M. Ottin, ambos bastante finos de tono; pero la fatalidad era más fuerte; las Coles, de M. Pisarro (sic), le hicieron detenerse y, entonces, de rojo, pasó a ponerse escarlata.

-Son unas coles- le dije bajito, persuasivamente.

-¡Ay, desgraciadas, como las han caricaturizado!

¡Juro no comerlas más en mi vida!

-Sin embargo, no es falta de ellas que el pintor…

-¡Cállese, o cometo un desaguisado!

De pronto, al ver La casa del ahorcado, de M. Paul Cézanne, lanzó un grito enorme.

Los prodigiosos empastamientos de esta pequeña joya dieron fin a la obra que había comenzado en el Boulevard des Capucines; el maestro Vincent deliraba ya.

Su locura, al principio, fue bastante moderada. Colocándose en el punto de vista de los impresionistas, se expresaba como ellos.

-Boudin tiene talento-me dijo ante una playa de este artista-; pero ¿por qué unta de ese modo sus marinas?

-¡Ah!, ¿cree usted que su pintura está demasiado hecha?

-Indudablemente. ¿Y qué me dice usted de Mlle. Morisot? Esa personita no se divierte si no es reproduciendo multitud de detalles innecesarios. Cuando pinta una mano (la Lectura), de tantas pinceladas largas como dedos tiene, y asunto concluido. Los bobalicones que busca los detallitos en una mano, no entienden nada del arte impresionista y el gran Manet los expulsaría de su república.

-Así, pues, M. Renoir está en el buen camino. No hay nada excesivo en sus Segadores. Me atrevería a decir incluso, que sus figuras…

-…Todavía resultan demasiado estudiadas.

-¡Cómo…, monsieur Vincent! Vea ahí esos tres toques de color que se considera representan a un hombre en un trigal.

-Tiene dos pinceladas de más; con una sola bastaba.

Eché una ojeada al discípulo de Bertin: su rostro iba poniéndose rojo oscuro. Me parecía inminente una catástrofe. A M. Monet estaba reservado asestarle el último golpe.

-¡Ah! ¡aquí está, aquí está!- profirió ante el número 98-. ¡Lo reconozco como el favorito del maestro Vincent! ¿Qué representa este lienzo? Mire el catálogo.

-“IMPRESION. Sol levante”

-Impresión: estaba seguro de ello. Me estaba diciendo a mí mismo que, pues estoy impresionado, debe de haber impresión ahí dentro… ¡Y qué libertad, que facilidad en la factura! ¡El papel pintado en estado embrionario está más hecho aún que esta marina!

-Sin embargo, ¿qué habrían dicho Michalon, Bidault, Boisselier y Bertin ante este lienzo impresionista?

-No me hable usted de esos odiosos vejestorios- aulló el maestro Vincent-. Cuando vuelva a casa, voy a rasgar todas esas pantallas de chimenea.

(¡El pobrecillo renegaba de sus dioses!)

En vano traté de reanimar su razón expirante, mostrándole el Levée d¨etang, de M. Rouart, al que falta poco para estar completamente bien; un estudio de castillo, en Sannois de M. Ottin, muy luminoso y fino; pero lo horrible le atraía. La lavandera, tan mal lavada, de M. Degas, le hacía soltar gritos de admiración.

Hasta Sisley le parecía amanerado y preciosista. Así que, para seguirle la corriente, y por temor a irritarle, buscaba yo cuanto había de admirable en los cuadros “de impresión”, y reconocía yo, sin demasiado esfuerzo, que el pan, las uvas, y la silla del Almuerzo, de M. Monet, eran buenas muestras de pintura. Pero él rechazaba estas concesiones.

-No, no- profirió… Monet flaqueó ahí. Hace sacrificios a los falsos dioses de Meissonier. Demasiado hecho, demasiado hecho… Hábleme de Una moderna Olimpia, en seguida.

¡Ay, vaya a verla, a esa. Una mujer plegada en dos, a quien una negra quita el último velo para mostrarla, con toda su fealdad, a la mirada encantada de un monigote oscuro. ¿Se acuerdan de la Olimpia, de M. Manet? Pues bien, comparada con la de M. Cézanne, era una obra magistral de dibujo, de corrección, de terminación.

Por último, el vaso se desbordó. El cerebro clásico del maestro Vincent, atacado por demasiados lados a la vez, se trastornó completamente. Habiéndose detenido ante el guardián de París que custodia estos tesoros, y tomándole por un retrato, se puso a hacerme de él una crítica muy acentuada.

-Es bastante malo- dijo, encogiendo los hombros-. De frente tiene dos ojos… y una nariz… y una boca. Los impresionistas no se habrían sacrificado así al detalle. Con cuanto el pintor ha malgastado en inutilidades en esta figura, Monet hubiese hecho veinte guardianes en París.

-¡Por favor, circule un poco! ¡Usted -le dijo el retrato.

-No le está oyendo? No le falta siquiera hablar. ¿Había necesidad de que el pedantón que lo ha pintarrajeado gastase tiempo en hacerlo?

Y, para dar a su estética toda la seriedad debida, el maestro Vincent se puso a bailar la danza de scalp ante el estupefacto guardián, mientras gritaba con estrangulada voz:

-¡Hugh! ¡Yo soy la impresión que avanza, la espátula vengadora, el Boulevard des Capucines, de Monet, La casa del ahorcado, y Una moderna Olimpia , de M. Cézanne. ¡Jugh!, ¡hugh!, ¡hugh!

Le Charivari”, 25 de abril de 1874. Exposición  del 15 de abril al 15 de mayo de 1874.Taller de Nadar -Félix Tournachon-.

Traductor: JULIO GÓMEZ DE LA SERNA

El impresionismo. Jacques Lassaigne. Madrid. Aquilar Ediciones. 1968. Págs. 78-81.

EL IMPRESIONISMO / POR: JACQUES LASSAIGNE (1911-1983)

Por: Jean Tardieu (1903-1995)

PRÓLOGO

Hemos de reconocer que la palabra fue todo un hallazgo. Concisa, evocadora, tan ambigua como se quiera, la palabra «impresionismo» cundió y, yendo más allá de los pro­blemas propios del arte pictórico, no tardó en designar una nueva manera de ver y sentir, un nuevo modo del ser, en suma, algo como un nuevo imperio, rebosante de luz y de es­pacio, conquistado a las tinieblas polvorientas de la ciénaga académica. Pronto (un poco después, o incluso mucho después) se observó la saludable influencia de este soplo y de esta luz en la poesía, la música e incluso la novela.

De este movimiento, llamado a tener tan prolongada descendencia, el libro de Jacgues Lassaigne ofrece una relación ejemplar, atractiva como un relato, precisa como un análi­sis científico, sensible y coloreado como un cuadro de los maestros que evoca.

Su libro me ha hecho meditar. A través de él, a través de muchos pasajes donde señala el lazo que indudablemente existió entre el impresionismo pictórico y los descubrimientos científicos e incluso las ideas filosóficas de aquella época; comprendo el alcance conside­rable de tal giro de la pintura.

Esta revelación del «impresionismo», que nos permite captar en todo su frescor el ins­tante fugitivo y eterno, la imagino como la intuición, primero familiar, luego generalizada, de un universo en expansión, que en adelante no dejará de buscarse y superarse, tanto en nuestro espíritu como en nuestra experiencia.

Se le dio entonces al arte francés el singular poder de expresar esta nueva visión de las cosas, como si solo al lenguaje de los pintores estuviera reservada la posibilidad de ser al mismo tiempo eco, anuncio y símbolo de un cambio total en las formas del pensamiento.

Más aún: parece que nuestro arte, obsesionado ya por el presentimiento de este uni­verso inmediato y sin trabas, hubiera encontrado en el «impresionismo» una de las, cimas de su propio genio. Ya lo hemos dicho: un nombre hallado felizmente no tarda en conver­tirse en «concepto» y tiende a ensanchar sus límites originarios.

Así -prosiguiendo la meditación- creo ver ampliada en la historia la noción de impre­sionismo a mucho antes y a mucho después de Monet o Renoir.

Advierto ese estremecimiento de la mirada, ese temblor de la verdad sensible en las notas de un Joseph Joubert, ya desde los primeros años del siglo XIX, cuando escribe por ejemplo: «La luz vaporosa, la luz en arroyos, la luz rosácea…» (Diario íntimo, 21 de noviembre de 1806).

Cien años después, cuando Proust descubre el valor de la sensación rememorada como intuición metafísica, le vemos en todo momento tomar de los pintores impresionistas una parte capital de su lenguaje, al extremo de damos la sensación de estar ante un cuadro de Claude Monet (o del “pre-impresionista” Boudin), por ejemplo, en la deslumbrante apa­rición de las “jóvenes” en la playa de Balbec: “… Y esta ausencia en mi visión, de las demarcaciones que pronto establecería entre ellas, propagaba a través de su grupo una flotación armoniosa, la traslación continua de una belleza fluida colectiva y móvil…”

¿Quién no ve que en los dos extremos de este centenar de años se da el mismo “toque” de sensibilidad que brilla y se estremece como el toque de color en la punta del pincel, con el mismo modo de descomponer la luz a través del prisma, de disociar las formas en una nube de “impresiones” directas?

Un poco antes o un poco después, creo captar una técnica semejante en el verso de Mallarmé, por ejemplo, en la versión definitiva de La siesta de un fauno (¿1866?), donde la aliteración desempeña a menudo el papel de una vibración coloreada:

 … tan claro

su rosicler, que revolotea en el aire

adormecido de sueños espesos…

Pasan unos decenios y, hacia el momento de apoteosis de los pintores impresionistas, Bergson, el filósofo entonces en boga, parece obsesionado por ellos cuando escribe (Materia y Memoria, 1896: “Se nos ha dado una continuidad movible, en la cual todo cambia y permanece a la vez”

La música parecía seguir un camino paralelo. La búsqueda del “color” orquestal se había ya manifestado, de modo evidente, en las audacias sonoras y rítmicas de Berlioz, primero, y de Bizet y Chabrier, después. Más próximo a nosotros, la influencia de la pintura se observa, aún de manera más evidente, ­en el genio inventivo de Debussy, cuando reaviva con sus “disonancias” la sensibilidad del  oído, al igual que los pintores impresio­nistas habían aclarado nuestra mirada al disociar los tonos.

Y de pronto, pintura, poesía y música se unen el día en que Mallarmé, cuyo Fauno había ilustrado su amigo Edouard Manet, escucha y da su aprobación al Preludio que compone Claude Debussy inspirado en este poema (1894)…

Así, a partir del impresionismo propiamente dicho, cabría sin duda, multiplicando las búsquedas y ejemplos (a riesgo de cometer algunas equivocaciones o, al menos, ciertas extrapolaciones temerarias), seguir la huella, «hacia arriba», de los signos precursores que lo anunciaron; después, «hacia abajo», las crecientes señales de su influencia, y ver poco a poco colorearse con los mismos matices, muy característicos, nuestro horizonte intelectual a finales del siglo pasado y al comienzo de este, desde el pensamiento hasta la música, desde la poesía hasta la novela, como si, en un concreto período histórico, se hubiera concentrado todo un conjunto de riquezas que existía “antes” y que subsiste «después» en la manera de ver y de entender, de sentir, comprender y expresar.

En efecto, no se trata de residuos de un pasado muerto, a menudo detestado por las generaciones siguientes y que nos hubiera dejado de interesar por completo. No olvidemos -y Jacques Lassaigne recuerda este punto capital, con mucho tacto, en el último capítulo de su obra- que tres de los más grandes impresionistas, Renoir, Cézanne, Monet (sobre todo los dos últimos), son los mismos que superaron ampliamente el movimiento por ellos engendrado.

Debido a un esfuerzo audaz de su imaginación creadora y porque entra en la lógica de todo artista excepcional llegar hasta el límite de sí mismo, estos dos gigantes, Cézanne y Monet, pasan a ser al final de su vida los iniciadores y profetas de los nuevos tiempos.

Tanto el primero, hombre-roca, como el segundo, hombre-río, parecen llevar por adelan­tado, en la prodigiosa diferencia de sus caracteres, dos de las principales tendencias entre las cuales iba a vacilar después la pintura, dividida entre la búsqueda de una estructura y el estallido de las formas, entre el dominio del espíritu y una especie de absoluto de la sensa­ción coloreada, entre la mayor sujeción y una creciente libertad.

Pero todo eso es de incumbencia de los pintores. Lo que en último término nos con­cierne a todos, en cuanto que existimos, es que el impresionismo trajo también al mundo otra clase de revelación o de liberación. Autorizó al hombre a destruir los tabús que le impedían avanzar. Le permitió, incluso le aconsejó, buscar en la vida inmediata, en un modo de ver mejor lo que vemos, esa superación espiritual que anteriormente solo se creía hallar en la negativa a vivir.

