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Djuna Barnes

Esta es la Historia de la Moza más hermosa y delicada que jamás humedeció una Cama. Se llamaba Evangeline Musset y había sido condecorada con una Enorme Cruz Roja por la Dedicación, el Alivioy la Distracción que proporcionaba a las Muchachas en sus Partes Posteriores, en las Anteriores y en cualquiera de esas Partes que tan Cruelmente las hace sufrir. Ya sea un Picor en la Palma de lamano o un abrasador escozor en alguno de sus Miembros, dichos Males suelen afligirlas en Primavera. O también en esos inclementes Períodos en los que se complacen arrellanándose en cálidos Materiales, como pueden ser Pieles o gruesas Alfombras Orientales (diseñadas, se diría, para procurarles un Languidecimiento tal, tanto en las ancas como en las riendas, que hasta les resulte insoportable); o cuando sienten la necesidad de calmar sus posaderas sentándose en Estufas calientes. Cuentan las crónicas que una de ellas, al hacerlo, se levantó de un salto exclamando: —¡Oh, Cielos!, qué Mundo este para una Muchacha, aun cuando sea de naturaleza dócil y serena de Juicio y esté a salvo de malas Intenciones, pues los Instintos la conducen a semejante Extremo de agitación, que corre de acá para allá buscando alguna Sustancia o Ungüento que la ayude a aliviar su Malestar. ¿No existe un Filósofo, de cualquier Clase, que haya descubierto, entre las delicadas Hierbas de su Jardín, alguna que pueda ayudar a satisfacer nuestras pudorosas Partes? ¿Por qué, desde los tiempos en que las mujeres éramos Materia indiferenciada hasta el momento actual, en el que somos ya Personajes Imperiales de la divina Raza humana, no ha habido nada que pueda procurar alivio a esa Zona nuestra —ya otras zonas igualmente susceptibles de inflamarse—, salvo el don que toda Mujer posee en la Yema de los Dedos y en la Punta de la Lengua? Para tales menesteres fue concebida Evangeline Musset, una Dama de alto Linaje, que a principios de 1880 había renunciado al Carruaje familiar —con el placer que había proporcionado siempre a su Madre y a su Padre—, para disfrutar del retorcido Deleite de cabalgar a horcajadas; igual que un campesino cuando va a recoger la Cosecha. Y, con tanto traqueteo y tanto galope, se fue haciendo, por momentos, menos femenina. «Aunque nunca», aseguró ella, «me sucedió ese Misterio Griego (1) conocido como la Aparición delos Testículos ¡con todo lo que conlleva!». Se cuenta que tal circunstancia sí le ocurrió, sin embargo, a una Prostituta Bizantina del Período Troyano, por cierto, más para su Sorpresa que para su Deleite. Aceptemos, de cualquier modo, que ese milagro transmitido a lo largo de los siglos, es aún posible. La esperanza es lo último que se pierde.

Se ha destacado a menudo que las Mujeres poseen el Germen del Romanticismo tan bien desarrollado y henchido de Sensibilidad que, al llegar a una cierta Edad, se deshacen del Plumero, de la Descendencia y del Cónyuge y, en poco tiempo, puede vérselas reclinadas, sin fuerzas, en las Columnas de Pathos (2). Evangeline Musset no era una de esas, ya que su delicada Madre la había concebido y portado en el Útero como si de un Chico se tratara. Y aunque vino al mundo con unos centímetros de menos, nunca le dio importancia a tal Carencia. Pronto se vistió con un Chaleco festoneado, de un Estampado magnífico; a menudo, mostraba un Belcher (3) a modo de foulard; un par de botas altas hasta la cadera ribeteadas de rojo escarlata (para vadear en terrenos húmedos) y, con la Fusta en la mano, pidió a sus Cachorrillas que la siguieran por el Camino del Destino hasta que crecieran y se convirtieran en Perras Pura Sangre, Perras de Cazacon la seguridad en la Punta del Rabo. Y esperando con paciencia a que llegara ese momento, componía, bajo los Cipreses y las Ramas de los áloes, Madrigales dedicados a todas las criaturas dulces y rampantes de este mundo. Su Padre —todo hay que decirlo— pasó muchas Noches de viento caminando de un lado a otro de la Biblioteca, ataviado con su habitual camisa de dormir, pensando fórmulas para que su extraviada Hija volviera al redil. O lo que es lo mismo, a la Religión ya las Actividades que siempre se han considerado adecuadas para una Mujer. Pues ya cuando Evangeline asistía a los Tés de la Duquesa Clitoressa de Natescourt, las mujeres que se encontraba por el camino (reconocidas Burguesas, que iban a hacer alguna buena obra en una Iglesia Católica, con sus Niños colgados del Pecho y sus Maridos del Brazo) al verla, se recogían las faldas con un rápido y tembloroso tirón por miedo a que las contagiara. La repetición habitual de este gesto provocaba en sus queridos acompañantes tal espanto que, en poco tiempo, toda la sociedad se percató. Evangeline iba camino de convertirse en una de esas personas a las que la gente dirige la palabra solo por Cortesía, y su Padre veía que no era ese, precisamente, el Camino que la conduciría al Altar.

Ya le había dicho un sinfín de veces:

—Hija mía, hija mía, percibo en ti Sentimientos demasiado varoniles. ¿Qué debo hacer? 

A lo que ella respondía en tono airado:

—Vos, buen Progenitor, esperabais un Hijo cuando yacíais encima de vuestra Elegida, ¿por qué, entonces, os sentís tan mortalmente herido cuando percibís que se ha visto cumplido vuestro Deseo? ¿Acaso no he satisfecho vuestra verdadera Voluntad? ¿Y no es encomiable que lo haga sin los instrumentos oportunos y, aun así, no salga de mí una sola queja? En los días en que escribo, Evangeline se ha convertido en una ingeniosa y erudita Cincuentona que, aunque pequeña de Estatura y nada agraciada, está de lo más Solicitada. Su popularidad se ha extendido tanto, gracias a su Don para educar con las Manos, y es tan conocida y estimada por los Deslices de su Lengua, que finalmente ha entrado en el Salón de la Fama, en donde permanece, al lado de una Estatua de Venus, tan tranquila como la estatua misma; o se inclina sobre una Urna lacrimal con una pequeña esponja en la mano para secar las lágrimas de todas las Necesitadas de su Tiempo.

¡Así comienza este Almanaque que todas las Damas deberían llevar consigo como el Sacerdote su Breviario, como el Cocinero sus Recetas, como el Doctor sus Medicinas, la Novia sus Miedos, y el León sus Rugidos!

1. Podría hacer referencia a los misterios de Eleusis, rito sagrado que, entre otros fines, servía para explicar el misterio de que de una semilla enterrada en la tierra surgiera la vida. Tenían un fuerte componente sexual y, se dice, fue el secreto mejor guardado de la Antigua Grecia.

2. Pathos: En griego: sufrimiento y pasión. En inglés, patetismo.

3. Belcher. Pañuelo de bolsillo que popularizó el púgil Jim Belcher (1807), quien se lo ponía en el cuello; era azul con topos blancos.

James Belcher

Traducción de ROCÍO DE LA MAYA y ANNA SÁNCHEZ RUE

El almanaque de las mujeres. Barcelona. Editorial EGALES. 2008. Págs. 15-18.

Marta Traba

CONTRA LA HISTORIA (FRAGMENTO) / FELIZA BURSZTYN (1933-1982)

Feliza Bursztyn

(…)

Aunque Feliza esté auténticamente ausente de las especulaciones lingüísticas o filosóficas que han producido esa y otras rupturas con el pensamiento del siglo XIX, su trabajo es, antes que cualquier otra cosa, un campo que permea incesantemente lo que ocurre a su alrededor. Años de vida y trabajo en Nueva York, viajes erráticos por el mundo, enfrentamientos tenaces con los nuevos materiales, han facilitado tal permeabilidad. De ahí que el desorden de las chatarras no sea más que aparente e imprima, -aún a pesar de la autora-, ese descentramiento de las estructuras que obliga a pensar gran parte del arte moderno de manera diferente, y a reconocer una nueva situación de la estructura interna de las obras.

Lo que importa de las chatarras, por encima de su apariencia caótica, y del uso previsible de materiales en boga en el momento, es la concepción que les da origen. Se reconoce entonces el desorden como una categoría, no como un accidente Para eso Feliza Bursztyn se vale de sus intuiciones, de una sensibilidad que no le falla y del encarnizamiento particular por ilustrar la belleza y la vida según un patrón antagónico a los modelos tradicionales.

Justamente porque el desorden no es la acción en sí, sino un medio para ilustrar la belleza y la vida, es que Feliza busca un sistema para expresar el desorden.

La mayoría de las chatarras que se vieron en el mismo período en otras partes del mundo, -entre el 60 y 65-, presentaban un desafío claro a la sociedad de consumo o procedían de las contradicciones de las vanguardias tironeadas simultáneamente por el tedio repetitivo y por las exigencias de sus insaciables promotores. Pero Feliza no trabaja como una vanguardista. Ni su adopción de la chatarra estaba hostigada por la urgencia de crear algo distinto, ni la hostigaban las galerías o un sistema compulsivo de compraventa de arte, inexistente en Colombia. Hay que decir que no sólo nadie la apremiaba sino que nadie la recibía y que plantar chatarra en Bogotá en 1960 era, literalmente, arar en el mar.

Su inclinación a la chatarra responde a motivos mucho más personales y solitarios: al hallazgo de un material loco y prácticamente inagotable, proteiforme e imprevisible, cuyas variables carecen de límite. Parece el material más apto para describir los movimientos, la diversión y la propia dinámica de la vida: puede plasmar este género de belleza que debe ser terrible, esa invulnerable destrucción, esa felicidad devorada por la tristeza: en una palara, puede plasmar las contradicciones, la irrisión. Feliza, con la chatarra, hace una elección de medios que a su vez piensa como elementos de un sistema, y capacita ese sistema como vehículo de transmisión de vivencias y sensaciones.

