Ayer leí por primera vez la novela de Huysmans A contracorriente y la leí en Rabean. Este libro discutible sale de la moda aquí para incorporarse a la Historia. Jean Des Esseintes jamás vino a Rabean pero ¿qué importa? Los viajes no formaban parte de sus ejercicios espirituales. El personaje, cálidamente arropado en brocados, hubiera podido envolverse en esta ciudad como con un abrigo de piedra más resistente y más vasto, casi impermeable al aire del Tiempo. En estas calles de casas bajas, donde estalla de cuando en cuando el estrépito trivial de una fanfarria, donde las tiendas exponen sus incentivos pasados de moda, todo respira el aburrimiento de los días demasiado largos, de tareas monótonas, cuando la Envidia se convierte en el más mimado de los siete pecados. Solas, aquí y allá, disimuladas tras sus fachadas de ásperos ladrillos, casi subterráneas, accesibles únicamente a través de corredores tortuosos, las iglesias se abren como tragaluces de un mundo del alma. Aquí, Des Esseintes hubiera podido satisfacer ese deseo desesperado de fraternidad en la soledad, el único que aún une a los hombres con aquellos que, por propia voluntad o no, se han alejado del orden humano. A través de los siglos, hubiera podido comprobar aquí la existencia de cómplices de sueño, de silencio, de catalepsia.
Hipérbole de mi memoria…
La hipérbole y la palabra son aquí los dos sésamos matemáticos de los ábsides, las dos formas de la curva a las que obedece el peso de las piedras. Gramatical o geométrico, su empleo estalla en cada página de estos libros de cristal y oro. Parábolas de Cristo, lozanía de los objetos, sencillez infantil del alma. Hipérbole del lenguaje imperial, declamación pomposa entorno a los Césares. Aquí hubo emperadores que hilaron muy fino los dogmas, que violentaron verdades y trataron textos como si fuesen ciudades conquistadas, que infligieron al sentido de las frases de las Escrituras las mismas transposiciones de sexo que habían intentado los Césares. Todos los fuegos artificiales celestes fueron agotados sobre estos muros por una raza impaciente, decidida a malgastar, antes de tiempo, el pasto de las promesas de Dios. Es esa hierba paradisíaca la que pacen los doce corderos que simbolizan a los Apóstoles; es esa hierba la que alimenta desde hace siglos a los ciervos obligados a pastar en el techo de una tumba. Tras las pesadas paradas militares de la Roma imperial, sólo interrumpidas, en ocasiones, por el hermoso grito demente de un emperador, las procesiones humanas confiesan por fin lo que son: una teoría de mártires. Los gruesos bajorrelieves imperiales traspasan la muralla y se convierten en una procesión de sombras. El Imperio de Occidente, devorado úlceras, cubiertos de sanies fosforescentes, se revuelca igual que Job, pero lo hace sobre un estercolero de piedras preciosas. Los personajes ya no son sino pantallas de zafiro, fantasmas de rubíes en los que se transparenta la luz de un Dios.
No hay ciudad que acuse más que ésta el hiato entre lo de dentro y lo de fuera, entre la vida pública y la secreta vida solitaria. En la plaza, el sol calienta las sillas de hierro a la puerta de un café: niños sucios, mujeres que desbordan maternidad vociferan en las calles tristes. Pero aquí, en estas puras tinieblas que la costumbre hace pronto transparentes, resplandecen fulgores por aquí y por allá, límpidos como los de un alma donde se forman lentamente las cristalizaciones de la desgracia. Los pilares giran con la tierra. Las bóvedas giran con el cielo. Los Apóstoles danzan como derviches a los sones agudos de un vals lento. Manos divinas penden al azar, indefinidas como las que rozan los rostros en las sesiones de espiritismo, irrisorias como las manos dibujadas sobre las murallas para indicarnos el camino que no debemos seguir. Imponentes para recrear el mundo, esas manos se contentan con bendecirlo. Uno de los secretos de Rabean es que la inmovilidad linda con la velocidad suprema: conduce al vértigo. El segundo secreto de Rabean es el de la subida en profundidad, el enigma del Nadir. A la letra, los personajes de los mosaicos están minados: han cavado en sí mismos enormes cavernas donde recogen a Dios. Hundidos en las entrañas del éxtasis, parten en busca de un sol de medianoche, a las místicas antípodas del día. Su experiencia contradice el impulso gótico que tiende los brazos hacia Dios. Prisioneros de un sueño, cautivos bajo la campana de las bóvedas, escapan de la agitación del mundo en la serenidad del abismo.
