Por: Alvaro Mutis (1923-)
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UNA PALABRA
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Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada,
una densa marea nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada,
que se levanta como un grito en un inmenso hangar abandonado donde el musgo cobija las paredes,
entre el óxido de olvidadas criaturas que habitan un mundo en ruinas, una palabra basta,
una palabra y se inicia la danza pausada que nos lleva por entre un espeso polvo de ciudades,
hasta los vitrales de una oscura casa de salud, a patios donde florece el hollín y anidan densas sombras,
húmedas sombras, que dan vida a cansadas mujeres.
Ninguna verdad reside en estos rincones y, sin embargo, allí sorprende el mundo pavor
que llena la vida con su aliento de vinagre –rancio vinagre-
que corre por la mojada despensa de una humilde casa de placer.
Y tampoco esto es todo.
Hay también las conquistas de calurosas regiones, donde los insectos vigilan la copulación de los guardianes del sembrado
que pierden la voz entre los cañaduzales sin límite surcados por rápidas acequias
y opacos reptiles de blanca y rica piel.
¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso sonoras latas de petróleo
para espantar los acuciosos insectos que envía la noche como una promesa de vigilia!
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Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.
Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos
como las ramas de un florido písamo centenario,
entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido su monótono treno
de fuente turbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de viciosos gimnastas.
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Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.
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LA ORQUESTA
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1
La primera luz se enciende en el segundo piso de un café. Un sirviente sube a cambiarse de ropa. Su voz gasta los tejados y en su grasiento delantal tras la noche fría y estrellada.
2
Aparte, en un tarro de especias vacío, guarda una mención de pelo. Un espeso y oscuro cadejo de color indefinido como el humo de los trenes cuando se pierde entre los eucaliptos.
3
Vestido de amianto y terciopelo, recorrió la ciudad. Era el pavor disfrazado de tendero suburbano. Cuántas historias se tejieron alrededor de sus palabras con un sabor de antaño como las nieves del poeta.
4
Así, a primera vista, no ofrecía belleza alguna. Pero detrás de su cuerpo temblaba una llama azul que arrastraba el deseo, como arrastran ciertos ríos metales imaginarios.
5
Otra luz vino a sumarse a la primera. Una voz agria la apagó como se mata un insecto. A dos pasos de allí, el viento golpeaba ciegas hojas contra ciegas estatuas. Paz del estanque… luz opalina de los gimnasios.
6
Sordo peso del corazón. Tenue gemido de un árbol. Ojos llorosos limpiados furtivamente en el lavaplatos, mientras el patrón atiende a los clientes con la sonrisa sucia de todos los días.
Penas de mujer.
7
En las aceras, el musgo dócil y las piernas con manchas aceitosas de barro milenario. En las aceras, la fe perdida como una moneda o como una colilla. Mercancías. Cáscara débil del hollín.
8
Polvo suave en la oreja donde brilla una argolla de pirata. Sed y miel de las telas. Los maniquíes calcula la edad de los viandantes y un hondo, innominado deseo surge de sus pechos de cartón. Mugido clangoroso de una calle vacía. Rocío.
9
Como un loco planeta de liquen, anhela la firme baranda del colegio con su campana y el fresco color de los laboratorios. Ruido de las duchas contra las espaldas dormidas.
Una mujer pasa y deja su perfume de cebra y poleo. Los jefes de la tribu se congregaron después de la última clase y celebraban el sacrificio.
10
Una vida perdida en vanos intentos por hallar un olor o una casa. Un vendedor ambulante que insiste hasta cuando oye el último tranvía. Un cuerpo ofrecido en gesto furtivo y ansioso. Y el fin, después, cuando comienza a edificarse la morada o se entibia el lecho de ásperas cobijas.
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Del libro
Los trabajos perdidos (1965)
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AMEN
Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos se reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.
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NOCTURNO
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece en las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
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CIUDAD
Un llanto,
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídas de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.
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ESCOGIERON LOS POEMAS QUE FORMAN ESTA SELECCIÓN FERNANDO CHARRY LARA Y J. G. COBO BORDA
Maqroll el Gaviero. Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura. 1975. Págs. 47-48, 65-66, 73, 81, 89-90.
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