En el desorden ordenado, en el juego agitado de las estructuras sin centro se lee, por supuesto, un argumento general: sería imposible y peligroso entrar en interpretaciones pormenorizadas de la chatarra. Lo que se lee, es un amasijo de hierros viejos, desechos, resortes, tubos, tuercas, tornillos, autorizados por la autora a transmitir un punto de vista personal acerca de vida y belleza. Quien no lo entienda así, quedará, frente a estas obras, en los límites fijados por la percepción: verá formas que se yerguen o lanzan al vacío, generalmente sostenidas por una base o pie de hierro o tubería, artefacto o plancha metálica que las mantienen reformulando inevitables analogías con el cuerpo humano. Todas las chatarras de este período son seres vivos (análogas a seres vivos): gente, plantas, árboles, objetos de pie. La base está obligada a sostener a veces una cabeza, o copa enorme y francamente desproporcionada, como pasó con la escultura ganadora del Salón Nacional de 1965, y con la obra premiada en el Primer Salón ESSO DE Artistas Jóvenes.

En todos los casos, el sistema formal y el significativo se funden en una unidad. Al igual que en Negret y Ramírez Villamizar, ella fue capaz de establecer esa unidad del signo en la escultura, que ha sido fundamental para incorporarla al lenguaje moderno.

(…)

Bursztyn/Obregón. Elogio de la locura. Bogotá. Empresa Editorial Universidad Nacional. 1986. Págs. 15-17.  

DESCIFRAMIENTO DE LOS SÍMBOLOS

Instalados en la zona del silencio, Martínez, Gerzso y García Guerrero no sólo han luchado contra la incomprensión ambiente, contra el imperio del discurso, la anécdota y lo contingente, sino que se han enfrentado al problema mismo del arte, que Adorno define con particular claridad. “La contradicción inmanente del arte –dice Adorno- radica en que éste debe trascender su concepto y, al mismo tiempo, realizarlo… adaptándose a la reificación contra la cual protesta.” Es decir, que si Martínez pinta una figura, lucha contra el concepto de figura, puesto que su visión particular lo introduce a pensarla de manera enteramente libre y diferente a las apariencias, pero, sin embargo, termina “reificando”, o sea pintando una cosa, una figura: “otra” figura.

Más difícil todavía: los paisajes de Gerzso pueden dejar ser paisajes, o escenografías, o simulacros espaciales, pero serán entonces planos, oquedades, muros, telones y, en el extremo límite del despojamiento, zonas de color estrictamente limitadas, materia y líneas rigurosamente concebidas: “otros” paisajes.

Cuando Panofsky define la iconología, discurso de las imágenes, como la “historia del arte por conceptos”, no hace más que subrayar la imposibilidad del artista plástico –quien debe expresarse mediante imágenes- de escapar de la trampa del concepto. Siempre la imagen será un “todo complejo”, difícilmente divisible e imposibilitado de alcanzar unidades simples equivalentes a las de la lengua. Por lo mismo, su opción de ser comprendido, apreciado y leído como lenguaje, es sólo relativa, cuestión que ha sido revisada suficientemente por mentes tan lúcidas como la de Walter Benjamín (pese a su caracterización del arte como forma “especial” del lenguaje); la prudencia con que Pierre Francastel aborda las homologaciones de arte y lenguaje y aun los categóricos métodos de lectura de la obra de arte que establece Guy Rossolato, fijan asimismo los límites del tema.

La pintura siempre se leerá a medias, cuando ha sido concebida, en una sociedad racional, como el producto de un proceso de conceptualización previa, y de posterior transformación del concepto en imagen pintada.

La lucha por la producción de un lenguaje ambiguo y simbólico es mayor en una sociedad mítica, ya que la alcachofa pintada por García Guerrero, por ejemplo, debe ser “algo más” que la representación adecuada de una forma en un espacio virtual, si quiere conectar alrededor suyo los valores simbólicos de la sociedad mítica. Digamos que ese “algo más” inefable e indescriptible, la recarga como una batería y la pone a funcionar como un objeto simbólico. La forma-alcachofa se convierte en el objeto-alcachofa se convierte en el objeto-alcachofa, sobre el cual deposita Luis Cardoza y Aragón su visión poética y, mediante ella, encuentra la fórmula de la consagración: “restituirle su absoluto”.

Se podría aducir que toda pintura es simbólica y que el pintor más fríamente formalista trasciende de alguna manera el umbral de las apariencias para llevar la formulación de su proyecto plástico a un nivel distinto del realismo. Pero si toda pintura, en tanto que operación, implica una transferencia simbólica, no toda pintura persigue el símbolo como meta, tal como ocurre en la sociedad mítica.

La manzana más realista de Zurbarán resulta sobrenatural por la luz distorsionada o exagerada que cae sobre ella, así como la misma fruta, pintada por Cézanne, es, por encima de cualquier evocación sensible, un típico acto inteligente. Y si pasamos al más modesto y desdibujado bodegón de Morandi, aceptaremos la incidencia, sobre forma y espacio, de una voluntad climática, de la invención de una atmósfera que claramente hace suyo el poder comunicativo de la poesía lírica.

Todos estos ejemplos, no obstante, funcionan a “nivel semiótico”, mientras que la mandarina o el limón pintado por García Guerrero existen a “nivel perceptivo”. No son el fruto de un ejercicio de estilo, sino el hallazgo de una intuición simbólica.

La semiología desmonta el sentido de la imagen, completamente en el texto escrito y parcialmente en las artes plásticas. Pero en la mandarina de García Guerrero, la percepción sensible del símbolo se niega al análisis semiológico. La imagen simbólica insiste en permanecer como una unidad indestructible: ella misma se protege dentro de aquel espacio autoprotegido.

A pesar de estas dificultades la pintura, indudablemente, inscribe signos en el espacio. Aceptando esta premisa, el paso siguiente es buscar el sistema o simulacro de sistema por el cual se establecen relaciones entre dichos signos: hablaremos entonces del “estilo” de un artista con algo más que adjetivos calificativos favorables o impugnadores. Entretanto vamos “hacia adentro” del texto pintado, convencidos que para saber qué ha querido hacer un artista, y establecer si lo que ha hecho tiene algún valor, representatividad y originalidad no hay más remedio que “interiorizar un texto”, como explica Sartre respecto a su monumento interiorizante sobre la obra de Flaubert.

En el caso de los tres artistas objeto de este ensayo, la búsqueda del signo debe forzosamente reforzarse con la búsqueda del símbolo, lo cual no es un juego de palabras, sino un cambio de sentido en la investigación y la apreciación crítica. Si buscamos el signo, desmontaremos la obra semiológicamente, separaremos pieza a pieza el aparato de relojería de la imagen y descubriremos su sistema inventivo. Si buscamos el símbolo –única metodología que nos remite al espacio mítico donde se desarrollan las obras citadas-, encontraremos las unidades simbólicas indivisibles, compactas y complejas a que hacíamos referencia, y tendremos que recurrir al tipo de lectura que nos permite un texto mítico, es decir, a una lectura iterativa, por hacer, grupos o campos de imágenes, por zonas visuales que, en última instancia, se reducirán a dos grandes relaciones: la de la forma-símbolo respecto al espacio virtual donde está contenida y, segundo, la de todas sus variables.

Color, textura, línea, plano, volumen, relaciones de estructura formal, por una parte; conceptos espacio-temporales, por otra. La carga de significados resultante de tales adiciones de elementos, funcionará dentro de esas dos unidades complejas.

El símbolo es indivisible, pero no indescifrable.

Mircea Eliade señala que la imagen adquiere plenamente su carácter simbólico cuando el sueño “entra” en la razón. Para un europeo (Goya), el sueño de la razón produce monstruos. Para un latinoamericano, su región natural, los sueños, “entran en la razón” con el propósito de afirmar su carácter simbólico. Para un hombre tribal, perteneciente a una comunidad enteramente primitiva, la imagen mágica se niega a ser descifrada.

En estos marcos, comprendemos una vez más hasta qué punto los latinoamericanos somos hombres de dos mundos: la imagen se instala en un delicado punto de confluencia, que hay que preservar a toda costa, como método de salvación de la identidad.

La imagen simbólica, proveniente de un sueño incrustado en la razón, no es igual a la imagen racional. En una sociedad racional como la europea, los sueños son forzados por la memoria. En nuestras sociedades, en cambio, los sueños se adscriben a la vida social, pertenecen a ella, “son” ella: cumplen una función nutricia. México tuvo el mayor contingente de pintores surrealistas y, dentro de él, el mayor aporte de surrealistas europeos, es decir, de provocadores conscientes de los sueños, de razonadores de sueños: pero los sueños naturales de los mexicanos arrasaron, a mi modo de ver, el panorama. NO hay comparación posible entre el grupo surrealista europeo y el grupo surrealista mexicano, entre la intelectualidad inevitable del primero y la vitalidad inevitable del segundo. Son estas divergencias, por más sutil o casuísticas que parezcan, las que deben subrayarse metódica y también maniáticamente, para indiciar el arte mexicano dentro de sus mejores datos particulares.

El desciframiento de los símbolos en las obras de Ricardo Martínez, Gunther Gerszo y Luis García Guerrero, tiene que ser distinto en cada caso. Aunque en los tres se repiten constantemente situaciones y elementos formativos del símbolo, tales situaciones y elementos han sido escogidos de repertorios sensibles y temáticos fundamentalmente distintos unos de otros.

Los tres pintores parte de un ejercicio digno pero relativamente banal de la pintura, en sus comienzos, y llegan con el tiempo a puntos óptimos, como quien entra al recinto sacro después de un recorrido largo o corto por senderos profanos. Como este ensayo no es una biografía de los tres artistas ni tampoco una recopilación cronológica de datos, sino un intento de lectura de sus obras, me referiré a ellas una vez que se definieron, instalaron y sostuvieron en dichos puntos óptimos.

La zona del silencio. México. Fondo de Cultura Económica. 1975. Págs. 9-11.