No es verdad que esos hombres y esas mujeres huían en Dios de un mundo inundado de sangre, donde el paseante corría el riesgo incesante de recibir en la cabeza los escombros de un imperio. Esas épocas de enclaustramiento reflexivo y de tristeza ardiente suelen preparar las catástrofes, no deplorarlas. Las preceden, lo mismo que el pecado precede al castigo. Los ábsides de Rabean son las cuadras sublimes de los cuatro caballos de la Muerte. Si bastó, para hacer que se tambalease el Imperio, con un empujón de las razas bárbaras, fue quizá porque sus poseedores debilitados se desinteresaban de todo lo que no fuese sus alegrías tristes. Esos personajes embalsamados en perfumes se las arreglan para adelantarse a la tumba. Todos cometen con delicia ese supremo pecado contra la naturaleza que consiste en negarse a estar en el mundo. Su odio a la figura humana es tan grande que logran arrebatar a las imágenes santas todo su peso, todo su espesor y, en ocasiones, toda forma: se anticipan al Greco en el arte de las llamas que tiemblan. Su tímida ternura la destinan sobre todo a las telas suntuosas, a las que desean arrugar sin ofensa, a las piedras preciosas que, por lo menos ellas, arden sin sufrir. Ya crean o no en la realidad de Cristo, se las arreglan para dar de él la imagen más alejada de las realidades de la historia; le quitan al Mesías la falsa barba que ocultaba la eterna juventud de Dios. Devuelven al adolescente divino su figura de gran Ángel. Una vez más, los dogmas aquí no son más que una reja tras la cual aparecen las significaciones instintivas. Aquellos místicos creían que la renuncia es la única vía de salvación, que hay que huir del mundo, que el orden universal reposa sobre un cordero sacrificado. Todos los desgraciados les darán la razón.
Para el hombre que va más allá e las realidades humanas, sólo se pueden seguir dos caminos. Poseer la vida como se posee una mujer, conquistarla como se conquista un mundo, dominarla como a una fiera, devorarla como a una liebre, o escupir sobre esta podredumbre.
No hay más elección que entre la pura sensualidad y la perversidad pura, entre el realismo mágico que se asocia victoriosamente al ritmo mismo de las cosas y la renuncia mística que las rechaza para inventarse un cielo. Hay que elegir entre ser el César de Roma o soñar en el desierto. Des Esseintes y sus hermanos coronados de Bizancio o de Baviera eligen la pendiente interior. Esos personajes de pie al borde del abismo, pegados al muro, son otros tantos Khosroes que se las arreglan para tener su propio firmamento, su cruz, su sol. Locos, esos personajes del Bajo Imperio que tienen la manía escribidora, la repetición estéril, argucias sin fin, la indiferencia hacia todo lo que es su delirio, la incapacidad de crear. Pero poseen asimismo el don de las lágrimas, el privilegio de oír en sus celdas desconocidos conciertos de ángeles. Sus únicas obras maestras son precisamente los accesorios de su embriaguez solitaria, sus instrumentos, sus decorados. Sus Paraísos artificiales están pegados a la piedra misma, al tosco ladrillo: perdidamente hacen trampas valiéndose de trocitos de vidrio coloreados y de raspaduras de oro. Sus manos temblorosas dejan una huella confusa, pero sublime, en las paredes salpicadas de fósforo y de sangre. Son los castillos de Baviera a las orillas del Bósforo, las Selvas Negras de los pìnos de Rabean.
Byron medita en el Pinar y las lentas pisadas de su caballo son silenciosas sobre la pinocha caída en el suelo. Está cansado de Rabean, puesto que vive en ella. Los grandes senos de la Guiccioli ya no son para él más que dos odres vacíos. Los mosaicos de las iglesias de Rabean sólo interesan, sí acaso, a la parte más superficial de su alma, a esa noción de lo pintoresco que en él hace las veces de amor al arte. Puesto que todo tiene su compensación, es inevitable que Napoleón quiera escribir tragedias y Byron ganar batallas. La acción es el violín de Ingres de los poetas, al que saben como nadie extraer acentos desgarradores. El sublime Lord está cansado de vagabundear por el fondo de sí mismo, entre los frescos descascarillados de sus sueños y las inscripciones casi borradas de sus recuerdos. Estos personajes perdidos en una niebla de oro no han conseguido más que transformarse en fantasmas: Byron es más ambicioso; quiere hacer Dios. Aspira a morir, luego a vivir. Una vez más, el antiguo mito del Hombre-Dios sacrificado nace en las profundidades de una sangre dispuesta a derramarse. Los fuegos de la hoguera de Shelley aún humean al otro lado de los Apeninos. Sobre la arena de la playa, el galope del caballo pálido se hace aún más leve que sobre el musgo de los bosques. Las olas doblan su espinazo, dispuestas a ser cabalgadas. Byron vuelve la espalda a las marismas del alma y mira hacia Missolonghi.
Rávena, 1935
Peregrina y extranjera. Madrid. Santillana Ediciones. 2002. Págs. 105-112.