El impresionismo fue el primero que dio cima a la ardua tarea de sacralizar como tal y no como símbolo de algo trascendente, la realidad visible, y ello de un modo que no era anecdótica, débil o superficial, sino que, por el contrario, parecía provenir de un antiquísimo tesoro de sabiduría, conocimiento y consenso, de una especie de panteísmo primitivo, de una alegría esencial que ya no conocemos y que solo podemos redescubrir en esta pintura.

Porque esta pintura significa un momento de equilibrio preservado, uno de los secretos de la dicha de vivir, un secreto que se nos debería permitir -al margen de toda ideología y determinación histórica y social- descubrir de nuevo en el fondo de nosotros mismos.

Guiados por la mano muy segura, muy inocente y muy sabia de estos pintores «locos de luz» (como Hokusai estaba «loco de dibujo»), recordaremos siempre con nostalgia, en los paraísos perdidos de estos jardines soleados, esas tardes tranquilas en que se mueve en el suelo la sombra azul de los árboles, zumba la avispa estival y la mirada, con los párpados entornados, de las mujeres sonríe al calor del día.

Traductor: JULIO GÓMEZ DE LA SERNA

El impresionismo. Madrid. Aguilar Ediciones. 1968. Págs. 7-9.

LA RECUPERACIÓN DEL OBJETO

Por: Joaquín Torres García (1874-1949)

LECCIÓN V (FRAGMENTO)

A partir de 1900, el arte enferma. Debemos estar bien persuadidos de esto (y mucho conviene que lo estemos, por lo que luego se verá); y de por qué vino eso (sin querer buscar causas demasiado remotas), y qué género de dolencia le aquejó. Todo eso, porque conviene salir de ese ambiente, para ver claro, ya que es, éste, un momento en que conviene estar preparado, en vista de lo que puede venir (y debe venir) y a fin de no dar paso en falso.

Los impresionistas fueron gente sana y equilibrada. Superficiales, si se quiere, pero… hicieron pintura (y la hicieron de verdad). ¿Puede decirse otra cosa? No; de ninguna manera.

Dejemos eso: hubo equilibrio y salud en ellos. Y esto es lo único que ahora deseo que se admita.

Vino Cezanne, y, a pesar de traer todo un mundo nuevo, no perdió el equilibrio. Su arte se mantuvo sano. ¿Por qué? Hay que ver cómo recomienda, sobre todo en una de sus cartas (fechada en Aix 26 de mayo de 1904) en la que dice: “No se es ni demasiado escrupuloso, ni demasiado sincero, ni demasiado sumiso a la naturaleza; pero se es más o menos, dueño del modelo, y sobre todo de los medios de expresión: penetrar aquello que tenemos delante, y perseverar en expresarlo lo más lógicamente posible”. Según él, éste es el único trabajo que puede hacernos realizar un progreso. Cortas palabras, pero que van al fondo de la cuestión: se tiene la naturaleza delante y tratamos de realizar o resolver el problema que nos plantea. Yo creo que no hay otro camino, y que, abandonado éste, lo demás conduce al abismo.

Pues bien, por faltar eso, el arte enfermó. Los impresionistas no se preocuparon de ir en profundidad, pero se mantuvieron dentro del equilibrio: la naturaleza y el artista. Después, ya bajando desde 1900 se abandonó eso.

Por ejemplo: si contemplamos una línea vertical, como que tenemos, diríamos en sí, el sentido de la verticalidad, presto nos daremos cuenta de si, la tal línea, se inclina a la derecha o a la izquierda. Así podemos encontrar siempre el equilibrio. Pero, el artista que da un corte a la naturaleza (es decir, que la quiere olvidar) ya no posee más el sentido de la verdad de las cosas.

Los impresionistas fueron superficiales (no lo fueron en el mal sentido; pero pasemos eso), no llegaron a lo abstracto. Bien; pero, ¿y los griegos o los egipcios? Fueron abstractos, profundos, todo lo que se quiera, pero frente a la naturaleza, por su objetividad, puede decirse que es el sistema clásico. Grito es, pues, del romántico, ese yo que se yergue altanero proclamándose centro del universo; donde todo hará como demiurgo, a su antojo, cortando con el resto. Es el grito del diablo. El cual grito, al fin, se trocará en grito de desesperación.

Bien: estamos en eso. Toda la producción de los modernos, revela dolor, exasperación, desesperación. Contemplan los modelos antiguos, quisieran llegar a tal altura, y ante la impotencia, y siempre por inspiración del diablo, se cae en brazos de la extravagancia. Ya no hay ni paz ni salud en el arte; ya no hay nadie en serenidad para la contemplación; todos están con tal virus en la sangre; y hay morbo, enfermedad; y, lo peor, enfermedad en la psiquis.

Yo señalé el camino de la salvación: construir, pero sin olvidar la naturaleza. En eso, y sólo en eso, está el equilibrio. Y no darle más a la cabeza buscando un mito: algo que no existe por más que se busque: ¡lo nuevo, lo moderno, lo sensacional! ¿Será todo ello más que un fruto del orgullo? ¿Qué les pasó a los ángeles rebeldes? Que fueron precipitados al abismo. ¡Sublime alegoría!

Tales juegos, es claro, no han venido solos, como traídos al azar; ni tampoco la exaltación, la extravagancia y la locura, fueron traídas por la voluntad de los hombres; no hubieran medrado a encontrar terreno propicio. Ese episodio del arte no es, si bien se piensa, más que un detalle dentro de una mayor desorientación y desconcierto: el mundo está enfermo.

Prosperó todo eso porque era parte de lo otro: dieron fruto las peores semillas.

Yo no sé si ha llegado al máximo tal estado de cosas con respecto al arte, pero lo que hay de cierto es que hay una grande inquietud: miedo. Mucho dolor. Hay desesperación. Es que algo muere; algo se acaba irremisiblemente. ¿Y entonces?

(…)

Agosto 22 de 1948

Cuidado del texto a cargo de JOSÉ PEDRO BARRÁN y BENJAMÍN NAHUM

Prólogo de ESTHER DE CÁCERES

La recuperación del objeto. Tomo I. Montevideo. Biblioteca Artigas. Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. 1965. Págs. 48-51.

EL IMPRESIONISMO(FRAGMENTO)

Por: Pierre Francastel (1900-1970)

En 1867, al verse en la imposibilidad de tener acceso a la Exposición universal, Manet decidió realizar, siguiendo el ejemplo de Courbet, una exposición privada de sus obras al margen de la manifestación oficial. Pues esta vez, después de cierto alivio de la tensión en los Salones de 1865 y 1866 que, como consecuencia de la cuestión de los Rechazados, aceptaron la Olympia de Manet, la Camille de Monet, paisajes de Sisley, Bazille, Pisarro y de las hermanas Morisot, la hecatombe era más radical que nunca. El Salón, presidido, sin embargo, por Théodore Rousseau, el antiguo proscrito, había rechazado los envíos de 2.000 pintores de los 3.000 que habían acudido. La Exposición universal, que presentaba, aparte, una retrospectiva desde 1855, había advertido con antelación a la mayoría de los pintores que era inútil que se presentaran. Manet, al que, incluso en el año de indulgencia de 1866, se le había rechazado Le Fibre y el Acteur tragique, sigue siendo el centro de las polémicas suscitadas en torno a la joven generación. Un artículo de Émile Zola –que firma Claude- publicado en L´Événement, predice su porvenir y le profetiza un puesto en el Louvre. Ante estos estímulos, y con el propósito de hacer frente a la adversidad oficial, decide, pues, llevar a cabo aquella exposición libre y privada. El prefacio del catálogo tan sólo reclama el derecho del artista a mostrarse ante el público. Pero el público se retrajo. Situado en el Quai de l´Alma, su barracón, vecino del de Courbet  -que vuelve a empezar- tuvo un fracaso completo, total, radical.

En aquel año fue cuando Manet conoció en el Louvre a Berthe Morisot, quien pronto, en calidad de alumna y de modelo, se convirtió en asidua de su taller. Todos están de acuerdo en decir que fue ella la que condujo a Manet al Impresionismo. ¿Por qué ha de privársele de este modo a Manet del mérito de ser uno de los activos creadores del movimiento? Nos contestan que, antes de conocer a Berthe Morisot y a Claude Monet, Manet no pintaba “al aire libre”: su Déjeuner sur l´herbe están realizadas totalmente fuera, de acuerdo con la nueva doctrina. Sin embargo, desde los comienzos de su carrera de pintor, se encuentran en su obra tentativas muy concretas –magistralmente realizadas- para reflejar el efecto de descomposición de una potente luz sobre una multitud congregada a cielo abierto –lo cual constituiría uno de los objetivos favoritos de los Impresionistas, diez o quince años más tarde-. (…)

(…)

A pesar de esta acogida, los impresionistas no se desalentaron en su propósito de mostrar periódicamente sus obras. Dos años más tarde, se abría una nueva exposición y luego, en 1877, una tercera. Al decir de Georges Riviére, amigo de Degas y asiduo de los cafés donde se reunían los círculos artísticos y literarios del momento –la Brasserie des Martyrs, la Nouvelle Athénes, donde Manet acudía casi a diario a encontrarse con Degas, Marcelin Desboutin, Forain, Lamy y algunos más-, esta exposición, la más importante de todas, fue un éxito. El público, ciertamente, no cesaba en su hostilidad, y los periodistas continuaban con sus bromas; pero el grupo de amigos se ampliaba y las voces que confesaban su simpatía por los reprobados eran cada vez más numerosas. Las cuarta exposición en 1879, acusa algunas bajas: Cézanne, la pesadilla de los críticos, que ya se abstuvo en 1876, se abstiene de nuevo, seguido de Renoir y Berthe Morisot. Pero, sea por curiosidad, o por verdadero interés, el número de visitantes creció hasta alcanzar la cifra de 15.400, y de allí en adelante, una tras otra, las exposiciones impresionistas constituyen acontecimientos parisienses. En 1880 es Monet quien se abstiene, en puertas de una exposición particular de sus obras, en común con Rodin. Renoir y Sisley, recibidos el año anterior en el Salón Oficial, también se abstienen, y es Pisarro, secundado por Degas, quien se convierte en el jefe del grupo. Introduce en él a Gauguin, que en lo sucesivo habría de exponer con ellos. Cézanne, principal obstáculo para el éxito del grupo, se había retirado de la vida parisiense y es olvidado.  En 1881, no quedan, de los fundadores, más que Degas, Guillaumin, Berthe Morisot, Pisarro y Henri Rouart, pero el grupo se enrique con Mary Cassatt y Forain; en 1882 se les encuentra de nuevo a todos agrupados, a excepción de Degas. En esta ocasión exponen bajo el nombre de “Artistas Independientes” y el “Salón de los Independientes”, fundado dos años más tarde y que sigue funcionando, adopta ese nombre. Las ventas van mejorando.

Con la colaboración de GALIENNE FRANCASTEL

Versión española SOFÍA NOEL

Historia de la pintura francesa. Desde la Edad Media hasta Picasso.  Madrid. Alianza Editorial. 1989.  Págs. 302-303, 313-314.

IMPRESIONISMO OBJETIVO

Por: Mark Rothko (1903-1970)

Hemos apuntado que, en este sentido, el impresionismo del último cuarto de siglo XIX inició el movimiento, alejándose de la aceptación de las apariencias concretas como nociones de la realidad. En este momento apareció Cézanne en escena, quien llegó a desempeñar un papel muy importante en el mundo de la filosofía plástica.

Podríamos decir que Cézanne fue una reacción a Monet. También podríamos decir que desempeñó el mismo papel en cuanto a las leyes del impresionismo que los artistas renacentistas jugaron en su época al desechar la manifestación de las leyes de la perspectiva como objetivo del arte. Cézanne era esencialmente pragmatista. Vio claramente que con la búsqueda de las preocupaciones de Monet todos los fenómenos visuales se desintegraban en una serie de borrones igualmente matéricos; que significaban la disolución total de la realidad, pues el resultado sería una verdadera monotonía en la que lo semejante aniquilaría todas las diferencias; una situación que no concuerda con nuestra consciencia consciente. Pues él sabía que el hombre era sensible a las limitaciones, a las diferencias de peso o a las formas claramente diferenciadas, y a una variedad de propiedades intrínsecas. Sabía que una piedra angular de la vida mental era la apercepción de las distinciones basadas en la referencia a las similitudes y que el énfasis en la uniformidad lleva a la muere de la conciencia de los contrastes. Así, aumentar la conciencia de los contrastes sería una herramienta para resaltar aún más la realidad de nuestras percepciones sensitivas; que se con este fin que deberíamos emplear nuestros recursos plásticos antes que utilizarlos para disolver las diferencias.