CONVERSACIÓN AL SUR (FRAGMENTO)

(…)

-¿Sabes que tengo unas fotos terribles que un amigo sacó de uno de esos jueves? Si hubiera sabido que íbamos a hablar de eso te las habría traído. La verdad que es que no sabía muy bien porque volviste a Buenos Aires. Además que te podrían decir las fotos si ya lo viste personalmente. También hay un grupo que está sacando copias de las fotos del archivo de desaparecidos. Eso es todavía más macabro. Pero las de los chicos son importantes, porque se ha dado el caso que aparezcan en otro país. Es un infierno.

¡Y qué infierno, Dolores! Un infierno nuevo, inventado, que hasta ahora no se le ocurrió a nadie. Sin decir nada, sin gritar, las mujeres levantaban las fotos lo más alto posible. ¿Para qué si nadie las veía? Calculé que no pasaría mucho tiempo antes de que esas caritas casi infantiles fueran irreconocibles a fuerza de estrujarlas y sobarlas. Cerca de mí una vieja levantaba con las dos manos una foto de esas de estudio artístico de barrio. La muchacha de la foto sonreía tiesa, ladeando la cabeza como seguramente le habría exigido el fotógrafo. Estaba sentada con las piernas cruzadas, medio ocultas por un traje de tul. Otra llevaba una foto carnet en la palma de la mano, protegiéndola como si fuera un huevo que acabara de empollar ahí mismo; fue levantándolo con delicadeza y empezó a moverlo de derecha a izquierda; mientras lo hacía temblaba y las lágrimas le corrían por la cara, pero mantenía los labios apretados. Justo al lado, sacó de la cartera una fotito enmarcada en un óvalo. Me miró y se sonrió como excusándose. No tenía más que fotos sacadas cuando era chico, ¿quién iba a pensar? Le pregunté qué edad tenía ahora. “Cumple veinte años el mes que viene. Un chico de oro. Pensábamos hacerle una fiesta.” Casi no pudo terminar la frase, pero se repuso, suspiró y levantó también su marquito lo más alto que pudo. Empecé a sentirme mal sin hacer nada ni tener nada que mostrar. Levanté la lista con ambas manos y me quedé esperando. ¿Eso sería todo? ¿Llorar en silencio con otro que llora en silencio?

Y cuando empezó esa cosa que no puedo explicarte, Dolores. ¿Qué te diría? ¡Qué de repente alguien comenzó a gritar y los gritos se multiplicaron y en minutos la plaza era un solo alarido? ¿Eso no te dice nada, verdad? ¡Hay tantas griterías por todos lados! Y a lo mejor te sonreís si te digo que yo, que no tenía nada que ver con nada, también me puse a gritar, no te sé decir qué, como tampoco entendía ni una palabra de lo que las otras gritaban, porque las palabras estaban como tajeadas por sollozos y aullidos. Me pareció oír de vez en cuando “¿dónde están?” “¿dónde están?” pero a lo mejor me lo imaginé. Sin embargo debían preguntar algo que movilizaba la cólera general, porque la masa de mujeres se movió hacia adelante, como una marea. Avanzaban, nos entrechocábamos, tropezábamos unas con otras. La confusión era inenarrable mientras se echaban al aire centenares de hojas de papel. Yo hacía lo mismo que las locas, y no te puedo decir lo que sentía; como si me estuvieran por arrancar las entrañas y me las agarrara con una fuerza demencial para salvarlas. Pero ¿qué digo? No sé si fue así. Trato, ¿ves? No puedo. Oí un amenazador rumor sobre mi cabeza y bajé instintivamente; al momento comprendí que lo hacían las palomas, planeando despavoridas sin encontrar lugar donde posarse. Se mantenían en agónicos vuelos circulares, llenos de refriegas de plumas y picotazos frenéticos. Tropecé de frente con una muchacha que gemía; no tendría más de veinte años. ¿A quién habría perdido? ¿A su bebé, a su compañero, a sus padres? No podía ver la foto estrujada entre ambas manos. Creí ver en un grupo un pedazo de la chaqueta de Elena y me abrí paso a codazos para encontrarla. Estaba en la mitad de un círculo que coreaba al unísono, y ahí si pude entender claramente “dónde están”, “dónde están”. Me daba la espalda, pero aunque le toqué el hombro y la sacudí, no se dio vuelta. Entonces le grité su nombre. Ah, Dolores, vos decís que la conociste bien, jamás la hubieras reconocido en ese momento. Para mí, que pasé la mitad de mi vida junto a ella, era una completa extraña. No quiero ni acordarme de esa cara desfigurada, la boca abierta gritando y sobre la piel, esa piel delicada que aparecía manchada, amoratada. No levantaba la foto de Victoria sino que la apretaba con las dos manos contra el pecho, encorvándose; una vieja acosada por la muerte. Le pasé la mano por los hombros y grité con ella. Hasta que todo se fue aplacando. Las locas comenzaron a separarse. Tres mujeres de edad indefinida calmaban a otra que levantaba el puño contra la casa rosada. Se empezaron a reacomodar las chaquetas, a retocarse las blusas, a poner la cartera en su sitio, se tocaban el pelo, miraban hacia todos lados buscando el lugar adecuado para salir de la plaza. El gentío raleó, y se vio el piso de baldosas tapizado de hojas mimeografiadas. Yo estaba anonadada, no podía reponerme tan rápidamente. De nuevo perdí de vista a Elena. Pasaron pocos minutos antes de que la plaza fuera quedando vacía. Una mujer sacó un paquete de la cartera y empezó a tirar migas de pan a las palomas. Pero las palomas todavía desconfiaban; se posaban histéricamente sobre los papeles y volvían a alzar vuelos insensatos sin tomar la comida. Me dieron ganas de emprenderla a patadas con las palomas, pero tuve lástima de la mujer; ¿cuántas veces habría hecho lo mismo con su chico o su chica desaparecidos?

Crucé la calle y al mirar para arriba vi que las palomas se reorganizaban en una formación perfecta y volvían a posarse sobre el obelisco. En la esquina de la calle San Martín me esperaba mi amiga; su rostro delgado y pálido estaba en paz.

(…)

Conversación al sur. México. Editorial Siglo Veintiuno. 1981. Págs. 88-91.   

DIARIO 1974-1983

Por: Ángel Rama (1926-1983)

Ángel Rama

1978

LUNES 31 DE MARZO

Ya pasó lo peor: el viernes la operaron, extrayéndole el seno izquierdo y los ganglios del mismo brazo izquierdo. Es una operación brutal, de la que está reponiéndose bien, y al parecer la única para drásticamente combatir la irradiación del cáncer. Marta lo ha enfrentado con una entereza admirable, propia de su energía y lleva adelante sus dolores y sus primeros ejercicios con decisión. Pero no quiere ver a nadie, salvo al grupo familiar (Gustavo, Elba (1), yo y Lía) (2) y prefiere prolongar la atención de las enfermeras y hasta de quedarse más tiempo en la clínica, como retraída. Ayer llegaron a verla Feliza Bursztyn (3) y su marido y me pidió que les dijera que no se encontraba bien, lo mismo hizo con todas las amigas. Tiene dolores todavía, le es doloroso moverse aún en la cama pero además está todo su mirarse a sí misma en el nuevo estado, su decisión interior de no ser “la-mujer-que-perdió-un-seno” y su energía para continuar su vida no bien cerrado este episodio.

Yo vivo en un estado de cólera que explota con cualquier insignificancia de adaptarme a los hábitos suaves mundanos bogotanos y también la falta de oxígeno y la fatiga que me produce la altura. Me cuesta mucho la comedia mundana, aun en su aspecto de preocupación afectiva por Marta y quisiera estar lejos de todo eso, estar con ella, solos, los dos, nada más.

1. Elba Cánfora, esposa de Gustavo Zalamea Traba.

2. Lía Ganitsky, amiga colombiana de Marta.

3. Feliza Bursztyn (1933-1983). Escultora Colombiana, introductora del vanguardismo escultórico en Colombia.

Diario 1974-1983. Caracas. Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2012. Pág. 166.

A PRÓPOSITO DE LA CRÍTICA DE ARTE

Por. Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970)

Ignacio Gómez Jaramillo

Hace exactamente tres años me solicitó, insistentemente, por teléfono, una bella voz femenina, que colaborase en su programa de televisión, en un recuento o balance del medio siglo sobre las actividades científicas, económicas, culturales y artísticas del país, en el cual participarían destacadas y representativas personalidades nacidas en los comienzos o en las primeras décadas del siglo XX. Tuve el honor de que escogieran no solo mi nombre para referirme a la plástica colombiana de ese lapso, sino que me propuso iniciar yo el ciclo de charlas, manifestándome que de no hacerlo yo, a ningún otro artista le encomendaría tan delicada misión. La distinguida dama a que me refiero es la poetisa –descontinuada- hoy crítica de arte doña Marta Traba, quien me presentó ante la pantalla de televisión con el embrujo de su voz y con inmerecidos elogios. Tuve, por mis exposiciones –la 23ª quizás- y también elogió, en la prensa el fresco mural que ejecuté en el Museo del Oro del Banco de la República.

Un año después, aproximadamente, me permití la osadía de discrepar con la eminente e infalible crítica, cuando ella escogió la representación, para la Bienal de Sao Paulo, de la pintura moderna, colombiana: seleccionando a quienes llamó “los 6 grandes”, algunos de ellos excelentes pintores, otros muy discutibles, dejando por fuera, más por capricho que por azar, a muy buenos pintores representativos –no digo auténticos- sin lugar a apelación ni reclamo alguno. Me permití, pues, lanzar mis opiniones, desde el púlpito televisado en el que semanalmente, y antes de “Semana”, dictaba sus dogmas y sentencias de la Papisa del Arte, doña Marta, citando apenas diez o doce de los adjetivos empleados por ella en lo que denomina crítica de arte, de los cuales recuerdo algunos: “Ineptos”, “falsos”, “simuladores”, “incapaces”, “mediocres”, etc., y dije que el tono que ella le daba a sus invectivas distaba mucho! Nada tenía que ver con el noble ejercicio de la crítica de arte!

Igualmente dije y repito –la crítica también es criticable- que en muchos de sus artículos, su misma utilería, la prestidigitación de sus adjetivos –cuando son elogiosos-, la cadencia de su prosa recordaban muchas veces fragmentos de “El Derecho de Nacer”, de Félix B. Cagnait, o la letra de un bolero del inspirado Agustín Lara… y aquí fue Troya!; doña Marta vociferó, por la televisión, ratificó sus denuestos, reforzó sus adjetivos no sólo contra mí sino contra todos aquellos que estuviesen fuera del grupo de sus seis elegidos. Y, posteriormente, desde su órgano de publicidad “Semana”. Allí no pierde ocasión, doña Marta, para zaherirme con sus puyitas venenosas, sus dardos que no logran con su falso humor disimular sus toxinas rabiosas. Ampliando sus denuestos, su desprecio por los artistas de esta Colombia “mestiza y tropical”, que sostienen con valor y con talento una lucha titánica, abandonados, en parte, por el estímulo de la sociedad y del Estado.

Recurre doña Marta, ¡qué mal gusto! A las letras de los tangos de su tierra de origen, para endilgarles a los pintores las frases arrabaleras de los braceros, gigolos y “pebetas” de puerto.

Hace varios lustros, muchísimo antes de que el señor André Malraux llenaba todo “El Museo vacío” de doña Marta, hubo aquí también una crítica de arte que pontificaba, dirigía la opinión de todos los costureros sociales, disponía de su propia columna en un gran rotativo; pero la pobre no había entrevistado a Picasso, ni conocía ningún Museo ni lleno ni vacío, y creía que el término “fresco” lo habíamos inventado los pintores modernistas en Colombia. Ella hablaba del arte degenerado, de las deformaciones del color de barro, de la elefantiásis, de las formas… su ignorancia no le permitía hacer una crítica estético-plástica, como la que podría hacer doña Marta, pero en el fondo la intención, el furor, la agresividad –o la inteligencia- y el mal gusto eran idénticos.

Y a pesar de que la crítica a que me refiero ejerció su dominio por varios años –como el que tiene ahora doña Marta- el arte colombiano siguió su camino, con seguridad, con hallazgos, con independencia y con valor.

No pretendo, ni mucho menos, que doña Marta tenga conmiseración por los artistas que no están bajo su matriarcado estético y espiritual. Lo único que quiero anotarle es que en este país todo trabajador –honrado, decoroso e inteligente- debe ser respetado, y que con sus frases hirientes y despectivas no nos va a provocar un derrame cerebral, de la noche a la mañana para decirnos, ¡y con qué fruición! “simuladores o idiotas”. Los dioses caen, doña Marta, es cierto: pero las papisas se pueden resbalar de su sillón, lo que es más grave.

“El Tiempo”

Bogotá, enero 13 de 1960

Anotaciones de un pintor. Medellín. Ediciones de Autores Antioqueños. 1987. Págs. 233-235.

Harold Alvarado Tenorio

Hace algunas semanas el bailarín y coreógrafo cartagenero Álvaro Restrepo ofreció varios recitales de danza contemporánea en la capital. Restrepo hizo estudios de danza con Cuca Taburelli en Bogotá y con Jennifer Müller, Martha Graham, Merce Cunningham y Cho-Kyoo-Yyun en Nueva York. Entre sus realizaciones figuran los montajes Desde la huerta de los mudos, O-ilé y Rebis. También ha colaborado como solista y coreógrafo con la Orquesta Sinfónica Juvenil y la Compañía Colombiana de Ballet.

¿Cómo se inició usted en la danza?

En realidad por puro azar, en Colombia es muy difícil entrar en contacto con la danza, especialmente para un hombre. Yo estaba estudiando teatro en ese entonces, hace cinco años cuando vino a Colombia una compañía de danza de los Estados Unidos, la de Jennifer Müller, y necesitaron unos extras para una pieza, entre los cuales estuve. Había visto muy poco de danza contemporánea y me aluciné tanto con el trabajo de ellos que ese día entendí que eso era lo que siempre había querido hacer. Yo había estudiado piano durante varios años, estaba estudiando filosofía y letras y de repente sentí que en la danza o en el escenario podían empezar a confluir esos lenguajes, que podían ser aglutinados, y al día siguiente a esa presentación comencé mis clases con una maestra argentina que estaba aquí y me entregué por completo a todo ello. Tenía veinticuatro años y comenzaba tarde, tuve pues que dedicarme con mayor fervor a mis entrenamientos a fin de reconquistar para el cuerpo los años que le había ignorado.

¿Hay alguna diferencia sustancial entre danza y ballet?

El ballet es una forma de la danza, una más, que aparece en Europa en el siglo XVIII y que tiene unas reglas y unas posiciones establecidas, definidas, un vocabulario especial con el que se trabaja, mientras que la danza ha sido una expresión sin edad. La danza contemporánea lo que ha hecho es ampliar ese vocabulario, esa gramática del movimiento ofreciendo unas posibilidades más ricas en cuanto expresión y creación a partir del bailarín mismo. Claro que dentro de la danza contemporánea también han surgido escuelas y técnicas que la han sistematizado; pienso por ejemplo en las técnicas de Graham o Limón que se han convertido en una suerte de clásicos de las corrientes de danza contemporánea.

¿Usted estudió con ellos, pero también con algunos orientales…

Sí. He tenido contacto con danzas coreanas, con un maestro coreano que tuve en Nueva York. Hay una diferencia fundamental y es el trabajo interior que debe realizar el artista al tiempo que está haciendo un despliegue de sus habilidades y virtuosismo, hay todo un trabajo de meditación sobre el movimiento mismo. La danza occidental es muy externa mientras que la oriental es más reflexiva gracias a la respiración como ritmo interno y motivador del movimiento.

Usted es un “performer” en un país sin tradición en la danza…

Sin duda es un reto, un trabajo difícil puesto que tiene uno que enfrentarse con la incomprensión y el miedo que siente el espectador ante lo desconocido. De todas maneras he sentido que entre nosotros hay una actitud de apertura frente a propuestas nuevas. Eso ha sido alentador, pero hay una gran soledad porque no existe aquí este tipo de investigación…

Un “performer” es un ejecutante que quiere integrar diversos lenguajes, digamos escénicos, en torno a un concepto. No trata de limitar su trabajo solo al movimiento sino que utiliza la palabra y todos los recursos teatrales en busca de un lenguaje propio, de uno mismo.

Usted hizo un trabajo sobre un texto de Julio Cortázar, el capítulo 68 de Rayuela.

Este trabajo tal vez resume los intentos por aglutinar diversos lenguajes dentro de mi trabajo escénico. Por un lado hay una aproximación a un texto sonoro, musical, con ritmos internos, eufonías y neologismos y, por el otro, una disociación con el movimiento que trata que el movimiento se integre al texto sin ilustrarlo; de esa forma se consiguen varios niveles simultáneos de lectura ya que el texto tiene una variedad de sugerencias mientras que el movimiento tiene su propia vida independiente…

“Rebis” es un homenaje a García Lorca. ¿Comprende el espectador sus propuestas?

El objetivo no es tanto que el espectador entienda un mensaje sino más bien que se aproxime, con su intuición, a otro tipo de estructura narrativa. He querido recurrir a un lenguaje simbólico, poético, poesía visual, en el cual la sugerencia sea como el móvil para hacer sentir una atmósfera donde haya lugar a una interpretación más abierta de mi visión sobre García Lorca. Sobre Lorca se han hecho muchos trabajos, literales, que han utilizado su obra para hacer collages y no se ha ido a la sustancia del pensamiento lorquiano, que creo encontrar en una de sus obras más herméticas, como Poeta en Nueva York. En Rebis he tratado de aproximarme al espíritu más que a la obra de Lorca, hacia su persona, por eso he utilizado esa simbología que proviene de la alquimia. La coreografía se desarrolla sobre un símbolo de los alquimistas que representa al andrógino, al ser total, en últimas, a la piedra filosofal. Pienso que Lorca es un niño de la naturaleza al igual que Whitman, con quien Lorca tenía afinidades. Su espíritu trasciende cualquier encasillamiento lógico, su postura ante el mundo es de comunión con el cosmos.

Por: Carlos Mario Lema

Magazín Dominical. El Espectador. Nro 229. 16 de agosto de 1987. Pág. 5.

Albert Camus

CARNETS

CUADERNO IV

ENERO DE 1942 – SEPTIEMBRE DE 1945

La confianza en las palabras es el clasicismo; pero para mantener su confianza sólo las usa con prudencia. El superrealismo, que les tiene desconfianza, abusa de ellas. Volvamos al clasicismo, por modestia.

Traducción de MARIANO LENCERA

Revisada por VICTORIA OCAMPO

Carnets. [Enero de 1942 – Marzo de 1951]. Buenos Aires. Editorial Losada. 1966. Pág. 79.

Por: Diego Arango Bustamante

El oro del sonido vale más que el sonido del oro.

Porfirio Barba Jacob

I

Entre el lugar de nacimiento y muerte de Porfirio Barba-Jacob (Santa Rosa de Osos, 1883 – Ciudad de México, 1942) hay un largo periplo por Colombia y Latinoamérica: Cuba, Guatemala, Honduras, México, Perú, etc.; lugares donde ejerció el periodismo con una prosa magistral y donde cosechó experiencias y bruñó versos decisivos para el panorama literario de América. “En el ámbito de la poesía colombiana nunca hubo alguien como Barba Jacob —nos dice William Ospina—. Nadie fue tan colombiano como él, nadie se esforzó por vivir una gran rebelión ética y estética en los escenarios de nuestra América como él. Leyéndolo uno sabe que está en América, […] no teme decir Santa Rosa de Osos, Medellín, Sopetrán, piña y guanábana […]”. Nombres que para Gustavo Cobo Borda resuenan de otro modo: “Su vocablo, empalagoso.  Rosicler, estelífera, perlina, soporosa. Su homosexualismo, “nefanda deidad activa / que los rubores vedan nombrar”, le dicta demasiados marineros, demasiados exabruptos”, dice el crítico, quien, con docta irresponsabilidad, despacha la hondura de pensamiento concentrada en Acuarimántima, juzgando en ella “vaguedad en los símbolos”.  