Puesto que la preocupación de Cézanne era sobre todo conferirle mayor cualidad tangible a la existencia física de los objetos, en particular, la demostración de esa existencia a través del peso, encontramos que el proceso desarrollaba una serie de manifestaciones que apuntan a las corrientes de arte que habrían de seguir. Cézanne no estaba interesado en la apariencia de los detalles de los objetos. Su pintura era una demostración de cómo percibimos o captamos la abstracción de la verdadera existencia del peso de los objetos como unidades. Fue una reacción a la disolución de la unidad de formas concretas que había encontrado en el impresionismo de Monet. De ahí que podamos llegar a decir que su pintura era la demostración de la abstracción de las diferencias de peso, pues sólo era a través de la representación de volúmenes comparativos que pudo plasmar este tipo de forma en los detalles. Por consiguiente, su manifestación reducía sus formas concretas a abstracciones, como si fuera ésta la manera en que mejor podía transmitir la imagen clara del relieve estructural. Y así, inusitadamente, señaló la dirección en la que más tarde se desarrollaría el arte: hacia un equivalente plástica de la noción de Platón de las ideas abstractas. Puesto que él también utilizaba el color de forma estructural a fin de realizar su apercepción de la existencia de color, necesitaba descubrir la función estructural del color.

Cézanne no era ciego a los corolarios que surgieron a raíz de sus inquietudes. Pues a medida que se desarrollaron, modificó los factores, uno por uno, al demostrar el uso de estas nuevas técnicas. Empezó intentando crear una sensación de relieve con el método de un escultor, realizando un verdadero relieve escultural mediante el uso del impasto o emplaste. Aumentó la sensación de relieve introduciendo estas prominentes masas acumuladas en el espacio por medio del color. Más tarde, abandonó este método porque cayó en la cuenta de que el color en sí tenía una función táctil y, por lo tanto, este tipo de relieve físico era innecesario. Descubrió que la sensación se veía muy directamente afectada por la cualidad del color en sí. También se dio cuenta de la naturaleza de lo que estaba demostrando y por ello explicó su empleo de las formas como abstracciones. En este sentido, Cézanne comprendió y expuso la función simbólica de todos los elementos de sus cuadros y, más tarde, lo vemos abandonando su romanticismo -es decir, la representación de la emotividad humana- por una sensualidad plástica y táctil.

En otras palabras, la suya fue una reacción a la noción de fluctuación y una reafirmación del principio de estabilidad. La tarea coloraria consistió en la reafirmación de la importancia de la estabilidad del equilibrio supremo de todo el cuadro y de todos los recursos de distorsión y abstracción. Esto también se tradujo en una inmovilidad general que incluso confirió a su representación de organismos vivos.

Sin embargo, siempre fue impresionista. Pues, al igual que otros, estaba interesado en la reafirmación de la realidad por medio de la luz que es el transmisor de la realidad al hombre, el medio por el cual el hombre reconoce la realidad del universo de las apariencias. Por lo tanto, mientras despojaba las formas de las apariencias, seguía reteniendo sus particularidades porque nunca perdió de vista su objetivo original y sempiterno: la reafirmación de la realidad visual del mundo, de la realidad de las cosas que aceptamos como reales según nuestra experiencia visual. Su uso de los factores abstractos estaba destinado a incrementar la sensación del mundo de las apariencias. Este uso era directamente opuesto al de aquellos que desarrollaron sus métodos para demostrar la participación de la experiencia en las generalizaciones del mundo de las ideas.

Cézanne también consiguió la reconstrucción de la pintura. Como ya hemos dicho, su propósito era reafirmar la realidad del mundo de las apariencias. Esta realidad no era simplemente la de los objetos concretos, sino que había también que aplicarla a las interrelaciones de éstos. Lo cual era posible porque la generalización de la validez de la apariencia significaba que la percepción de la solidez de todas sus interrelaciones tuviese la misma validez. Por tanto, trasladó esta solidez a cada centímetro cuadrado del cuadro. Esto fue, a su vez, una reacción a aquellos que disolvieron lo concreto tanto del espacio como de los objetos contenidos dentro de él, convirtiéndolo en incertidumbres del romanticismo. Los pintores, al poner excesivo énfasis en el estado de ánimo, se tornaron descuidados al representar la realidad de aquellos elementos a los que aplicaban su estado de ánimo. Las partes que no eran tan importantes como el objeto central de sus ilustraciones románticas las fueron descuidando cada vez más. La pintura se había convertido en la extensión del estado de ánimo a los objetos perceptibles, cuando ya no había más objetos que pudieran recibir tales extensiones. En este sentido, el arte de Cézanne era una protesta en dos direcciones contra la disolución del mundo de la materia; argumentaba en contra del sacrificio de lo táctil a favor de la emoción romántica, aun cuando éste contradecía la disolución de la apariencia táctil, es decir, se alejó de la manera en que Monet y otros había divido la apariencia táctil a través de la representación de la mecánica de la visión.

En este sentido, él era exactamente opuesto a los pintores que vinieron después de él. Porque él era consciente del mundo de las apariencias y dedicó su vida a la reafirmación de la existencia de ese mundo. Sin embargo, sus seguidores, aunque se imbuyeron de su predilección por la integridad estructural y la continuaron, abandonaron el mundo directo de las apariencias e intentaron ratificar esa integridad estructural mediante referencias a la generalización de las formas.

Traducción MARÍA ISABEL ABDALA BASILA 

La realidad del artista. Filosofías del arte. Madrid. Editorial Síntesis. 2004. Págs. 176-179.

CABALLO, DANZA Y FOTO (FRAGMENTO)

Por: Paul Válery (1871-1945)

El caballo anda de puntillas. Cuatro uñas le llevan. Ningún animal tiene tanto de primera bailarina, de estrella de la compañía, como un pura sangre en perfecto equilibrio al que la mano del jinete parece mantener suspenso mientras avanza a pasitos a pleno sol. Degas lo ha pintado de un verso; dice de él:

Nerviosamente desnudo en su falda de seda

en un soneto muy bien hecho en el que se entretuvo y se afanó en concentrar todos los aspectos y funciones del caballo de carreras: adiestramiento, velocidad, apuestas y fraudes, belleza y elegancia suprema.

Fue uno de los primeros en estudiar las verdaderas figuras del noble animal en movimiento por medio de las fotografías instantáneas del mayor Muybridge. Por lo demás, amaba y apreciaba la fotografía en una época en que los artistas la desdeñaban o no osaban confesar que se servían de ella. Las hizo muy bellas: conservo celosamente cierta ampliación que me dio.

Junto a un gran espejo puede verse a Mallarmé apoyado en la pared, y a Renoir en un diván sentado enfrente. En el espejo, en estado fantasmal, se adivina a Degas y el aparato, y a la señora y la señorita Mallarmé. Nueve lámparas de petróleo y un terrible cuarto de hora de inmovilidad para los modelos fueron las condiciones de esta especie de otra maestra. Tengo ahí el retrato de Mallarmé más hermoso que haya visto, dejando aparte la admirable litografía de Whistler cuya ejecución fue para el modelo otro suplicio soportado con toda la gracia del mundo: durante cantidad de sesiones debió posar casi pegado a una estufa, y encima encendida, sin osar quejarse. El resultado valió el martirio. Nada más delicado, más parecido espiritualmente que ese retrato.

Los clichés de Muybridge ponían de manifiesto los errores que escultores y pintores habían cometido al representar los distintos pasos del caballo.

Se vio entonces lo inventivo que es el ojo, o más bien cuánto elabora la percepción lo que nos ofrece como resultado impersonal y cierto de la observación. Toda una serie de operaciones misteriosas intervienen entre el estado de manchas y de cosas u objetos, coordinan lo mejor que pueden datos brutos incoherentes, resuelven contradicciones, introducen juicios formados desde la primera infancia y nos imponen continuidades, asociaciones, modos de transformación que agrupamos bajo los nombres de espacio, tiempo, materia y movimiento. De modo que se imaginaba al animal en acción cuando se creía verlo; y si se examinaran con la suficiente sutileza esas representaciones de antaño quizás se encontrara la ley de las falsificaciones inconscientes que permitían dibujar momentos del vuelo de los pájaros o de los galopes del caballo como se hubieran podido observar a placer: pero esos momentos interpolados son imaginarios. Se atribuían figuras probables  a esos veloces móviles, y no carecería de interés tratar de precisar, comparando documentos, esa suerte de creación mediante la cual el entendimiento colma las lagunas del registro sensorial.

En lo que concierne al vuelo de los pájaros, de paso diré que la fotografía instantánea ha corroborado las imágenes que de él habían dado Leonardo da Vinci en sus croquis y los japoneses en sus estampas, uno quizás por reflexión, y los otros acaso por sensibilidad y paciencia en la observación.

Degas encontraba en el caballo de carreras un tema raro que satisfacía las condiciones que su naturaleza y su época imponían a su elección. ¿Dónde encontrar algo puro en la realidad moderna? Pues, bien, el realismo y el estilo, la elegancia y el rigor se acordaban en el ser lujosamente puro del animal de raza. Aparte de que nada podía seducir mejor que esa obra maestra angloárabe a un artista tan refinado, tan difícil y tan amante de la preparación prolongada, la selección exquisita y la finura en el montaje. Degas amaba y conocía el caballo de montar hasta el punto de reconocer los méritos de artistas muy distantes de él cuando en sus trabajos encontraba el caballo bien estudiado. Un día en Durand-Ruel me tuvo muchísimo tiempo ante una estatuilla de Meissonier, un Napoleón ecuestre en bronce, de un codo de alto, y me estuvo detallando las bellezas o mejor exactitudes que reconocía en esa pequeña obra. Caña, cuartilla, menudillo, planta, cuartos traseros… Hubo que oír todo un análisis crítico y finalmente elogioso. También me elogió el caballo de la Juana de Arco de Paul Dubois que está delante de Saint-Augustin. Se le olvidó hablar de la heroína, cuya armadura es tan exacta.

Traductor JOSÉ LUIS ARÁNTEGUI

Piezas sobre arte.  Barcelona. Visor Distribuciones. 1999. Págs. 40-42.

EL MUSEO DE NANTES

Por: Claude Monet (1840-1926)

-Este otoño visité su museo de Nantes. Hacía años que mi viejo amigo Clemenceau insistía en que fuera a visitarle a su pueblo, en Vendée. Y un buen día decidí acercarme. En mi camino de regreso paré en Nantes para ver el admirable retrato de Ingres, Madame de Sennones.

Se dice que el retrato fue rajado por el cuñado de la modelo, que se oponía a la boda del Vizconde Alexandre de Senonnes con esa fofa y desconocida romana. Cierto es que el lienzo tiene una herida a la altura del cuello de la señora. Una herida apenas perceptible que no enturbia un cuadro que bien podría considerarse la obra maestra de Ingres. Lo eché en falta en la exposición antológica organizada en 1920 en rue de Ville-l´Éveque. Me habría gustado ver Madame de Senonnes junto a Monsieur de Villers, ese retrato en negro y plata de la colección Bernhein-Jeune. Nunca logró Ingres tanta excelencia con tanta sencillez.

El museo cuenta también con un Watteau muy particular y muy bello, la Marche de soldats… Por el contrario, no me gusta mucho el Courbet, Les Cribleuses de blé. Resulta deshilvanado, un tanto pesado. Pero no deja de ser una maravilla cuando se compara con el revoltijo acumulado en la sala de sus coetáneos. ¡Cuánto ganarían los museos si se deshicieran de no pocos cuadros!

Edición y traducción de PAUL CHATENOIS

La pintura desde el jardín. Conversaciones con Marc Elder.Madrid. Casimiro libros. 2012. Pág. 30.

AUGUSTE RENOIR (1841-1919)

Algunos de esos recién llegados habrían querido reanudar la cadena de una tradición cuyos inmensos beneficios sentían inconscientemente. Pero para ello era necesario aprender, ante todo, el oficio de pintor, y cuando uno está librado a sus propias fuerzas, tiene que partir necesariamente de lo simple para llegar a lo complicado, de la misma manera que, para leer un libro, es preciso comenzar por aprender las letras del alfabeto. Se entiende, pues, que, para nosotros, la gran búsqueda haya sido la de pintar lo más sencillamente posible.