De esta manera, echa Cobo por la borda otras posibilidades de lecturas como vivencias suscitadas por los poemas, por la lectura en voz alta, el compartir y el leer sin juzgar, por el puro goce o, ahora bien, por la auténtica meditación. Hay muchas formas de leer y escuchar a Barba-Jacob. Jaime Jaramillo Escobar lo lee a caballo y en el Preámbulo fastidioso que realiza a la antología Barba – Jacob para hechizados, publicada por la Biblioteca Pública Piloto, agudiza la comprensión del malditismo en Barba-Jacob y sugiere con ironía una búsqueda más alta, una realización que no alcanzan nunca los críticos.

[…] Explico que la leyenda de poetas malditos es un truco editorial que se traduce en ventas. No lo creen, porque lo que en otro tiempo fue urgencia espiritual es ahora necesidad de malos ejemplos para justificar conductas. Quienes solo buscan el vicio en el poeta no tienen nada qué ver con la poesía (el subrayado es mío). Lo que quieren es un compinche prestigioso.

[…] Hay que ser muy ingenuos para creer en brujas y en poetas malditos.

[…] Los poetas son como los santos: cada quien tiene devoción por aquellos que le hacen el milagro. Barba-Jacob me hizo el milagro de la poesía cuando yo era niño. La poesía es asunto de devoción, no de crítica literaria.

[…] fue el primero que me enseñó que es la poesía. No hay poesía sin alma, pero el alma ya no se usa. Alma no es fantasma del cuerpo, sino el cuerpo del fantasma.

II

Acuarimántima —palabra creada por Barba-Jacob— se titula el más extenso de sus poemas que, a pesar de ser inconcluso, compendia los hondos suspiros y las aspiraciones más elevadas del poeta. Así mismo, titula esta propuesta de audiolibro. No es un ejercicio de crítica la lectura en voz alta de todos sus poemas que aquí ofrecemos. Pasión y entusiasmo podrían dar, más bien, una clave de nuestra devoción.

Leer a Barba – Jacob, poeta “singular y poderoso”, es recobrar y recordar en voz alta el ritmo y la pasión vital que embriagaron a este tipo de hombres que encarnan el ser de un país y un continente. En este poeta “canta la voz de los condenados de esta tierra, de tantos despojados para quienes su país nunca pudo ser una patria” (William Ospina), y canta también la búsqueda más íntima de un azul, de una sed de absoluto en la que se revela una fuerte veta filosófica. Leer a Barba-Jacob es reconocer la belleza que su obra alcanza. Es disponer la sensibilidad y vivenciar allí la intensidad de una vida cuya búsqueda de sentido es la de todos nosotros. Leer sus poemas es una forma de reivindicarlo y celebrarlo. Cómo se lo defina, no nos importa, ni en qué lugar.

Verbigracia, en Santa Rosa de Osos, el pueblo natal del poeta, pueblo de obispos y cardenales, quizá a causa del conservatismo, hay todavía más reticencias que dignos reconocimientos hacia el gran poeta. Y grande no por el escándalo social de sus experiencias en Antioquia, Colombia y Latinoamérica, sino, justamente, porque dio a luz y nos legó una obra sincera y apasionada que parece superar la moral de estas parroquias colombianas; una obra cuyo pensar y sentir revelan la hondura del ser humano en la relación que tiene consigo mismo y con preocupaciones vitales, una obra en que expresa “desconcierto y perplejidad ante las estrellas y las cosas cotidianas” (Andrés Holguín), o la esperanza y la armonía  hombre-dios-naturaleza. En el frío de ciertos pueblos todavía hay, sin embargo, quienes buscamos abrigo en el fuego de Miguel Ángel Osorio, nombre de pila con el que lo bautizaron sus padres. Nombre que devendría en otros según bautizos del poeta a sí mismo, quien también fundara una escuelita rural, la Universidad Popular de Guatemala y un vasto ramillete de revistas y periódicos en Colombia, México, El Salvador, Honduras, Guatemala. “[…] Lo que más sorprende en la poesía de Barba-Jacob no son los pocos poemas en que se deshonra, si no su fundamental aspiración de dignidad humana, redimido por la poesía, así sea a través de sufrimiento”, acota X-504.

III

Se ha dicho también que Barba-Jacob era apenas un epígono del modernismo, incluso que su innovación fue casi nula, en cuanto a lo formal se refiere, para la historia de la poesía nacional. Esto lo arguye la fría distancia de los críticos. La encubierta neutralidad de quien juzga desde afuera el furioso fuego interior del poeta. Este juicio es de la preferencia de aquellos de cómoda existencia, los sedentarios que si les ruge la carne, la acallan con el agua bendita de la represión y los buenos modales. Esto, entonces, lo afirman quienes se resguardan en la falsa seguridad de un juicio imparcial y objetivo, en el saludable conformismo de no exponerse a la real incertidumbre que supone nuestro origen y nuestro final. El tiempo que nos origina, el tiempo que nos finaliza. Diríamos Lo fatal, como intituló Rubén Darío un poema que bien expresa la errancia, el estupor y la amargura que le supone al hombre —Barba-Jacob, en nuestro caso— el espacio entre el abrir y cerrar los ojos, el parpadeo de vivir, el “ir con fatales pasos hacia el fatal abismo”. Aquí Lo fatal:

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…

A una lectura en voz alta no es, por tanto, a la que corresponde limitarse a la perfección de la estrofa o a la exacta medida del verso que Barba-Jacob conocía a cabalidad. Mucho menos a la taxonomía literaria que lo instale en el modernismo o el romanticismo, en la condición de un maldito, demoníaco, erótico, inspirado, místico o angelical poeta más. “—¿Y nada más?  —Y un poco más”, podría responder Barba Jacob a nuestras fruslerías.

Sin pretensiones escuchamos aquí la humanidad de sus poemas y su naturaleza contradictoria, el ritmo turbulento de su canción, su grito estentóreo, su eco milenario, su sollozo melodioso y su íntimo suspiro. No se embadurnan aquí sus poemas con “moralina”, ni se los petrifica en fórmulas, desecantes, moralistas con las que, por ejemplo, un tal presidente de Colombia, Laureano Gómez, escribió firmando con un nombre falso en el periódico El Siglo un artículo en el que se refiere a Barba-Jacob como un “primate”, un “caso de la miseria humana”, “un degenerado”, “indigno de figurar entre las lecturas de las personas normales y decentes”.  Decencia y normalidad que, de seguro, concebía el presidente del lado de la admiración que él mismo profesara por las terribles máquinas de matanza del franquismo y del nazismo. Máquinas de matanza, a cuyo exacto funcionamiento en el territorio colombiano no fue ajeno el gobierno conservador presidido por “el Monstruo”.  Contrario a este juicio es el del reconocido ensayista Andrés Holguín en su Antología Crítica de la Poesía Colombiana 1874-1974 (Tomo I), quien asevera que Porfirio Barba-Jacob “es uno de los más grandes poetas colombianos de todos los tiempos, quizá el más hondo”.

Vale decir, además, que la poesía de Barba-Jacob se gesta y se juega en el continente suramericano, aunque beba de literatos de otras latitudes; continente cuya dinámica histórica se puede reducir a dos tonos: dictadura y revolución, opresión y resistencia. Es en medio de este desgarrador contexto político, social y cultural de América Latina que el poeta sobrevive no solo a revoluciones sino también a terremotos, inundaciones, epidemias. Y canta rebelde y ebrio. El poeta es la encarnación de un trópico salvaje, volcán y huracán; no el orden de una raza sino el caótico mestizaje de todas ellas: pueblo múltiple, corazón en llamas.

IV

No hay escisión entre el hombre y la obra, cuando son una y la misma cosa. En un sentido tal, y dado que el ya legendario poeta y el hombre ansioso eran lo mismo, podemos comprender que, después de que el hoy día “beato” padre Marianito juzgara en Angostura a su novela como inmoral, Barba-Jacob alzara la promesa de no volver a vestirse jamás. Le pareció imposible no estar desnudo e imposible el vestido, en tanto que, desde el estallido primigenio del grito, desde el tacto original con la dulce herida de nacer y, al fin, desde que se es arrojado a la vida borrascosa y su viaje en tren, se anda desnudo. Siendo ese el único indicio amable de la tiniebla: el grato desamparo y la frágil inocencia del goce.

Con Nietzsche decimos que Barba-Jacob alzó su vuelo “hacia futuros más remotos, hacia sures más meridionales que los que artista alguno haya soñado jamás: ¡hacia allí donde los dioses se avergüenzan de todos los vestidos!”. Pero en el poeta esta cumbre de desnudez reviste, más que la figura del Superhombre, la impudicia de la vida y su transcurrir efímero, su flujo y reflujo entre la tragedia y la bienaventuranza. Entre la carne y el cielo, en pleno combate.