*

Afuera hay una variedad de luz mayor que la del taller, que es siempre la misma; pero precisamente, afuera uno es apresado por la luz, no tiene tiempo de ocuparse de la composición; y además, afuera no se ve lo que se hace. Recuerdo que un día pintaba en Bretaña, bajo una cúpula de castaño, en otoño. ¡Todo lo que ponía en mi tela, negro o azul, era magnífico! Pero lo que hacía mi tela era la transparencia dorada de los árboles; en cuanto regresé a mi taller, con una luz normal, la tela se convirtió en una cosa vulgar […] Al pintar en medio de la naturaleza, el pintor llega a buscar sólo el efecto, a no componer ya, y muy pronto cae en la monotonía.

*

En la pintura hay algo más, que no se explica, que es lo esencia. Uno llega ante la naturaleza con sus teorías, y la naturaleza lo derriba todo […] La verdad es que, en la pintura lo mismo que en las otras artes, no existe un solo procedimiento, por pequeño que sea, que acepte ser ubicado en una fórmula.

Traducción directa de FLOREAL MAZÍA

Antología de escritos sobre el arte. Luz y moral. Paul Eluard. Buenos Aires. Editorial Proteo. 1967. Págs. 141-142.

 “Hay que escribir –afirmaba Deleuze– de forma líquida o gaseosa porque  la percepción normal y la opinión ordinaria son sólidas, geométricas”.  Creo que no existe otro grito de guerra que pueda definir mejor el compromiso que debe animar al escritor frente a la sordidez y al desencanto que produce la avalancha estremecedora de palabras y de proporciones sin sentido a las que  tenemos que asistir cotidianamente.  Por todas partes se nos bombardea con informaciones innecesarias.  Cada vez se hacen más confesiones que no conducen  a nada. Parece que el único fin de las palabras fuera acuñar soluciones parásitas, huecas, desprovistas de sentido y por tanto poseedoras de una gravedad contagiosa:  La imagen es todo, destape de la corrupción, fuerzas oscuras, claridad meridiana, el oficio del escritor, la lucha por el pueblo, investigación exhaustiva, ayudas humanitarias, la ebriedad de los poetas, la búsqueda de la verdad informativa, el diálogo histórico, escribir por necesidad, el encuentro consigo mismo, la obligación de acabar con las desigualdades sociales…  Expresiones corroídas, hijas del desgaste y del desatino.  Monedas de cobre.  Calderilla barata que se ofrece en la plaza pública con la misma dignidad del oro.  Siempre se ha dicho que el lenguaje es un sistema de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten.  Pero este pasado también nos condena.  Nuestra herencia politiquera no va más allá de discursos lastrados, afectados, en donde lo único que interesa es ocultar, maquillar, interferir de tal modo la palabra que finalmente convierte en algo absurdo lo que a ella se confía.  Aun muchos de nuestros escritores sólo buscan el lugar común,  cuando lo esencial de cualquier escritor es su poder de resistencia.   Ese poder ausente, aquel soñar particular que reinventa y a la vez cuestiona.  Algo así como una manera ejemplar de llevar la palabra hasta el límite donde estalla con el ímpetu de un haz de luz.  He aquí el por qué hablo de Levedad y al referirme a la escritura le señalo ese camino incuestionable.  Ser leve es tocar y salir.  Tocar la conciencia para despertarla asignándole una gran contundencia a las palabras.  Salir para dejar una impresión limpia y depurada.  La levedad es el acierto intangible.  Es el toque mágico con que el artista supera sus fantasmas para entregarnos una obra digna y libre de cualquier halago.  Máxime en estos tiempos de penuria donde es imperativo lanzar la palabra como una bola de nieve que arrastre el sin sentido que apesta y deforma el verdadero valor de la  expresión.  El escritor y el poeta deben siempre oxigenar.  Hay que decir las cosas de una manera efectiva, sin olvidar que la escritura está permeada por una búsqueda estética y a la vez por una gran preocupación ética.

Paul Valéry solía decir que el porvenir es de los renovadores y agregaba que el paraíso de los visionarios se encontraba en lo ilimitado.  El verdadero escritor no debe buscar la oscuridad, pero tampoco ha de temerle.  De lo único que debe huir es de la afectación.  Es necesario tomar conciencia del papel revelador de las palabras.  Es imperativo expurgar la más mínima expresión.  Hay que pulir, madurar.  La literatura propende hacia lo enigmático, hacia el terreno de lo indefinible para aclararlo.  Escribir bien debe convertirse en un recurso contra la facilidad.  La obligación del escritor es cargar las palabras con la mayor significación de las que les concede el idioma corriente y retener al lector en una especie de duelo, duelo que finalmente ha de producir ese estallido revelador que significa la lectura de un buen libro.  Y  para ello es imprescindible aprender a corregirse, a rectificarse.  Entre nosotros es una rara virtud el saber  esperar.  Y es que la escritura no alcanza su incandescencia y su dimensión verdadera sino en el asilo de un edificante silencio; sus más grandes destellos siempre han tenido algo de cosa secreta, insólita y salvaje.

Los buenos escritores tienen que descubrir la grieta profunda que separa el destino finito del hombre de sus potenciales infinitas y el instrumento no es otro que la palabra.  Valéry, al momento de escribir, se fundaba en su entrañable fórmula: nada me seduce tanto como la claridad.  Para Canetti las más bellas intuiciones de los poetas eran las aventuras olvidadas de Dios.  René Char amaba las palabras solas.  Como poeta, decía, vivo en una época anterior a la escritura, en la época del grito.  Creo que entre estos abismos oscila el péndulo de la escritura.  Y aunque sé que son injustificables las definiciones, cada vez se hace más palpable aquello de que el artista debe pensar que escribe sobre el agua y modela sobre la arena.  Ahora lo único que cuenta es el poder de aventurarse, de correr riesgos.  Ser a la vez incandescencia y abismo.  Ser vuelo y vacío.  Y para hacerlo hay que armarse de esa integridad y de ese júbilo que sólo puede darnos la comunión con las fuentes prístinas de nuestro inconsciente.  Algo así como desnudarse ante la hoja en blanco hasta alcanzar un grado tal de sinceridad que la palabra sólo nos devuelva  la chispa que ella misma produce, olvidándose de esa sombra que la moldea y que se llama escritor.  Si antes el artista hundía sus raíces a cien pies bajo tierra en busca de cenizas y de zapatos viejos, a nosotros nos corresponde elevarnos en búsqueda de turbulencias, o ser igual a libélulas que danzan y juegan sobre el agua.

La levedad debe ser la respuesta natural ante la manipulación y la grosería a la que constantemente se ve sometida la palabra.  Debemos ir en contravía de lo estático, de cualquier discurso pestilente.  El mayor vértigo de cualquier escritor es atravesar sus propios desiertos, o aprender a escribir con una tinta tan liviana que quien escriba se haga intangible, casi invisible.

Mecánica Celeste. Medellín. Marzo 2024. Nro 14. Pág. 3.

Ahí no hay vida. Hasta las palmeras son de cartón piedra. La música de los países fríos prevalece sobre la de tierra caliente. No nos sentimos en el trópico, sino en un salón de Viena. Nuestro patriarca de las letras pasó su otoño en el Danubio. El Caribe ya no le concernía. Hasta el mar es una sucursal del Mar Muerto. No se puede negar que el maestro tenía un exquisito gusto musical. Pero tantas notas de otras partes borran el color local de su última ocurrencia.  Hasta el billete de veinte dólares es falso. No nos convence su participación en un guion huero que carece de trama. Por todos sus diálogos circula sangre de telenovela. La frase del remate, que tiene pretensiones de acertijo de mago gitano, es un broche de oropel. No quiere decir nada. Los hijos de G.G.M., para tratar de resucitar a su padre, desenterraron un cadáver, y lo único que cobró vida fue el mercado. Más, más, dicen los ejecutivos de Random House. Más, más, dicen los bolsillos de Rodriguito y Gonzalito. Esos sí, muy vivos, Buendías con mentalidad de ejecutivo del año. En agosto nos vemos con los restos de un naufragio literario. Sorprende que ningún crítico se haya atrevido a cuestionar el valor de una novela que no es una novela. Si no llevara la firma de G.G.M. no estaríamos hablando de ella. ¿No se tratará de una creación de la I.A.? A la tecnología se le confió un reguero de notas mal pergeñadas y salió con una historieta que nos recuerda a Corín Tellado e Isabel Allende. Pero los críticos independientes se extinguieron. En su lugar, se impusieron los mercachifles de las grandes editoriales. “Gran obra”, dícese de cualquier bodrio que ostenta el sello de una empresa multinacional. Hasta los amantes de la protagonista son meros maniquíes. Tienen más verdad los amigos de Barbie.  “Novela magnifica”. “Nos atrapa desde el principio”. “El García Márquez que todos amamos”. “Los hijos del genio tomaron una sabia decisión”. “Habría sido imperdonable que una obra maestra hubiese quedado a merced del olvido”. Habría sido imperdonable privar a la sociedad de consumo de una mercancía milagrosa. Corran, corran, que se agota. Lo peor que le puede pasar a la inteligencia es la idolatría. Gabólatros somos y cada año peregrinamos a Macondo y nos postramos ante la sombra de un fabricante compulsivo de luces de Bengala. La crítica fue remplazada por el incienso. Y, como bien se sabe, el incienso embota los sentidos. Dejamos de pensar por nuestra propia cuenta. ¿Cómo va a progresar la literatura en un mundo de almas áulicas?  Estamos a merced de la dictadura literaria que impusieron las editoriales monstruosas. Esos tiburones son los que deciden qué libros debemos comprar y cómo juzgarlos. Para llevar adelante sus campañas mercantiles, se valen de los “grandes autores” que ellos editan y promocionan. Sin ningún pudor, “los grandes autores” se pasan a la publicidad. Y lo hacen tan bien, que nos preguntamos si no se habrán equivocado de destino. No hay vida en la isla que queda en un lugar improbable del Danubio. La novela póstuma de G.G.M. respira tanta vida como la madre de su protagonista. Al final, como si fuera necesario, el autor nos arroja a la cara un puñado de cenizas. Lo que hizo a lo largo de su folletín. Huesos, muerte, nada. De milagro, ese librito no se nos deshace entre las manos. Rodriguito y Gonzalito, felicitaciones: desenterraron ustedes una guaca.

Mecáncia Celeste. Medellín. Marzo 2024. Nro 14. Pág. 7.

AURORA (1887)

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

481.

Dos alemanes.- Si comparamos a Kant y Schopenhauer con Platón, Spinoza, Pascal, Rousseau, Goethe, no en el talento, sino en el alma, se advertirá que los dos primeros pensadores quedan en posición desfavorable: sus ideas no representan la historia de un alma apasionada, no hay en ellas una novela que adivinar, nada de crisis, de catástrofes, de horas de angustia; su pensamiento no es al mismo tiempo la biografía involuntaria de un alama; en el caso de Kant es la de un cerebro y en el caso de Schopenhauer la descripción y el reflejo de un carácter (de un carácter inmutable), y en ambos el placer que produce por sí mismo el espejo, es decir, la alegría de hallar una inteligencia de primer orden. Kant se nos presenta, al transparente detrás de sus ideas, honrado en toda la extensión de la palabra, pero insignificante; carece de amplitud y de potencia; ha vivido pocas cosas, y su manera de trabajar le roba el tiempo que necesitaría para vivir: no hablo, entiéndase bien, de groseros acontecimientos exteriores, sino de las oscilaciones y los destinos a que está sujeta el alma más solitaria y silenciosa, cuando tiene sus ocios y se consume en la pasión y en la meditación. Schopenhauer tiene cierta ventaja sobre aquel. Posee al menos cierta fealdad violenta del carácter, en el odio, en los deseos, en la vanidad, en la desconfianza; tiene inclinaciones más feroces, y por su parte tuvo tiempo y ocio para permitirse esa ferocidad. Pero le faltaba la evolución, lo mismo que faltaba a su círculo de ideas; no tenía historia.

Versión española de Pedro González Blanco

Aurora. Meditación sobre los prejuicios morales. Palma de Mallorca. Jose J. Olañeta. 1984. Pág. 178.

KANT, EL SER PARA OTRO Y LA METÁFORA DEL TEATRO

Por: Augusto Solórzano (19-)

El gran aporte que W. Gilpin y de U. Price hicieron para la conformación de una teoría alrededor de lo pintoresco fe el mostrar que la naturaleza no era algo trascendente, y que en razón de ello, ésta podía ser convertida en un motivo de placer cercano y asequible para todos. Esta idea fue precisamente la que dio origen a la conformación de un jardín paisajístico inglés (1) en el que aparta de hacer latente un discurso, un diseño y un intercambio de significados con la pintura, propicio también, un espacio para que todos aquellos objetos que escapaban a la regularidad de la forma fueran tenidos en cuenta por sus características singulares. Esta perspectiva ha sido la que ha despertado el interés de la gran mayoría de teóricos del arte, quienes se han inclinado más a evaluar la producción y los logros de los artistas de este período, que por estudiar la manera en que lo pintoresco –una vez logra liberar el ojo y la imaginación- configura un nuevo orden de la mirada que captará el mundo de una forma totalmente diferente, y que en razón de dicha configuración, emergerá una nueva manera de socialización entre los individuos fundamentada por lo agradable.