V

En relación con el pensamiento, expresa Rafael Gutiérrez Girardot en su ensayo Barba Jacob y el existencialismo cómo en este poeta acontece una revelación del ser a la altura de otros pensadores europeos, agregando que “es el único poeta de vena y rigor que tenemos y hemos tenido en mucha historia”, razón por la que la riqueza de su obra puede dotar de “personalidad y espíritu al país” y merece “una atención mayor y la reverencia y el amor que pide una obra cuya conciencia hispanoamericana se anticipa, con mucho, a la conciencia que toma nuestro continente”. Leer una obra poética tal y dejar registro auditivo de su lectura es la oportunidad para consagrar esa “atención, reverencia y amor” a los “coros de alegría”, que Barba-Jacob opone contra la muerte. A la tragedia y a la barbarie, el arte de Barba-Jacob resistió con creación y belleza. Nuestras voces aquí son tan solo el reflejo de que “la poesía —según William Ospina en Por los países de Colombia. Ensayo sobre poetas colombianos— no puede ser explicada; pero infinitamente puede ser sentida y compartida”. Ese infinito sentir y compartir es lo que nutre las distintas voces y manos que aquí participamos, convocando a la fiesta

Con este ejercicio de arte, creación, recreación y experiencia que conlleva el acto de leer, descubrimos y preservamos la memoria de Barba-Jacob en nuestras vidas, “comprendemos que la inesperada inmortalidad del poeta somos nosotros, que su ansiedad se ha perpetuado, que su voz cobra vida en nuestros pechos, y que en esto consiste el milagro de la poesía, en lograr que lo que fue de uno sea de todos, que la plenitud y la armonía que anheló para sí un cantor errante perdido en el tiempo, terminen siendo el anhelo y el reclamo de numerosos seres humanos”, como lo expresa William Ospina. El peregrinar de Barba-Jacob hacia su Acuarimántima —espacio de armonía universal—, es el caminar de todos, la voz de “un hombre” como se titula uno de sus memorables poemas que, junto con otros muchos, son ya de culto para muchas voces y corazones en Antioquia y en el mundo. Y es que desde hace tiempo la poesía de Barba-Jacob, su canto y desencanto, no nos abandonan. Lo editan y reeditan, lo cantan, decantan y desencantan. Al leerlo, degustamos así una voz profunda atravesada por los vientos de América. “De nada valen las teorías y la razón crítica contra el sentimiento. Por eso no hay propiedad como la del amor”, esclarece, finalmente, el gran cantor Jaime Jaramillo Escobar. Así que no tememos decir ya que Porfirio Barba-Jacob es nuestro, de quienes sienten suyo el corazón de todos y de todo. A cada uno, pues, el sagrado fuego de sus “páginas inflamadas”.

Bibliografía

Obras completas. Porfirio Barba Jacob. Medellín. Ediciones Académicas Rafael Montoya y Montoya. 1962.

Antología Crítica de la Poesía Colombiana 1874-1974 (Tomo I). Andrés Holguín. Bogotá. Ediciones Tercer Mundo. 1981.

Barba Jacob. El Mensajero. Fernando Vallejo. México Editorial Séptimo Círculo. 1984.

Poesías. Porfirio Barba Jacob. Bogotá. Círculo de Lectores. 1984.

Crítica sobre literatura, arte y teatro.Tomo I. Laureano Gómez. Bogotá. Instituto Caro y Cuervo. 1984.

Poemas completos. Porfirio Barba – Jacob. Ediciones Autores Antioqueños. Medellín. 1992.

Por los países de Colombia. Ensayo sobre poetas colombianos. William Ospina. Medellín. Fondo Editorial Universidad EAFIT. 2002.

Barba – Jacob para hechizados. Jaime Jaramillo Escobar. Medellín. Biblioteca Pública Piloto. 2005.

Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche. Madrid. Alianza Editorial. 2006.

Poesía completa. Porfirio Barba Jacob. Bogotá. Fondo de cultura Económica. 2007.

Antología. Rubén Darío. Madrid. Editorial Espasa Calpe, S.A. 2007.

Historia de la poesía colombiana. Siglo XX. De José Asunción Silva a Raúl Gómez Jattin. Bogotá. Villegas Editores. 2008.

Ensayos sobre literatura colombiana (2 tomos). Rafael Gutiérrez Girardot. Medellín. Ediciones Unaula. 2011.

No con la pluma, sino con los pinceles, los tan delicadísimos de Vermeer, se ha expresado nunca mejor esta relación sutil de la mujer y la carta. Empiécese por recordar que aquel pintor sin igual de obras máximas en lienzos mínimos, aquel especialista en esmeros de la sensibilidad y primores del pincel, descubierto para el público por otro genio de las finuras psicológicas, Marcel Proust, dedica lo mejor de sus colores y sus amores a figuras femeninas. Como si quisiera, él, pagar los pecados e Rubens, hacer penitencia por su genial compatriota, por sus orgías espléndidas de movimiento, de deslumbres, de carnes desnudas, de hembras en tropel, que ofrece al mundo centenares de lienzos, como otras tantas banderas desplegadas de la sensualidad, Vermeer devuelve a las mujeres a gineceo. Rubens amotina los cuerpos femeninos, los convulsiona, condenándolos a esguince y quiebro perpetuos, los arroja a la pasión; Vermeer los para, se los ofrece a la serenidad. Rubens las saca al aire libre, entrega sus cabelleras a los vientos, sus desnudeces a los castigos de los soles; las mujeres de Vermeer viven en aposentos iluminados por una luz de entre dos luces, que es pura caricia en todo lo que se posa. La pintura de Rubens escoge como su campo de liza y sede de sus fiestas la epidermis femenina, y en ella triunfa, canta y se eterniza; Vermeer arranca deliciosas melodías cromáticas asordinadas, suavísimas, de las aguas del raso y del saetín, de los visos de pieles, que visten sus damas, casi siempre cubiertas hasta el cuello, y no desaprovecha arruga ni plieguecillo de la tela para remansar en ellos gráciles matices de luz. Rubens propaga con sus enormes cartelones los ejercicios carnales; Vermeer invita, desde sus breves lienzos, a los ejercicios espirituales. Y por eso, mientras las bravías de Rubens se desalan por los bosques, tras las fieras ilusorias, o pugnan, convulsivamente, por desprenderse de las garras del sátiro, las plácidas damiselas de Vermeer leen cartas, escriben cartas, en un camarín abrigado.

El defensor. Madrid. Alianza Editorial. 1983. Págs. 75-76.

Juan Cárdenas

SIETE

Hacia las nueve de la mañana del día siguiente, don Floro Ulcué, un minguero de la vereda Andalucía, municipio de Caldono, se ofreció a llevar a Miguel en su moto hasta el límite sur del complejo de ocupación. Así, Miguel entendió que había grandes porciones de terreno sin bloquear, que entre los puntos de asentamiento era posible correr a toda velocidad, en ausencia total de tráfico o de cualquier otro obstáculo. Don Floro Ulcué resulto ser un motociclista salvaje, de los que acuestan la moto en las curvas cerradas. Miguel disfrutaba de su estilo temerario y le parecía linda la manera en que la máquina iba comiéndose los ribetes de la carretera, subiendo y bajando por cuestas empinadas. En la cima de una de esas montañas, don Floro se detuvo de golpe y señalo hacia una depresión profunda del terreno. Mire, dijo, allá abajo. La policía antidisturbios estaba cargando contra la gente, y desde esa distancia, Miguel pudo apreciar la sofisticada estrategia de los mingueros para emboscar, dividir las rígidas figuras geométricas de robocops y sometérselos a una lluvia de piedras y voladores de pólvora lanzados desde las laderas. Pronto la hondonada se cubrió de gases lacrimógenos y disparos. Esos son tiros de verdad, dijo don Floro, eso no son balas de goma. Están tirando a matar. Los mingueros, asustados o heridos, corrían a esconderse en los bosques donde el árbol del cámbulo, por haberse adelantado el verano, echaba ya sus flores de color zapote intenso. El humo de los gases se demoraba en dispersarse entre las ramas. Por un momento pareció que la brutal arremetida de los robocops acabaría por vencer a los mingueros, pero entonces entraron en escena seis aparatos voladores que comenzaron a arrojar un líquido sobre el escuadrón de antidisturbios. ¿Qué son esas cosas?, preguntó Miguel. Y don Floro, con una sonrisa de oreja a oreja, explicó que eran los drones del consejo regional indígena y lo que arrojaban sobre los tombos era una mezcla de sustancias ácidas, paralizantes y pegajosas fabricadas con plantas. Miguel contempló la embestida aérea entre pasmado y todavía un poco incrédulo. El efecto sobre los robocops fue casi instantáneo, pues, a pesar de que muchos llevaban máscaras antigás, aquellas sustancias vegetales se absorbían también por la piel, atravesando la ropa. Varios acabaron rodando por el suelo, retorciéndose entre horribles punzadas urticantes y alucinaciones. El ataque de los drones dio a los mingueros de infantería el suficiente margen para la retirada.

Aquí, dijo don Floro, pedagógico como suele ser el pueblo nasa, en estas montañas estamos peleando dos guerras: la del siglo XIX y la del siglo XXIUU. Los blancoides de las ciudades creen que los indios somos cualquier lagaña´e mico. Y nosotros estamos preparados para todos los cambios porque venimos de muy atrás. Sabemos usar todos los recursos, sabemos dar la lucha en todos los frentes. Los blancoides van a perder, tarde o temprano, y los indios, los negros, los campesinos, los de abajo vamos a gobernar este país. Pero mejor sigamos, amigo Miguel. No es seguro quedarse aquí parado, que de cualquier rincón salen los tiros.

Elástico de sombra. México. Editorial Sexto Piso. 2019. Págs. 81-83.  

EL ITALIANO O EL CONFESIONARIO DE LOS PENITENTES NEGROS

ADVERTENCIA

Era el año 1764. Unos ingleses que viajaban por Italia decidieron hacer una excursión por las cercanías de Nápoles. Una vez allí, mientras paseaban extasiados, disfrutando del paisaje y del aroma del país, llegaron hasta los muros de la iglesia de Santa María del Pianto, perteneciente a un convento muy antiguo de la orden de los Penitentes Negro.

La magnificencia del pórtico, aunque degradado por las injurias del tiempo, excitó la admiración de los viajeros, los que, deseando recorrer todo el edificio, subieron por la gradería de mármol que conducía al templo.

En la parte hundida del pórtico, por detrás de las columnas, se paseaba un personaje, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la tierra y absorto de tal modo en sus pensamientos que no percibía que los extranjeros se acercaban. Pero, al sentir el ruido de sus pisadas, se volvió repentinamente y sin pararse, entró corriendo por una puerta que daba a la iglesia y despareció.

La figura de aquel hombre, que no era nada común, llamó la atención de los viajeros. Era alto y delgado, tenía un color bilioso, las facciones duras y una mirada feroz.

Entraron en la iglesia y lo buscaron con la vista, pero sólo percibieron en la oscuridad un religioso de un convento inmediato que se dedicaba, algunas veces, a enseñar a los extranjeros los objetos que merecían alguna atención en aquella iglesia, y que se acercaban a ofrecer sus servicios.

El interior del edificio no poseía los adornos y la magnificencia que distingue a las iglesias de Italia, y particularmente a las de Nápoles, pero merecía la atención de los hombres de gusto por su sencillez y nobleza, así como por una cierta proporción de luz y sombra que aumenta el respeto, excita y sostiene el fervor de la devoción.