Tal vez la mejor manera para describir cómo los individuos se socializan a partir de este nuevo orden de la mirada y del deseo, sea a través de la metáfora del teatro (2) que también propone I. Kant para el campo de la ética y de la moral, la metáfora que por demás da cuenta de cómo la sociabilidad y la moralidad son fomentadas de forma directa e indirecta a partir del juicio del gusto (3)

La referencia que aparece en su famosa Antropología en el sentido pragmático, es muy sencilla: el mundo es una especie de teatro de lo humano en el que simultáneamente cada persona tiene un papel de actor y otro de espectador dentro de una gran obra llamada simplemente mundo. Podemos conocer el mundo en la medida en que asumimos el papel de espectadores, o bien, podemos tener este mundo a través del rol del actor. Interesa esta alusión aquí, ya que las formas de socialización que provienen de lo pintoresco están basadas en gran parte en esa simultaneidad y cambio constante de roles. A partir de esta convergencia es que emerge libremente la condición de ser para el otro, según la cual, cualquiera de nosotros, en un momento dado, puede ser convertido en motivo pintoresco o curioso para ser contemplado y disfrutado por alguien, bien sea en el rol de un actor que participa individual o colectivamente en una fiesta cuya ocasión es el espectáculo mismo o, sencillamente como espectador que registra al otro, a la naturaleza y a los objetos como simples motivos interesantes para ser observados.

Si se quiere entender la raíz de este problema (4), basta con volcar la mirada al ejemplo que propone Valeriano Bozal de aquel fotógrafo callejero, quien a pesar de ganarse difícilmente la vida, es captado por la mirada del ávido turista como un motivo más del paisaje: cuando el espectador visualiza la tarea del otro como una imagen pintoresca de labor placentera, borra de un tajo el esfuerzo doloroso, la miseria y el trabajo mismo. El otro es puesto en escena y es convertido en motivo de contemplación y gozo temporal para el deleite de quien lo observa. Los lazos pasajeros que a partir de esta experiencia se establecen tienen como esencia misma lo placentero, razón por la cual, predomina un acuerdo tácito de que uno se puede retirar a voluntad, unilateralmente, dado que no se ha establecido con la contraparte ninguna obligación. A través de este sencillo patrón de comportamiento es fácil darse cuenta de cómo el mundo es convertido en ese gran teatro cuya amplia escena nos es común a todos: en él todos somos un motivo pintoresco para alguien: cada persona o cada objeto de la naturaleza adquiere un sinnúmero de significaciones tributarias y de situaciones puntuales que varían de un momento a otro para sacar a flote la condición misma de lo pintoresco: el para otro como fuente potencial de la experiencia placentera.

Los juicios sobre lo agradable que provienen de lo pintoresco hacen que indistintamente cualquier persona u objeto (bien sean las calles de la ciudad, el paisaje urbano, o los tipos ciudadanos y, en general, cualquier objeto que esté dispuesto como un “motivo” que percibimos), sean convertidos de forma instantánea en ese ser para otro.

En ello consiste precisamente ese cambio substancial de la mirada, al que se hacía referencia líneas atrás: una vez ésta se libera del rígido marco que limitaba sus goces a objetos y situaciones específicos, la retina entra en caos intentando descubrir hasta los más ínfimos goces que se hallan plegados en las formas reveladoras de lo cotidiano. Por supuesto, se trata de una revolución del ojo que hace que éste se torne “hiperestésico, delicado y universalmente inclusive” (5) y que hace del otro una fuente proveedora de placer, o, como lo ha dicho recientemente Z. Bauman, un claro medio del tedio.

Tamnbién es a partir de ese cambio que sufre la mirada, que aparecen nuevas formas de sociabilidad mucho más ricas en experiencias insólitas y excitantes. En ese teatro metafórico en el que lo pintoresco suscita el goce inmediato, dicha sociabilidad, en tanto que es tutelada por el gran relato de la igualdad, se convierte en un tema general a todo el mundo moderno, y para que ello fuera posible, se hizo necesario que los juicios estéticos tomaran el carácter de transitoriedad y comunicabilidad. Al tiempo que la humanidad traza alianzas cada vez más fuertes con el sentimiento universal de la simpatía (6) crece también la facultad de comunicar universalmente nuestros sentimientos; se establece así ese vínculo de reciprocidad del que habla M. Maffesoli a través del cual, lo lógico empieza a perder cada vez más terreno frente al despliegue constante de pasiones y afectos; dos dispositivos que favorecen la comunicación, esto es, el poder estar juntos y el poder transmitir e integrarse proxémicamente con los demás en esa especie de ecología natural que pensó recientemente F. Guattari, en la cual, lo cotidiano una vez teje fuertes lazos entre el lugar y el espacio genera una sociedad cuyo único objetivo es el de evitar cuadricular, universalizar, la vida cotidiana.

En el epicentro está la ecología natural, la humanidad logra comunicar sus sentimientos íntimos de simpatía, gracias a que el gusto juzga las ideas éticas sensibilizadas, y son precisamente esas ideas éticas y de cultivo del sentido moral –las que según I. Kant- se constituyen en “la verdadera propedéutica para la fundamentación del gusto (7). Cuando las personas emiten en sociedad sus juicios de agrado emerge lo que él considera la socialidad sociable, un terreno en el cual, la libertad y la felicidad una vez convergen, se tornan análogas para fundirse en la unidad del pluralismo el gusto y del entendimiento humano. La socialidad sociable determina que los hombres pueden conocer mejor el mundo en tanto que pueden sumergirse enteramente en el terreno de lo empírico, un espacio en el cual no se necesita de las opiniones favorables de alguien para determinar si algo es bello o sublime. En este sentido, la socialidad sociable es el calidoscopio que amplía la presencia de lo pintoresco y le permite al hombre reafirmar los juicios transitorios del gusto que se manifiestan abiertamente en sociedad. A su vez, ésta opera como un mecanismo que hace que la libertad y naturaleza se hallen fuera del perímetro de ser instrumentalizados por alguien o para que ese alguien obtenga de ella beneficios por alguien o para que ese alguien obtenga de ella beneficios particulares: símil análogo al de la libertad y dela felicidad que opera en el teatro kantiano bajo la figura del simulacro del bien; en ella la idea de que el gusto se construye colectivamente y de que esté depende de un consenso en común, va en contravía de la mirada estética moderna de la subjetividad que consideró que la experiencia estética de gusto dependía enteramente de un constructo individual. La socialidad sociable en tanto que se opone a la figura del egoísta estético (8), hace posible que el juicio estético sea comunicable en la escena donde participan simultáneamente el actor y el espectador. Con ello se reafirma la reciente apreciación mafessoliana de que más allá de la simple socialidad natural existe una socialidad lúdica que estiliza la existencia del individuo y lo liga completamente a la cultura, la comunicación, el ocio, la moda, el tiempo libre, las relaciones laborales, la palabra compartida etc., y que ella es la que finalmente permite el estar juntos sin ocupación.

1. Retomando los diversos matices que tiene el jardín en los diversos países de Europa, vale decir que en el fondo, bien fuera en Francia, Inglaterra o la misma Holanda, la apropiación del paisaje dará cuenta de los procesos de distribución y apropiación de la tierra. Mientras que públicamente se disponían partes del paisaje para los procesos de producción, otras tantas eran destinadas a los intereses privados de los grandes potentados que hacen de la naturaleza un algo racional o romántico. El jardín pintoresco será plenamente concebido a finales del siglo XVIII y seguirá siendo representado mediante las fuertes pretensiones sensualistas heredadas de Lorraine. Pero a partir de una efectiva revolución avícola que se lleva a cabo en Inglaterra por esos mismos años, empezará un cambio sustancial en la forma de la representación del mismo. Alejándose de los tonos dorados que resaltaban la transformación de la luz del amanecer o del atardecer. Constable contrapondrá verdaderas masas de color que son captadas a plena luz del día. En ningún otro paisajista se encuentra un registro tan veraz del paisaje inglés en su quintaesencia. La forma como espacios cultivados y las grandes zonas verdes se interrelacionan con la arquitectura y forman un todo orgánico, denota tanto un grado racional de distribución territorial como una semantización de dichas vistas. De esta forma es que aparecen en Inglaterra una naturaleza ordenada con el “sentido común” que a la vez se torna altamente civilizada y a la vez idealizada. Raúl Cristancho, El paisaje barroco. Publicación Documentos de Historia y Teoría Textos [2], Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura- Programa de Maestría. Facultad de Artes, Universidad Nacional, sede Bogotá. 1999. pp. 50-55.

2. I. Kant considera que la ética es una obra de teatro, el simulacro del bien. Es la red social de la apariencia permitida. En opinión de Kant, los seres humanos actúan cada vez más a medida que progresa la civilización. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 193.

3. “Pero I. Kant añade también que dado que el gusto es ante todo la capacidad de juzgar las ideas éticas sensibilizadas, la verdadera propedéutica para la fundamentación del gusto sigue siendo la promoción de las ideas éticas y el cultivo del sentido de la moral. Lo último sigue siendo la tarea del hombre en soledad”. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 197.

4. Y así como en la filosofía esta condición empezaba a convertirse en un tema de interés, en el campo del arte sucede exactamente lo mismo. Un bello ejemplo de esta condición es registrado en un boceto sin fechar de Thomas Gainsborough. En él aparece en un primer plano un hombre solitario que reposa a la sombra de un árbol. En la mano izquierda este contemplador anónimo sostiene un espejo ovalado que dirige directamente hacia su cara sin que en él aparezca su reflejo. El espejo ovalado o espejo de “claude” (como fue llamado en esa época haciendo referencia a un supuesto espejo que había utilizado Claudio de Lorena para captar las vistas que más tarde representaría en su sobras) da cuenta de cómo el observador se abstrae completamente de la escena y convierte todo lo que allí se refleja en motivo de su disfrute. Esta situación es cada vez más frecuente en lo referente al turismo: el momento pintoresco emerge cuando el turista establece con el conjunto que observa unos vínculos visuales y emocionales que no van más allá  de lo meramente transitorio. Por encima de todo está el interés de disfrutar y descubrir las escenas simpáticas y curiosas que el lugar y la gente le ofrecen. Esta situación también nos lleva al corazón mismo de los cuentos infantiles de los hermanos Grimm, en los cuales el espejo ovalado cumple la misma función; la imagen que aparece en el espejo es el reflejo del otro, de otro que suscita el placer de la bruja tras corroborar que su belleza no ha sido superada por nadie más. En la película Shrek de 2020, el mismo genio del espejo está dispuesto en un ahí y un ahora para ofrecerle a un diminuto rey diversas posibilidades de elección sobre el conjunto de mujeres que habitan los otros reinos: mirar el mundo a través de este espejo es como si el observador estuviese por fuera del conjunto; el otro que aparece reflejado en el espejo se convierte en la fuente que genera mi placer confirmando así que el narciso ya no muere ahogado al intentar atrapar su propio reflejo, sino que, éste ahora se halla enamorado y seducido por el reflejo que los demás proyectan en ese espejo llamado mundo.

5. Estas tres características son enunciadas por Marshall Macluhan para referirse a los cambios substanciales que acarreó el hecho de transcribir el alfabeto fónicamente, cambios que bien puede ser equiparables con la revolución que trajo consigo a la mirada lo pintoresco y la inclusión del otro como motivo del disfrute. Marshall Macluhan, Comprender los medios de comunicación. Ed. Paidós. Barcelona, España. 1992. p. 101.

6. Basta con revisar el parágrafo sesenta y nueve de la Antropología pragmática de I. Kant titulado El gusto encierra una tendencia a fomentar exteriormente la moralidad, para evidenciar aún más cómo es que la comunicabilidad social del gusto se halla fuertemente ligada a la moralidad. Immanuel Kant, Antropología en el sentido pragmático. Ed. Revista de Occidente. Madrid, España. 1935. pp. 138.

7. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 195.

8. Por egoísta estético I. Kant entiende a todo aquel individuo al que le basta su propio gusto. Se trata de un individuo aislado que se priva de la idea ilustrada de progreso, y que se adula a sí mismo sin importarle la censura que los demás hagan de su gusto. Inmmanuel Kant, Antropología en el sentido pragmático. Parágrafo 2. p. 16.  

El tiempo de lo neopintoresco. “Un recorrido por las sendas de lo agradable”. Medellín. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana. 2008. Págs. 84-89.

CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

Por: Witold Gombrowicz (1904-1969)

Lección segunda

Lunes, 28 de abril de 1969

KANT: LAS CATEGORÍAS

Hay dos elementos que no pertenecen a la realidad exterior sino que son inyectados por nosotros en el objeto: el espacio y el tiempo.

El espacio no es un objeto, sino la condición de todo objeto posible.

El mismo razonamiento vale para el tiempo.

El tiempo no es una cosa que pueda experimentarse, sino que todas las cosas están en el tiempo.

Podemos imaginar muy bien el tiempo sin fenómeno, pero es imposible imaginar un fenómeno sin el tiempo.

El mismo argumento que con el espacio.

No podemos imaginar tiempos diferentes (como los objetos: mesa, silla). El tiempo es siempre el mismo, no proviene de nuestra observación del mundo exterior, sino que es una intuición directa, un saber intuitivo, es decir, un saber inmediato.

Hay que añadir que el tiempo es lo que hace posible los juicios sintéticos a priori en la aritmética. Las impresiones que tenemos del mundo exterior se suceden unas tras otras; esto es la aritmética: 1-2-3-4. La sucesión.

Los juicios sintéticos a priori se confirman en la experiencia, pues se realizan en el tiempo. Asimismo todos los juicios que pertenecen a la matemática son juicios sintéticos a priori que se confirman en la experiencia.

Analítica trascendental

La analítica trascendental tiene por objeto las ciencias físicas, porque la física reúne todo lo que sabemos acerca del mundo.

Repito: Kant no habla mucho de la conciencia, sino de la razón pura.

¿Por qué?

Porque se trata de un saber organizado, racional, que se manifiesta en la ciencia. Con ello llegamos a una inspiración kantiana muy buena que se parece a la revolución copernicana. Igual que Copérnico detuvo el sol y puso a la tierra en movimiento, Kant demuestra que sólo la correlatividad del objeto y el sujeto puede formar una realidad. El objeto debe ser tomado por la conciencia para formar la realidad en el tiempo y el espacio. En la física (Newton) tenemos un saber directo, referido, a priori, a las cosas.

Ejemplo: podemos afirmar para siempre (absoluto) que todos los fenómenos están sometidos a la ley de la causalidad o que, por ejemplo, la famosa ley de Newton, acción igual reacción [frase incompleta].

Una vez más: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la física?

El gran golpe de Kant: nuestro saber referido a las cosas se expresa mediante juicios.

Kant toma la clasificación de los juicios de la lógica de Aristóteles (que era válida en la época de Kant).

Los juicios de Aristóteles pueden clasificarse según:

1.º La cantidad. Ejemplo: juicios individuales que se refieren a un solo fenómeno. Pero si enunciáis un juicio como: “algunos hombre son blancos”, expresáis entonces un juicio particular.

También puede expresarse como juicio que todos los hombres son mortales.

2.º La cualidad. Juicios afirmativos A. Negativos B. Infinitos C.

(qué conduce a un juicio infinito: ejemplo, los peces no son pájaros).

El descubrimiento de Kant consiste en deducir –extraer- de cada uno de estos juicios una categoría.

Ejemplo: A. juicio afirmativo: “Usted es francés”

(categoría: LA UNIDAD).

B. juicio particular: “Algunos hombres son mortales”

(categoría de lo MÙLTIPLE).

C. juicio universal: “Todos los hombres son mortales”

(categoría del conjunto: TOTALIDAD).

La conciencia es elemento fundamental.

Objeto-sujeto: nada más.

1.º La  conciencia no puede ser un mecanismo, ni puede descomponerse en parte, puesto que no tiene partes. Es completa.

2.º La conciencia no puede estar condicionada por la ciencia. Ella es la que permite la ciencia, pero la ciencia no puede explicarnos nada de la conciencia.

La conciencia no es el cerebro, ni el cuerpo, pues yo soy consciente del cerebro, pero el cerebro no puede ser consciente.

CUIDADO: no hay que imaginar la conciencia como un organismo o un animal.

Hay una importante frontera entre la ciencia y la filosofía. La ciencia establece sus métodos y sus leyes mediante la experiencia, pero no es válida más que en el mundo de los fenómenos. La ciencia puede darnos la relación entre las cosas pero no el conocimiento directo de la esencia de las cosas.

A primera vista hay una contradicción, porque si la conciencia es elemento fundamental, ¿cómo puede ésta tener categorías? ¿Cómo podemos dividirla como si fuera un mecanismo analizado científicamente?

Las categorías y los juicios no pueden pertenecer a la conciencia.

En la obra kantiana la conciencia se juzga a sí misma. El problema fundamental de Kant es: ¿cómo es posible nuestro saber acerca del mundo? Precisamente es nuestra conciencia la que se da cuenta de la limitación de nuestra conciencia. Aquí podríamos pensar que retrocedemos un paso para formar otra conciencia que juzga a la primera. En este caso, una tercera conciencia debe juzgar a la segunda, etcétera (Husserl).

La conciencia no puede ser juez. La conciencia (según la definición de Alain), es saber que se sabe y nada más. E incluso esta definición es mala porque divide a la conciencia. La conciencia es indivisible e incondicional. En filosofía, a decir verdad, no puede decirse nada.

¿Qué son las categorías de Kant?

¿Son las condiciones que hacen posible la conciencia?

En Kant se da (en mi opinión) este proceso: la conciencia es juzgada por otra conciencia que va hacia atrás. Se trata solamente de establecer cuáles son las condiciones de esta primera conciencia para la segunda.

Se trata solamente de saber cuáles son las condiciones indispensables para esta segunda conciencia, para que la primera conciencia pueda ser pensada sin sus elementos. La conciencia, para nosotros, es imposible de imaginar.

Las categorías kantianas son la condición para el sujeto de ser consciente del objeto. Pero estas condiciones no pueden tener un sentido absoluto. Las categorías se nos aparecen como la condición de todo juicio de la realidad.

Es preciso decir (igual que para el tiempo) que las categorías están en nosotros. Somos nosotros los que podemos captar la realidad al inyectarle las categorías.

Nada ha quedad de estas hermosas teorías de Kant; ni siquiera ha permanecido la categoría más importante, que proviene del juicio condicional (hipotético) por ejemplo: “Si yo…, luego yo…”.

Pero ahora la filosofía se ocupa de algo distinto. Fueron descubrimientos formales, pero considerables puesto que revolucionaron absolutamente la concepción de la conciencia, de la relación sujeto-objeto y, por tanto, del hombre y del universo.

Prólogo de CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

Traducción de JOSÉ MARÍA VENTOSA

Curso de filosofía en seis horas y cuarto. Barcelona. Tusquets Editores. 1997. Págs. 35-41.

DE LO ARTÍSTICO COMO EXPRESIÓN DE LO INEFABLE

Por: Lucy Carrillo (19-)

El espíritu como facultad para conferir vida propia a la obra de arte se  funda en la capacidad de crear para ella un horizonte, un mundo propio cuyo carácter esencial reside en la inagotabilidad de lo que la obra de arte como mundo autónomo nos dice desde su propia interioridad. No se trata de que tal inagotabilidad consista en la imparable posibilidad de determinaciones objetivas que pudiéramos dar al objeto representado, pues, en ese sentido, cualquier cosa natural que no esté representada necesariamente de modo artístico, está expuesta a incontenibles modos de cuestionamiento acerca de cualquier verdad que respecto a ella nuestra actitud cognoscitiva esté dispuesta y preparada para desentrañar. La inagotabilidad de lo que nos dice una obra de arte consiste en la posibilidad infinita de repetir la experiencia estética, repetición que no puede nunca ser la misma, la cual significaría que la experiencia estética de la misma se podría agotar, gastar o terminar. Más bien la reiterabilidad de la experiencia de una obra de arte consiste en la posibilidad de hacer de la obra una experiencia nueva en cada oportunidad y, por tanto, cada vez una experiencia irrepetible. La manifestación del espíritu como principio vivificante de una obra de arte, es su manifestación mediante ideas estéticas (1) cuya esencia percibimos como lo innombrable, lo indecible que mora en la obra de arte. El fondo mismo del mundo expresado en el arte es todo cuanto en la obra reluce como inefabilidad, porque todo cuanto nos sea posible decir y nombrar jamás agotará lo puesto de manifiesto en él.

Las ideas estéticas que un genio expresa en su obra están preñadas de lo que sólo podemos sentir como el espíritu de lo más recóndito de nuestro ser. En la consideración de esas ideas, nuestra mirada se enzarza en un laberinto indescifrable en conceptos, que de todos modos penetramos, y que superándonos a nosotros mismos podemos apreciar la grandeza del genio puesta en la obra. Genialidad que concebimos como renovación y ampliación de lo nombrable en virtud de la técnica capaz de engendrar ese movimiento interior de las formas que, percibido desde el punto de vista de su exterioridad, nos mueve a trasladarlo al punto de vista de nuestra propia interioridad; genialidad, entonces, que nos mueve a percibir las formas, por así decir, ya no con la mirada corpórea sino a través de una mirada espiritual (2)

Todo cuanto en la obra reluce como inefabilidad es lo que la hace obra de arte. Y esta inefabilidad no tiene nada que ver con lo que a primera vista nos parece en ella exótico o con lo que nos habla de su mayor o menor antigüedad, pues lo que pudiéramos llamar exótico o antigüo de una obra de arte lo podemos conocer por la historia del arte. Ciertamente, conocer el lugar y la fecha de los que proviene una obra nos ayuda a entender lo que en ella hay de fáctico, pero no a penetrar en el espíritu de la misma. Indudablemente todo artista genial es humano de su tiempo y como tal se expresa mediante el lenguaje del arte de su tiempo. En ese sentido, lo que hace grande al arte de cualquier tiempo no reside en lo que en él podamos leer como mera historiografía o verdad histórica, sino más bien en lo que en cada obra –si hablamos de las obras maestras del arte- se revela como lo que va más allá de lo que es la concepción del mundo de una determinada cultura en una determinada época histórica. Si bien es cierto que toda obra de arte es susceptible de ser considerada desde la perspectiva de la Historia o de una tradición cultural, de todos modos lo que hace obra de arte a esa obra es su magistralidad, que a su vez se muestra en su ejemplaridad, en cuanto ésta no es mera reproducción de la maestría de sus antecesores, sino “sucesión” en tanto “expresión correcta del influjo de un creador ejemplar en ella” (3), para citar un caso, tal como lo expresa la ejemplaridad del arte medieval en el prerrafaelismo.

Si se puede afirmar que en las ideas estéticas expuestas en una obra se alberga la originalidad y ejemplaridad de la misma, es porque ellas son la vida de la obra, capaces de soportar el paso del tiempo. Es propiamente la espiritualidad de la obra que escapa al tiempo de la historia la que es capaz, a la vez, de traducir la profundidad del mundo del cual surgió. Sentimos que participamos de ese mundo, que lo penetramos con nuestra propia interioridad, pero no porque la obra nos diga explícitamente cómo vivía, cómo sentía, por qué se luchaba o qué se buscaba realmente en esa época histórica, lo cual –obviamente- también puede ser dicho o puesto de manifiesto por la obra. Pero no se trata de eso. Se trata más bien de que mediante la espiritualidad del arte llegamos a comprender el espíritu de los tiempos: en el espíritu mismo de los anhelos de los humanos de aquellos tiempos, que son en el fondo los mismos indecibles anhelos de los humanos en todos los tiempos.

No es la verdad histórica ni el exotismo ni la antigüedad de una obra lo que nos pueda dar cuenta acerca de aquello en lo que consiste su inefabilidad. En tanto lo inefable de una obra se substrae a lo explicable y factible, podemos decir que es lo que en la obra nos desconcierta en la medida en que tiene el poder de arrancarnos de la inmediatez de las urgencias de la cotidianidad. Es lo que invoca en nosotros un especial modo de mirar y nos mueve a transformar nuestra actitud. No quiere decirse con esto que lo sorprendente o extraño con que la obra puede aparecer, sea una acometida contra la lógica inmanente al apercibirnos de las cosas y de nosotros mismos. Si esta lógica fuera violentada, no podríamos apercibirnos de la peculiaridad de la manera como en realidad la obra nos habla y logra disponernos a acogerla, a colocarnos en el horizonte de su propio lenguaje, sólo inteligible en su plenitud a la reflexividad de nuestra actitud. Por eso no escuchamos una sonata de Brahms del mismo modo que meramente oímos el ruido del tráfico en la calle; no contemplamos un cuadro de Rembrandt del mismo modo que miramos la primera plana de un diario; nos sumergimos en el mundo del cine de Marcel Carné de una manera que nada tiene que ver con ese librarnos al entretenimiento que nos da una serie de televisión. Es lo que hay de inefable en la música de Brahms, en la pintura de Rembrandt o en el cine de Carné lo que nos enajena de la mera facticidad, lo que nos transporta a nuestra propia, indecible interioridad; lo que tiene el suficiente poder para imponérsenos en su soberanía  que está lejos de solicitar alguna explicación o interpretación.

Toda obra de arte tiene, ciertamente, un aspecto objetivo que no se puede desconocer. Bien podemos preguntar, como de hecho lo hacemos, qué representa una pintura de Pollock o qué quiere decir un poema de Tristán Tzara. Lo representado en la obra siempre será objeto para el entendimiento; pero no es meramente lo representado lo que nos traduce el espíritu de la obra. Sólo el modo como aparece lo representado, su composición, habla de la espiritualidad de la obra. Concebimos como difíciles de comprender las obras en las que lo representado no es identificable, tal como puede suceder con la pintura de Pollock o de Mondrian o con la música de Stockhausen o Pierre Boulez que no tiene ningún parecido con los esquemas armónicos de la música a que estamos habituados, y esa dificultad es propia de todas las artes contemporáneas que conservan el espíritu propio del llamado arte abstracto (3)

En la consideración del arte abstracto como arte de las formas puras sentimos que nos es totalmente imposible la identificación, la mínima determinación de lo que este arte representa. Y es esto, precisamente, lo que evidencia que el lenguaje propio del arte no está dirigido al entendimiento, porque no busca en modo alguno la explicación o interpretación. Y, sin embargo, sí se necesita educación del gusto para acceder a la transparencia de la espiritualidad expresada en las obras de arte. Sólo por esta educación podemos adquirir familiaridad con las dificultades con que a primera vista se nos ofrece el arte. Necesitamos, por ejemplo, familiaridad con las dificultades con que a primera vista se nos ofrece el arte. Necesitamos, por ejemplo, familiaridad con el espíritu de la música para disfrutar de las disonancias de la música de Stockhausen. Si nuestros oídos están habituados a los esquemas armónicos y melódicos propios de la música de los siglos XVIII y XIX, sentiremos como imposible, sin una previa preparación, sumergirnos en el mundo de la música de Bartok, Schöenberg o del propio Stockhausen. Pero esta educación no tiene nada de común con el esfuerzo y el trabajo que supone la tarea de llegar a manejar los elementos formales de la composición musical o, en general, con el aprendizaje de técnicas especializadas o el hallazgo de explicaciones fundamentadas. Una educación del gusto musical es más bien aprender a escuchar, a dejarnos interpelar y llevar por el flujo de las diferentes tonalidades de los diferentes sonidos en el juego de los mismos y que responde, en todos los casos –tanto en Bach como en Bartok, en Chopin como en Stockhausen- a esquemas compositivos que sostienen y expresan la espiritualidad propia del mundo de la música (4). En el fondo, nuestra experiencia de todas las artes es como nuestra experiencia de la música: la dificultad del esquema que da curso al espíritu de la música, es decir, la composición –por más complicada que ésta sea-, se diluye en lo que ella expresa propiamente, en el modo como está dispuesta esa composición, despertando en nosotros cierta calidad de representaciones y estados de ánimo a los que nos entregamos, en los que nos vamos sumergiendo más profundamente, en la medida en que transcurre, de tal modo que para esa actitud de entrega a lo representado no subsiste ya más una dificultad, porque lo representado en el modo de su representación habla de modo transparente al ánimo que sólo quiere escuchar.

El espíritu de la obra revela el espíritu que hace al genio: la liviandad o gravedad de la obra de arte le es transferida por la liviandad o gravedad del espíritu que anima las facultades de su creador, por lo que sustenta el mundo mismo que es y tiene el propio autor de la obra. Ahora bien, el mundo que cada uno de nosotros tiene depende en su objetividad del vuelco de nuestra interioridad en la exterioridad del mundo que conocemos. Pero el mundo que cada uno de nosotros somos, si bien mediado por el mundo exterior, es animado por ideas inexponibles y sólo concebibles como inagotabilidad de posibilidades aprehensibles como raudo juego de las representaciones de nuestra imaginación. De este modo, el espíritu que la obra de arte expresa, expresa lo que hay de común entre el mundo del artista y el mundo de cada uno de nosotros: la espiritualidad de una obra de arte es lo que ella irradia en la superficie de su pura forma, que sentimos como su profundidad. El espíritu de la obra llega a ser en virtud del espíritu del artista, aunque para llegar a ser plenamente una obra de arte, la obra tiene que apelar al propio espíritu que da vida al ánimo del espectador.

El artista impregna de espíritu su obra, pero ese espíritu sólo se expresa a quien contempla la obra: Rembrandt ha puesto su mundo en su obra, por ejemplo. Luego, cuando contemplamos a El hombre del yelmo de oro nos sumergimos en el mundo de Rembrandt como si ese mundo nos hablara de la profundidad del mundo del artista, la de nuestro propio mundo. Y, sin embargo, la inagotable profundidad del mundo del artista, la de nuestro propio mundo, y la del mundo de la obra no son lo mismo: el mundo del artista es lo que confiere una especial espiritualidad a su sobras, la peculiar atmósfera que en ellas respiramos, lo que ellas nos sugieren, hacia donde ellas arrastran nuestro ánimo librado de él. La profundidad del Mundo que tenemos y que somos nosotros mismos reside en el vigor de la infinitud de los anhelos apenas presentidos de plenitud, en el afán de su realización que, no obstante, no llegará a realizarse jamás. En cambio, la inagotable profundidad de las obras de arte consiste en su ser inabarcable, inacabable, que sentimos de todos modos como plena realización en cada experiencia de ellas.

Ya sea en parte don de la naturaleza, en parte espíritu, lo que impregna a la obra de arte de esa inagotable profundidad, de todos modos ella no llegaría a ser obra de arte si no contara entre los elementos que la constituyen al gusto, en tanto fundamento de la posibilidad de su propia expresión.

1. Una idea estética es “una representación de la imaginación que da mucho que pensar y que, no obstante, ningún pensamiento determinado puede llegar a serle adecuado, es decir,… ninguna lengua puede alcanzar plenamente ni hacer comprensible” (CJ, 49, B 195)

2. “Toda obra de arte es hija de su tiempo, pero madre de nuestros sentimientos… el artista procura despertar los sentimientos más sublimes e innominados… de una delicadeza que las palabras no pueden  jamás llegar a expresar”. W. Kandinsky: De lo espiritual en el arte, Buenos Aires, 1957, pp. 14ss.

3. “El arte como arte puro de la forma es lo que se repite en todas las configuraciones del “arte abstracto”. Porque este arte es arte de la forma, del arte abstracto es arte puro… esto lo podremos comprender en la medida en que reflexionemos sobre lo que Kant ha pensado y constituye la esencia del arte”. Walter Bröcker: Was bedeutet die Abstrakte Kunst?, Kantstudien 48, 1956-1957, p. 487.

4. Cfr. CJ, 53, B 219s.

Tiempo y mundo de lo estético. Sobre los conceptos kantianos de mundo, tiempo, belleza y arte. Medellín. Editorial Universidad de Antioquia. 2002. Págs. 43-49.

POESÍAS

Por: El conde de Lautreámont (1846-1870)

I (FRAGMENTO)

La feroz rebelión de los Troppmann, de los Napoleón I, de los Papavoine, de los Byron, de los Víctor Noir y de las Charlotte Corday será mantenida a distancia de mi severa mirada. Aparto con un ademán a esos grandes criminales, con méritos diversos. ¿A quién creen engañar aquí?, pregunto con una lentitud que se interpone. ¡Oh caballitos de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Fantoches de tripa! ¡Cordones usados! Que se acerquen los Conrado, los Manfredo, los Lara, los marinos parecidos al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los Yago, los Rodin, los Calígula, los Caín, los Iridion, las arpías al modo de Colomba, los Ahrimán, los manitúes maniqueos que embadurnados de sesos, que cobijan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades del antiguo Egipto consideradas anómalas, los brujos y las potencias demoníacas de la Edad Media, los Prometeos, los Titanes de la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malignos vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros, toda la estruendosa cáfila de diablos de cartón. Con la certidumbre de vencerlos empuño el látigo de la indignación y de la concentración que sopea, para esperar a esos monstruos a pie firme como su previsto domador.

LAS PEREGRINACIONES DE CHILDE-HAROLD

Por: Lord Byron (1788-1824)

PREFACIO

La mayor parte del siguiente poema se ha escrito en el lugar mismo de los sucesos que narra. Empezóse en Albania, y los pasajes referentes a España y Portugal han sido escritos en presencia de las notas recogidas en estos países. He aquí lo que quizás era necesario advertir para responder de la exactitud de las descripciones. Los sitios que he intentado bosquejar corresponden a España, Portugal, Epiro, Acarnania y Grecia. El poema queda por ahora interrumpido de la acogida que le dispense el público depende que el autor se aventure o no a conducir a sus lectores a través de la Jonia y de la Frigia hasta la capital del Oriente. Estos dos primeros cantos no son más que un ensayo.

He introducido en el poema un personaje imaginario para el enlace de las partes todas unas con otras, sin que esto quiera decir, sin embargo, que pretenda haber dado cima a una obra regular. Algunos amigos, cuyas opiniones tengo en mucha estima, me han observado que corría el riesgo de que se sospechara que yo había querido pintar un carácter real en el personaje de Childe-Harold. Pido, pues, permiso para decirlo de una vez para siempre: Harold es el hijo de mi imaginación, creado por el motivo que antes he significado; en algunas triviales circunstancias, y en los detalles puramente locales, pudiera ser fundada aquella suposición, pero me atrevo a esperar que no lo será en los puntos principales.

Considero poco menos que superfluo decir que el nombre de Childe, al igual que Childe Waters, Childe Childers, lo he adoptado como más apropiado al metro antiguo, por mí elegido. Los adioses que se encuentran al principio del canto me los han sugerido “las buenas noches” (good night) de lord Maxwell, en las antiguas baldas de las fronteras escocesas (the Border Minstrelsy), publicada por Soctt (1). Se hallarán, tal vez, en el canto primero, algunos pasajes que parecerán reminiscencias de distintos poemas publicados en España; pero esto es sólo efecto de la casualidad, pues, excepción hecha del algunas estrofas, casi todo el Childe-Harold se ha escrito en Levante.

Las estrofas de Spencer permiten, según la opinión de uno de nuestros primeros poetas, una gran variedad de tonos. “No ha mucho –dice el doctor Beattie-, que empecé un poema en el estilo y metro de Spencer; y me he propuesto satisfacer mis aficiones, pasando sucesivamente del tono festivo el patético, del descriptivo al sentimental, y del tierno y delicado al satírico, según el estado de mi ánimo, pues el metro que he adoptado consiente todos los géneros.” Escudado con una tan gran autoridad, y con el ejemplo de algunos poetas italianos de mérito reconocido, no tengo necesidad de justificarme por haber empleado tal variedad de tonos, persuadido como estoy de que si no salgo airoso en mi empresa, la falta deberá buscarse en la ejecución, pero no en el plan consagrado por el ejemplo de Ariosto, de Thomson y de Beattie.

1. Sir Walter Scott (1771-1832)

Selección, edición y notas sobre traducciones clásicas ALBERTO LAURENT

Londres, febrero de 1812.  

Obras escogidas. Barcelona. Edicomunicación. 1999. Págs. 23-25.

DIARIOS / LORD BYRON (1788-1824)

PENSAMIENTOS AISLADOS (15 DE OCTUBRE, 1821 – 18 DE MAYO, 1822)

115  

Volví a visitar la galería de Florencia, etc. Mis primeras impresiones se vieron confirmadas; pero había allí demasiados visitantes como para permitirme sentir algo con propiedad. Cuando todos (unos treinta o cuarenta) nos vimos embutidos en el gabinete de joyas y adornitos varios en una esquina de una de las galerías, le dije a Rogers que «me sentía como si estuviese en el calabozo». Dejé que rindiese homenaje a algunos de sus conocidos y paseé a solas los pocos minutos en que aún podía sustraer algún sentimiento a las obras que me rodeaban. No quiero decir que la culpa la tengan mis conversaciones críticas con Rogers, que posee un gusto excelente y un profundo amor por las Artes (sin duda, mucho más de ambos que yo, pues del primero no tengo gran cosa (1), sino la muchedumbre de arrolladores mirones y charlatanes de paso que me rodeaba. Escuché a un intrépido británico declarar a la mujer que iba asida a su brazo, mientras miraba a la Venus de Tiziano: «Vaya, vaya, este es sin duda muy bonito…». Una observación que, como aquella del tabernero en Joseph Andrews “acerca de la certeza de la muerte”, era como observó la esposa del tabernero) “extremadamente cierta” (2). En el palacio Pitti no olvidé la recomendación de Goldsmith a un connoisseur, a saber, que los cuadros hubieran sido mejores si el pintor hubiera puesto más cuidado, y la otra, elogiar las obras de Pietro Perugino” (3).