Nuestros viajeros, después de haber conocido las capillas y todo lo que les había parecido digno de observación volvieron hacia el pórtico, desde donde divisaron, un poco envuelto en la oscuridad, la hombre que tanto les había llamado la atención, y que entraba en un confesionario el lado izquierdo. Uno de ellos, dominado por la curiosidad, preguntó al fraile quien era aquel religioso. El fraile pareció dudar si debía responder, pero al fin, después de que se le hubo repetido la pregunta, inclinó la cabeza en señal de obediencia y dijo, sin manifestar ninguna alteración:

-Es un asesino.

-¡Un asesino! –Exclamó uno de los ingleses- ¿permanece en libertad?

Un italiano que formaba parte del grupo se sonrió del asombro que manifestaba su amigo y le replicó:

-Aquí ha encontrado un asilo.

-¿Con que vuestros altares protegen a los asesinos? –dijo el inglés sin salir de su asombro.

-No estará seguro –replicó el fraile, con dulzura- en ninguna otra parte.

-Es una cosa muy extraña –repuso el inglés. ¿Y qué poder les queda a vuestras leyes, si los mayores criminales tienen medios de librarse de ellas?… Pero ¿cómo puede vivir en este sitio? Está expuesto, por lo menos, a morir de hambre.

-No –dijo el fraile. Siempre hay personas dispuestas a socorrer a los que no pueden hacerlo por sí mismos y como el criminal no puede salir de este recinto para remediar sus necesidades, se le trae el alimento.

-¿Es posible? –replicó el inglés, dirigiéndose a su amigo italiano.

-Pero ¿querríais acaso –le dijo éste- que dejase a ese desgraciado morir de hambre? ¡Cómo! ¿desde que estáis en Italia, no habéis visto nada parecido? Esto aquí no es nada raro.

-Nunca –respondió el inglés- y apneas creo lo que estoy viendo.

-Amigo mío –le dijo el italiano- entre nosotros es tan común el crimen de asesinato que, si no hubiera estos asilos para los desgraciados que lo cometen, nuestras ciudades quedarían, muy pronto casi despobladas.

Después de está observación, el inglés se  contentó con bajar la cabeza.

-Mirad –continuó el italiano- aquel confesionario de la izquierda, el que está más allá de las columnas, debajo de la vidriera de colores. Tal vez la luz sombría que arrojan hacia aquella parte los cristales pintados, no os dejará distinguir los objetos.

Mirando el inglés con atención, descubrió un confesionario de encina, bruñido ya por el tiempo y advirtió que era el mismo donde acababa de entrar el asesino. Por encima estaba cubierto con un paño negro y tenía tres divisiones; en la del medio se hallaba el asiento del confesor, y en las de la derecha e izquierda había dos pequeños gabinetes abiertos por delante y separados por una reja, que era por donde los penitentes arrodillados confesaban los crímenes que manchaban su conciencia.

-Es el confesionario adonde ha entrado el asesino –dijo el inglés- y me parece uno de los sitios más trises que visto nunca. Su aspecto solamente basta para sumergir a un criminal en la desesperación.

-¡Ah! –respondió el italiano sonriéndose- nosotros no caemos tan fácilmente en la desesperación.

-¿Y qué queréis decirme –preguntó el inglés- enseñándome el confesionario adonde ha entrado el asesino?

-Quiero –respondió el italiano- que lo observéis con atención porque no hace muchos años, en ese mismo lugar, se hizo una confesión que corresponde a una historia que he recordado por la presencia del asesino y también por vuestra os la daré, porque un estudiante de Padua, amigo mío, que se hallaba en Nápoles poco tiempo después de hacerse pública aquella horrible confesión, la escribió y me la dio.

-Me asombráis infinitamente –interrumpió el inglés- yo creía que los sacerdotes guardaban la confesión como un secreto inviolable.

-Vuestro reparo es justo –dijo el italiano. El secreto de confesión no se ha violado nunca, sino por orden de una autoridad superior y en circunstancias que justifican esta violación. Pero, cuando leáis la relación de los hechos, cesará vuestra sorpresa. El estudiante, al que antes aludía, vivamente impresionado por estos sucesos, los transcribió en estas páginas que hoy están en mi poder y que me fueron dadas como recompensa de algunos favores sin importancia que yo le había hecho. Al leer esta historia os daréis cuenta de que el autor era joven y que estaba poco versado en el arte de componer, pero que tiene el mérito de contar los hechos con exactitud, que es lo que buscáis. Ya es tiempo de que nos retiremos de la iglesia.

-Sí –respondió el inglés- pero antes quiero echar una ojeada a este edificio respetable y al confesionario con el que habéis excitado tan profundamente mi atención.

Mientras el inglés miraba las altas bóvedas y el interior de aquel vasto edificio, el asesino salió del confesionario y atravesó el coro. El inglés, al verlo, experimento un sentimiento de horror, apartó la vista y salió apresuradamente de la iglesia.

Más tarde, cuando el inglés volvió a su posada, recibió el libro que le habían ofrecido y leyó lo siguiente.

El italiano o el confesionario de los penitentes negros. Barcelona. Icaria Editorial. 1981. Págs. 5-8.

RUINAS

Cuando se han agotado todas las formas de consuelo, es preciso encontrar otra, por absurda que sea. En las ciudades alemanas sucede a menudo que la gente le pide al forastero que confirme que su ciudad es la más incendiada, destruida y arrasada de toda Alemania. No se trata de encontrar consuelo en la aflicción; la propia aflicción se ha convertido en consuelo. Esas mismas personas sienten desaliento cuando se les dice que se han visto cosas peores en otros lugares. Y quizás uno no tiene derecho a decirlo; cada ciudad alemana es la peor cuando hay que vivir en ella.

Berlín tiene sus campanarios amputados y su serie sin fin de palacios gubernamentales en ruinas, cuyas decapitadas columnas prusianas descansan sus perfiles griegos en las aceras.

Delante de la estación de Hannover está el rey Ernesto Augusto sentado sobre el único caballo gordo de toda Alemania, y esa estatua es prácticamente lo único que se ha salvado sin un rasguño en una ciudad que en su día alojaba cuatrocientas cincuenta mil personas. Essen es una pesadilla de desnudas y frías construcciones de hierro y de muros de fábricas derrumbados.

En Colonia, los tres puentes sobre el Rin están debajo del agua desde hace dos años, la catedral se yergue triste, melancólica, oscura y solitaria en medio de un montón de ruinas y con una herida roja de ladrillos en un costado, que parece sangrar cuando oscurece. Las oscuras y amenazantes pequeñas torres medievales de Nuremberg se han derrumbado en el foso, y en las pequeñas ciudades de Renania pueden verse, cual costillas, las vigas de madera de las casas destruidas por las bombas. Y, sin embargo, hay una ciudad que cobra por mostrar una ruina: la intacta Heidelberg, cuyas pintorescas ruinas del viejo castillo parecen una parodia diabólica en este tiempo de ruinas.

Fuera de esto, en todas partes está lo peor… quizá. Pero si uno se empeña en batir marcas, si uno quiere convertirse en experto en ruinas, si uno quiere ver no una ciudad de ruinas sino un paisaje de ruinas, más desalado que un desierto, más salvaje que una montaña y tan fantasmagórico como una pesadilla, quizá sólo hay una ciudad que esté a la altura: Hamburgo.

Hay una zona de Hamburgo que en su día fue un barrio de calles anchas y rectas, con plazas y jardines, casas de cinco pisos rodeadas de césped, garajes, restaurantes, iglesias y lavabos públicos. Comienza en una estación de tren de cercanías y acaba más allá de la siguiente.

Desde este tren, durante un cuarto de hora, se contempla una vista ininterrumpida de algo que parece ser un enorme depósito de paredes rotas, paredes solitarias con ventanas vacías que parecen ojos que miran al tren, restos indefinibles de casas con amplias marcas de hollín, ora altas y osadamente ornamentadas como los monumentos conmemorativos de cualquier victoria, ora pequeñas como monumentos funerarios de mediano tamaño.

Vigas oxidadas emergen de los escombros como mástiles de buques que naufragaron hace mucho tiempo. Columnas de un metro de diámetro que un destino artístico ha tallado en grupos de casas derruidas emergen por encima de montones blancos de bañeras aplastadas o de montones grises de piedras, de ladrillos pulverizados o de radiadores quemados. Fachadas bien cuidadas sin nada detrás se yerguen como decorados de teatros nunca acabados.

Todas las formas geométricas se hallan representadas en esta variante de Guernica y de Coventry ya con tres años: cuadrados regulares de paredes de escuelas, triángulos grandes y pequeños, rombos y óvalos de los muros exteriores de las casas baratas que en la primavera de 1943 todavía se erguían entre las estaciones de Hasselbrook y Landwehr.

A una velocidad normal, el tren atraviesa esa inmensa desolación en aproximadamente un cuarto de hora, y durante ese tiempo mi silenciosa guía y yo no vemos ni una sola persona en esta zona que un día fue una de las más pobladas de Hamburgo. El tren está lleno como todos los trenes alemanes, pero aparte de nosotros dos no hay ni una sola persona que mire por la ventana para ver lo que posiblemente sea el campo de ruinas más horrible de Europa, y cuando miro a la gente me encuentro con miradas que dicen: «Alguien que no es de aquí».

El forastero se descubre inmediatamente a sí mismo por su interés por las ruinas. Inmunizarse lleva tiempo, pero se consigue. Mi guía hace tiempo que está inmunizada, pero tiene una razón muy personal para interesarse por este paisaje lunar entre Hasselbrook y Landwehr: vivió en este lugar durante seis años y no lo ha vuelto a ver desde la noche de abril de 1943, cuando la tormenta de bombas se abatió sobre Hamburgo.