1. Tras aquella visita, Samuel Roger comentaría que Byron, al igual que Walter Scott, no apreciaba las bellas artes (Samuel Rogers, Recollections of the Table-Talk [1856], p. 237).

2. Henry Fielding, Joseph Andrews, I, 11: “Señaló entonces que todas esas cosas ya habían tocado a su fin, ya habían pasado, tal y como si nunca hubieran ocurrido; y concluyó con una excelente observación acerca de la certeza de la muerte, a lo cual su mujer repuso que era verdad muy cierta”.

3. Oliver Goldsmith, El vicario de Wakefield, XX.

Diarios. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2018. Págs. 323-324.  

LORD BYRON (1788-1824)

[A AUGUSTA LEIGH]

Venecia, 13 de enero de 1817

Mi querida Augusta – entre el mes pasado y lo que va de éste te he escrito dos veces. Tu carta del 4 ha llegado hoy. Veo que ya tienes los poemas. Haz el favor de decirme si Murria ha omitido alguna estrofa en la publicación. Si es así, me enfadaré con él muy seriamente. El número de las que envié era de 118 para el tercer Canto. No mencionas las últimas cuatro dedicadas a mi hija Ada; esperaba que te gustarían al menos a ti. A estas alturas no me importan mucho las opiniones y en mi fuero interno estoy convencidote que este Canto es lo mejor que he escrito; tiene profundidad de pensamiento a lo largo de todo el Canto y la fuerza de una pasión reprimida que es preciso sentir antes encontrarla; pero hay que leerlo más de una vez, porque es algo metafísico, y de un tipo de metafísica que no todo el mundo entenderá. Jamás pensé que fuera a ser popular y si lo fuera no lo tendría en mucho, pero gustará a aquellos a quienes va dirigido. No te olvides de decirme si se ha suprimido algo en la publicación. Los versos sobre Drachenfels, dirigidos a ti, deberían estar (y supongo que están) en el centro del Canto, y el número de estrofas en total es de 118 –más cuatro de diez versos que empiezan por “Drachenfels”, los versos que te envíe entonces desde Coblenza junto con las violetas, querida.

¿Has recibido también Chillón y el Sueño? Y este último, ¿lo has entendido? Si Murray ha mutilado el manuscrito por sus  tendencias tories o por sus ideas sobre el respeto a la famili, no se lo perdonaré, y tarde o temprano me enteraré, de eso estoy segur, y de decirle lo que pienso, también.

El otro día te escribí acerca de Ada, si todavía se niegan a responder, tomaré medias legales para obligarles a hacerlo, y he dado órdenes a H [anson] en este sentido. Recuerda que yo no lo he buscado, que no lo deseo y lo lamento, pero exijo una promesa explícita de que Ada no saldrá del país bajo ningún pretexto, tanto si su madre se va como si no y por lo más sagrado que no hay medida que yo no tome para impedirlo si no responden a mi justicia petición. Esto digo y esto haré. Acabarán por volverme loco, y lo que me extraña es que todavía no lo esté.

De Venecia ya te conté cosas en una de mis cartas, no tengo mucho que añadir. Ya te dije que me había enamorado, que probablemente me quedaré aquí hasta la primavera y que estoy estudiando el idioma armenio. Marianna no se encuentra muy bien hoy y esta tarde me quedaré a cuidarla. Es Carnaval, pero las mascaradas aún no están en su apogeo. Catalini llega el día 20, pero ya tenemos música soberbia y una ópera mejor que en Londres y un teatro más bonito llamado la Fenice, donde tengo un palco que me cuesta unas 14 libras esterlinas por toda la temporada, en vez de las cuatrocientas de Londres y el palco es mejor, y la ópera también, además de la música, la puesta en escena es insuperable. También hay un ballet, inferior al canto. La Sociedad es como toda Sociedad extranjera. También hay un Ridotto. Se me acabó el papel. 

Siempre tuyo,

B

[A THOMAS MOORE] 

Venecia, 2 de febrero de 1818

Hasta hoy no ha llegado tu carta del 8 de diciembre debido a algún retraso común pero inexplicable. Tu tragedia doméstica es horrible (1) y te acompaño con el sentimiento hasta donde yo mismo me atrevo a sentir. Durante toda nuestra vida lo que tú pierdes lo pierdo yo y lo que tú ganas yo lo gano; y aunque se me secara el corazón siempre me quedaría una gota para ti entre los restos.

Puedo imaginar cómo te sientes (el egoísmo es siempre el substrato de nuestra condenable arcilla); yo mismo estoy muy apegado a mis hijos. Además de mi hija legítima, he tenido desde entonces otra ilegítima (por no hablar del anterior) (2), y confío en que uno de ellos sea el báculo de mi vejez, en el supuesto de que llegue (lo que espero que no suceda) ese desolador período. Tengo un gran cariño por mi pequeña Ada, aunque quizá ella me torturé como * * *

*

El prólogo que me propones será tan aceptable como tú  desees. No me preocupa mucho lo que piensen de mí los miserables de este mundo – eso ya pasó – pero me importa mucho lo que pienses de mí; por  lo tanto, di lo que quieras. Tú sabes que no soy hosco y, en cuanto a salvaje, eso depende de las circunstancias. Sin embargo, no tiene ningún mérito estar de buen humor en tu compañía; lo contrario sería difícil, por no decir absurdo.

No sé lo que Murray puede haber estado diciendo o citando. Yo llamé a Crabee y Sam [Rogers] los padres de la poesía actual; y dije que creía que, salvo ellos, todos “nosotros los jóvenes” llevábamos un rumbo equivocado. (3) Pero nunca dije que no supiéramos navegar. Nuestra fama se verá dañada por la admiración y la imitación. Cuando dije nosotros me refería a todos (los Lakistas incluidos), excepto la coletilla de los Augustos. La próxima generación (por la cantidad y facilidad de la imitación) se romperá la crisma al caer de nuestro Pegaso, que se aleja corriendo con nosotros; pero nosotros nos mantenemos sobre la silla porque supimos domar a ese bellaco y sabemos cómo cabalgarlo. Pero aunque fácil de montar, el maldito es difícil de dirigir; y los que vienen detrás tendrá que volver a la escuela de equitación y al picadero y aprender a montar el “gran caballo”.

Hablando de caballos he llevado los míos, cuatro en total, al Lido (que significa eso: playa), una franja de unas diez millas a lo largo del Adriático a una milla o de la ciudad; así que no sólo doy un paseo en mi góndola sino una maravillosa galopada de varias millas cada día a mocco, lo que contribuye considerablemente a  mantener mi salud y mi estado de ánimo.

La semana pasada casi no pegué ojo. Estamos en los estertores de los últimos días del Carnaval y tendré que pasarla noche entera en vela, y la de mañana también. Este Carnaval he tenido algunas aventuras enmascaradas curiosas; pero como todavía no han terminado no diré más. Explotaré la  mina de  mi  juventud hasta las últimas vetas de mineral y luego – buenas noches. He vivido y me doy por satisfecho.

Hobhouse se fue antes de que empezara el Carnaval, así que tuvo poca o ninguna diversión. Además, se necesita cierto tiempo para adaptarse a los venecianos; pero de esto te hablaré en otra carta, pronto. * * *

He de vestirme para la velada. Hay una ópera y un Ridottoy no sé qué más, aparte de los bailes; así que quedo  siempre y siempre tuyo,

B

P. S. Te envío esta carta sin revisión, disculpa por los errores. Celebro la fama y  fortuna detalla, y te felicito una vez más por tu merecido éxito.

1. La muerte de la hija de Moore, Bárbara, en septiembre de 1817.

 2. En 1809 Byron había tenido un hijo ilegítimo con una sirvienta de Newstead de nombre Lucy.

  3. Ver carta del 15 de septiembre de 1817 a Murray.

[A JOHN MURRAY]

Venecia, 22 de febrero de 1819

Estimado señor – En los últimos dos meses, o más bien tres, le he enviado por carta en varias ocasiones varias adiciones a “Don Juan”, que debían incluirse en los lugares indicados. ¿Ha recibido alguna, o varias, o ninguna? Le escribo con prisas – es el penúltimo día de Carnaval y en los últimos diez días no me he acostado hasta las siete o las ocho de la mañana. Es muy probable que decida publicar Don Juan. Todavía no he empezado a copiar el segundo canto, pero el primero podría salir  solo.

Suyo affmo,

B

Le he escrito varias veces – también había una nota de respuesta a Hazlitt (1) que debía acompañar a Mazeppa.

1. La nota, que no se publicó en la primera edición, pero que Murry añadió en posteriores ediciones de las obras de Byron, iba unida a la segunda estrofa del Canto I de Don Juan. Empieza diciendo: “En la octava y última conferencia de los cánones de crítica de Mr. Hazlitt, pronunciada en la Surrye Instituion, se me acusa de haber “ensalzado a Bonaparte hasta las más altas cumbres en el momento de sus éxitos, para descargar luego de mala manera mi decepción sobre el dios de mi idolatría”. Luego continúa refutando esta acusación de inconstancia, alegando que siempre había actuado con “imparcialidad y discernimiento”.

[A DOUGLAS KINNAIRD]

Venecia, 22 de febrero de 1819

Querido Douglas- Hanson cifra el interés de las 66.000 y 200 en 2.525-5-0 y tú en 2.400. ¿Cuál de los dos está en lo cierto? Me gustaría saberlo. No puedo decir que apruebe en absoluto los fondos, en los que no tengo ninguna fe – y quiero poner el dinero en deuda hipotecaria o, si no, en cualquier cosa antes que en unos bienes tan precarios como a mi juicio son los fondos. ¿Y por qué no al 5 por ciento en un lugar de al tres por ahora? No sé nada de estos asuntos, pero me parece que me habéis “recordado la Canción” de la manera más penosa. Dile a Hobhouse que hay que publicar “Don Juan”; la pérdida del copyright me partiría el corazón. Todo lo que dice está muy bien y es muy cierto pero mi “consideración por mi dinero” es la pasión dominante y lo necesito. Le he escrito dándole permiso para omitir los dos “bobs”, alto y seco, a rajatabla, y considero que el resto es muy decente. Mr. Murray no ha contestado, aunque le he escrito a menudo con notas adicionales, etc. Si ese ilustre Caballero no presta atención a los modales, no le molestaré más. Reescribo con prisas, es el penúltimo día de Carnaval y en los diez últimos he estado levantado hasta la ocho de la mañana. El mes pasado estuve enfermo, con el estómago deshecho, la gente dice que por las mujeres pero yo digo que por un resfriado; sea como sea, estuve enfermo e incapaz de retener nada en el estómago – pero ya estoy mejor.

Tuyo,

[trazo sin firma¨]

No olvides que  el año en que se efectúe el pago también debe devengar intereses.

Edición, traducción y prólogo de EDUARDO MENDOZA.

Débil es la carne. Correspondencia veneciana (1816-1819).Madrid. Tusquets Editores. 1999. Págs. 71-72 y 171-172.

AURORA (1887)

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

549. Huir delante de sí mismo.- Los hombres de las luchas intelectuales, que son impacientes consigo mismos y sombríos como Byron o Alfred de Musset, y que en todo lo que hacen parecen caballos desbocados, esos hombres que no encuentran en su propia obra más que una corta satisfacción y un fuego que casi hace estallar las venas, y en seguida la fría esterilidad y el desencanto, ¿cómo soportarían el profundizar en sí mismos? Tiene ansia de disolverse en algo diferente de su yo: si el que siente esa sed es cristiano, querrá anonadarse en Dios e identificarse con él; si es Shakespeare, se contentará con confundirse en las imágenes de la vida pasional; si Byron, estará siendo de actos, porque éstos nos apartan de nosotros mismos más que los pensamientos, los sentimientos y las obras. ¿Será, pues, en el fondo, la necesidad de la acción equivalente a la necesidad de huir de nosotros mismos? Eso preguntaría Pascal. Y efectivamente, los representantes más nobles de la necesidad de la acción confirmarán esta hipótesis. Bastaría considerar, por de contado, con la ciencia y la experiencia de un alienista, que los cuatro hombres más sedientos de acción de todas las épocas fueron epilépticos (me refiero a Alejandro, César, Mahoma y Napoleón). También lo fue Byron, que padecía la misma enfermedad.

Versión española de PEDRO GONZÁLEZ BLANCO

Aurora. Meditación sobre los prejuicios morales. Palma de Mallorca. Jose J. Olañeta. 1984. Pág. 199.