Bajamos del tren en Landwehr. Creí que seríamos los únicos en bajar, pero no es así. Hay otros, además de los turistas, con una razón para venir aquí: hay gente que vive aquí, aunque no se vea desde el tren. Apenas se ve desde la calle. Andamos un rato por las ex aceras de las ex calles y buscamos una ex casa que nunca encontramos. Esquivamos los restos retorcidos de algo que, cuando miramos con atención, resultan ser automóviles quemados que yacen de espaldas en los escombros. Miramos a través de los grandes agujeros de casas ruinosas donde las vigas que penden de un piso a otro se retuercen como serpentinas. Tropezamos con tuberías de agua que salen de las ruinas como reptiles de metal. Nos paramos frente a casas donde las paredes exteriores han sido arrancadas como en esas obras de teatro popular donde el espectador ve cómo se desarrolla la vida en varios planos al mismo tiempo.

Pero aquí se busca en vano el recuerdo de lo que fue la vida humana. Sólo los radiadores se aferran a las paredes cual animales espantados; por lo demás, todo lo que es combustible ha desaparecido. Hoy no sopla viento, pero cuando lo hace, los radiadores empujados por el viento golpean contra las paredes y todo este ex barrio, en el que pesa un silencio de muerte, se llena de un peculiar martilleo. A veces ocurre que un radiador se desprende repentinamente y cae y mata a alguien que allí se encontraba buscando carbón en las entrañas de las ruinas.

Buscar carbón…, ésta es una de las razones por las cuales la gente baja del tren en Landwehr. Lleno el espíritu de nostalgia por la pérdida de Silesia, con la perspectiva de perder la región del Sarre y con el pensamiento en un Ruhr cuyo futuro no está ni mucho menos decidido, los alemanes, sarcásticos, dicen que sus ruinas son las ¿nicas minas de carbón de Alemania.

Pero la mujer en cuya compañía busco una casa que no existe no es tan sarcástica. Es una alemana de sangre medio judía que, gracias a hacerse lo más invisible posible, consiguió escapar del terror y de la guerra. Estuvo en España hasta que Franco se lo hizo imposible y después de la victoria de éste volvió a Alemania. Vivió en la proximidad de Landwehr hasta que la casa fue destruida por bombas inglesas. Es una mujer vigorosa y amarga que perdió todo cuanto tenía durante el bombardeo de Hamburgo; pero la fe y la esperanza las perdió durante el bombardeo de Guernica.

Vagamos por este abandonado cementerio sin fin en el cual es imposible orientarse ya que no hay nada que distinga una manzana de otra. En lo que todavía queda de una pared, hay un letrero con un nombre de calle que parece burlarse de nosotros; de otra casa sólo queda el portal coronado con un número sin sentido. Los letreros de las viejas verdulerías o de las carnicerías, que han sido enterrados bajo los escombros, asoman de la tierra como epitafios, pero de repente chispea una luz en el sótano de la casa de al lado.

Hemos llegado a una parte en la que por suerte los sótanos se han salvado. Las casas se derrumbaron pero los techos de los sótanos han aguantado y eso significa un techo para cientos de familias sin casa. Miramos a través de los respiraderos de esas pequeñas piezas con desnudos muros de cemento, dotadas de una estufa, una cama, una mesa y, en el mejor de los casos, una silla. Unos niños están sentados en el suelo y juegan con una piedra; sobre la estufa hay una olla. Por encima, entre las ruinas, colgada de una cuerda atada entre una retorcida tubería de agua y una viga de hierro caída, ondea ropa blanca de niño lavada. El humo de las estufas se abre camino a través de las grietas de las paredes que se derrumban. Cochecitos de bebé aguardan delante de los respiraderos.

Un dentista y algunas tiendas de comestibles también se han instalado en el fondo de una ruina. Dondequiera que haya un poco de tierra se cultiva col lombarda.

—En cualquier caso, los alemanes son gente mañosa —dice mi guía, y luego se calla.

En cualquier caso. Suena como si lo lamentara.

Más abajo, en la calle, hay un camión inglés con el motor en marcha. Algunos soldados ingleses han bajado y hablan, arrodillados, con algunos niños.

—Los ingleses, en cualquier caso, son buenos con los niños — dice entonces.

Suena como si también lo lamentase.

Pero cuando le digo que siento mucho la pérdida de su casa, es una de las pocas personas que dicen:

—Esto empezó en Coventry.

La respuesta suena casi demasiado típica para que parezca sincera, pero en su caso lo es. Sabe todo lo que ha pasado durante la guerra y, sin embargo, o quizá por eso mismo, su caso es tan trágico.

Existe en Alemania un número considerable de antinazis sinceros más decepcionados, más apátridas y más derrotados que cualquiera de los simpatizantes nazis. Decepcionados porque la liberación no fue tan radical como esperaban, apátridas porque no quieren solidarizarse ni con el descontento alemán —en cuyos ingredientes creen ver demasiado nazismo encubierto— ni con la política aliada —cuya indulgencia con los antiguos nazis ven con consternación— y finalmente derrotados porque, por un lado, se preguntan si ellos como alemanes pueden tener alguna participación en la victoria final de los aliados, y por otro lado porque no están tan convencidos de que como antinazis no tengan una parte de responsabilidad en la derrota alemana. Se han condenado a sí mismos a una pasividad total ya que la actividad significa cooperar con elementos dudosos a los que aprendieron a odiar durante doce años de opresión.

Estas personas son las ruinas más bellas de Alemania, pero por el momento igual de inhabitables que todas estas casas demolidas entre Hasselbrook y Landwehr, que exhalan un olor áspero y amargo de incendios apagados, en el húmedo anochecer de este otoño.

Traductor JOSÉ MARÍA CABA

Otoño alemán. Barcelona. Editorial Octaedro. 2001. Págs. 34-43.

Anatoli Lunacharski

CARTA A LA REDACCIÓN DE LA GRAN ENCICLOPEDIA SOVIÉTICA

29 de marzo de 1929

Estimados camaradas

Les ruego disculpen el que no haya respondido, en tanto tiempo, ni a su carta ni al material que me enviaron sobre Goethe. Hasta ahora no me ha sido posible darles una cierta valoración al respecto.

Estoy totalmente conforme con la caracterización del artículo de Benjamín contenida en la carta al redactor jefe. No se trata de que el artículo sea inadecuado por su carácter no enciclopédico (po svoej “neénciklopeditcnosti”). Denota mucho talento y contiene a veces observaciones asombrosamente acertadas, pero no extrae ningún tipo de conclusión. Por otro lado, ni explica el lugar que Goethe ocupa dentro de la historia de la cultura europea, ni su lugar entre nosotros, en –por decirlo así- nuestro panteón cultural. A ello se añade el hecho de que el trabajo contenga algunas tesis sumamente dudosas.

No sé si Vds. desean hacer uso de este artículo, pero, sea como fuere, quisiera hacer algunas observaciones personales. Lo que aparece en la página tercera y cuarta, entre paréntesis debe omitirse. No se deben admitir las frases que aparecen en la página cinco: “Los revolucionarios alemanas no eran ilustradores; los ilustradores alemanes no eran revolucionarios.” Esta afirmación, completamente equivocada, es rebatida, más adelante, por el propio autor al hablar de la firme conciencia de clase de Lessing, que, naturalmente, fue un ilustrador. La manifestación contra toda clase de revolución y contra el Estado, en la misma página es muy difusa, y tampoco se menciona, en ningún momento, la motivación más profunda de la antipatía de Goethe por la visión materialista del mundo de Holbach. En la página sexta se cuestiona el que la protesta de Goethe surgiera, en gran medida, de la clara concepción de la vida dentro de la naturaleza que le era propia, concepción que guarda un extraordinario parentesco con la interpretación dialéctica. El contenido del paréntesis de las páginas 8 y 19 debería omitirse; de paso he ido corrigiendo diversas faltas ortográficas y de otra índole. La idea expresada en el interior del paréntesis de la p. 59 es muy poco clara. En la p. 2 del segundo apartado es difícil poder coincidir con la opinión del autor en el sentido de que las conversaciones de Goethe con Eckermann constituyen una de las mejores obras de la literatura del siglo XIX. En la página sexta, el traductor ha olvidado, evidentemente, poner algo; este pasaje debe ser completado.

Por lo demás, vuelvo a aconsejar que no se imprima el artículo de Benjamín.

Menos adecuado es todavía el artículo de Oskar Walzel. Resulta sumamente difícil comprender una vida tan problemática y polifacética como la de Goehte de modo que, por un lado, se haga justicia a toda esa variedad de facetas y, por otro, se ponga de manifiesto la profunda unidad que subyace en Goethe, su vida y sus obras poéticas y científicas. Con independencia de que Walzel opine que su artículo es, por decirlo así, una prolongación de la obra de Gundolf, con algunas correcciones, su trabajo no sólo es inaceptable para una enciclopedia marxista, sino, además, completamente incoherente.

Desagradable.

No puedo hacer nada al respecto. La Enciclopedia Literaria quería confiarme el artículo de Goethe y yo fui lo bastante débil como para aceptar. Pero he llegado a la conclusión de que sería sencillamente irresponsable por mi parte, dado mi excesivo trabajo, abordar una tarea que conlleva tanta responsabilidad (1).

Ahora bien, la bibliografía adjunta al artículo de Walzel es, ciertamente, muy valiosa y puede utilizarse, sin duda, con éxito.

Comisario del Pueblo de Instrucción.

1. El artículo sobre Goethe del tomo16 de la Gran Enciclopedia Soviética (1929) se compone de varias partes. Los autores: W. Benjamín, V. K. Ikov, B. I. Purisev, V. P. Zubov, S. L. Sobol´, A A. Tumerman. El artículo sobre Goethe para la Enciclopedia Literaria (Vol. 2. M., 1930), lo escribió B. I. Purisev. [Nota del editor.]

[La carta de Lunacharski ha sido traducida de la primera publicación en ruso den Literaturnoe nasledvstov, t. 82, Moscú, 1970, pp. 534-535.

Traducida a alemán por Paul. G. Rúhl].

Editado a partir del texto manuscrito y acompañado de notas de GARY SMITH

Prólogo de GERSHOM SCHOLEM

Versión castella de MARISA DELGADO

Diario de Moscú. Barcelona. Taurus Ediciones. 1987. Págs. 161-163.