Por: Dany Robert Dufour (1943-)
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¿Qué es un pedagogo?
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Si no queremos correr el riesgo de no entender nada, debemos distinguir dos tipos de pedagogo:
– el pedagogo posmoderno es aquel que, por el bien de los alumnos, renuncia a proponerles los trabajos que los jóvenes ya no tienen habilidad de realizar. A éstos puede aplicárseles el adagio que reza “siempre hay que desconfiar del que obra por el bien de los demás”,
– el simple pedagogo es aquel que procura por todos los medios posibles hacer que el alumno entre en el discurso del saber, situándose en la función de proposición y situando al alumno en la función crítica (1).
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Planteada esta distinción capital, me resta agregar que Hannah Arendt había señalado perfectamente las tres características principales de las premisas de la pedagogía posmoderna ya en la década de 1960 (afirmación de la autonomía del niño, promoción de una forma de enseñar sin referencia a la materia enseñada, sustitución del aprender por el hacer) (2). Cuarenta años después encontramos esas mismas premias en el discurso de los pedagogos modernos. El modelo educacional que prevalece hoy contra el “arcaísmo” ha integrado la famosa “revolución audiovisual”, que se desarrollaba paralelamente a esta “revolución pedagógica”, de modo tal que lo que hoy se aplica en la escuela es el modelo de talk show televisado en el que todos pueden dar su opinión “democráticamente”.
En estas condiciones, todo en el saber llega a ser una asunto intersubjetivo. Ya no hay que hacer ningún esfuerzo crítico para abandonar el propio punto de vista a fin de aceptar otras proposiciones menos limitadas, menos especiosas o mejor construidas. Lo que resulta del todo intolerable en este discurso es el profesor que lleva y empuja incesantemente a sus alumnos a la función crítica. Este es ahora el enemigo contra el que hay que emprenderla, el que no respeta el punto de vista del “joven”. Por otra parte, muchos pedagogos posmodernos “explican” así la violencia que se da hoy en la escuela: los “jóvenes” reaccionan a la autoridad indebida de los profesores. Y ciertos pedagogos posmodernos militantes hasta llegan a comparar la resistencia de los “jóvenes” a la educación! (3). Equiparan pues, sin ningún miramiento, la disimetría entre el saber del profesor y el del alumno –en la cual se funda toda relación educativa- con la violencia de la dominación social. No advierten que, en realidad, si muchos jóvenes se ven hoy arrastrados a la violencia, ello se debe a que el sistema que esos mismos adultos instauraron no les deja ninguna otra salida: fueron “producidos” para escaparle a la relación de sentido y a la paciente elaboración discursiva y crítica. Por ello es fácil predecir, contradiciendo las certezas de los pedagogos posmodernos, que cuanto menos entre en la relación profesor/alumno, tanto más sujetos estarán los jóvenes a la violencia.
En efecto, si uno sale de la relación de sentido, sólo puede servir hacia la pura relación de fuerzas y hacia una era de violencia generalizada; aquí me refiero justamente a todos esos acontecimientos trágicos que actualmente se cuentan por decenas en los países desarrollados y que disimulan miles de otros actos más comunes de violencia (chantajes, robos, violaciones, agresiones, vandalismo, imposibilidad de enseñar, etc.). Este fenómeno afecta a todos los países desarrollados. Ya cité la masacre de Littleton en Estados Unidos y la de Erfurt; también podría agregar la que vivió Japón, por ejemplo, en junio de 1997, en Köbe: un niño de catorce años asesinó a dos niñas y a un varón de once a quien decapitó antes de colocar su cabeza delante de la escuela a la que concurría. El 28 de enero de 1998, en una ciudad mediana situada a cien kilómetros de Tokio, un chico de trece años apuñaló hasta dar muerte a su profesor de inglés pues ya no soportaba que le reprochara sus frecuentes atrasos. El 10 de febrero de 1998, en Tottori, a ciento veinte kilómetros al noroeste de Köbe, dos gemelos de catorce años salen a la calle, eligen al azar a una anciana, la matan a cuchilladas y explican que, cito, “después de esto ya no tendremos que ir a la escuela”. En Francia, en 1999, dos alumnos secundarios lanzan desde lo alto de una escalera a un compañero para castigarlo por ser buen alumno. Desde entonces, hubo varios asesinatos de los alrededores y también en instituciones escolares de diferentes regiones. Sólo en el año 2000, se dieron a conocer en Francia numerosos casos de extorsión (por ejemplo, manifestaciones de padres en Montepellier, Vénissieux, Beauvais), de violencia entre alumnos (Mantes, Longwy), de agresión a profesores (Estrasburgo, Brive) o de ataque a establecimientos con cócteles molotov (Bondy)
Ante estos acontecimientos, muchos expertos en pedagogía posmoderna quisieron que se creyera, como de costumbre, que se trataba de meras construcciones mediáticas. Fue necesario que los hechos se encadenaran hasta dar un giro trágico para que se reconociera públicamente la gravedad de lo que estaba sucediendo. Y para que, del 5 al 7 de marzo de 2001, se abriera en el palacio de la Unesco de París la primera conferencia mundial dedicada a “la violencia en la escuela y las políticas públicas”, con la participación del Primer Ministro. Por supuesto, la cuestión de la desestructuración simbólica, propia del período posmoderno, no fue abordada (4), ya que lo que preocupa a los investigadores es, esencialmente, la interpretación sociológica de los hechos de violencia escolar (ya sabemos: para poner fin a la violencia, basta con compensar las desigualdades sociales) (5), en tanto que lo que preocupa a los políticos es obrar solamente teniendo como objetivo la disminución de la visibilidad mediática de estos mismos hechos.
Puesto que ya no educamos… ¡anestesiémoslos!
(…)
Las instituciones educativas (y, entre ellas, la universidad) tienen ahora la misión de acoger a poblaciones flotantes cuya relación con el saber se ha vuelto una preocupación muy accesoria y esporádica. En materia de educación, se trata, sobre todo, de mantener ocupados a los futuros desempleados del mayor tiempo posible y al menor costo. Ante nuestros ojos se está instaurando un nuevo tipo de institución flexible, cuyo secreto posee la posmodernidad, una institución a medio camino entre hogar juvenil y casa de la cultura, hospital de día y asilo social, asimilable a un parque de diversiones de atracción escolar.
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1. Sobre la construcción de este espacio discursivo específico, véase nuestro artículo titulado: “Tractatuspédagogico-philosophique”, Philosophie du langage, esthétique et éducation(dirigido a P. Berthier y D. –R. Dufour), París, L´Harmattan, 1996.
2. Arendt, H., “La crise de la éducation”, ibíd., págs. 232-237. Hannah Arendt explica cómo estas tres ideas pedagógicas, al tiempo que liberan al niño de la autoridad de los adultos, lo entregan en realidad a una “autoridad mucho más temible y verdaderamente tiránica: la tiranía de la mayoría de edad”. Nótese que la segunda idea, la promoción de una forma de enseñar sin referencia a la materia enseñada, fue ampliamente retomada por Jean-Claude Milner en su resonante juicio contra el pedagogismo. Véase Milner, J.-C. De l´école, París, Seuil, 1984.
3. En una entrevista publicada en el Journal de Saint-Denis (nro 344, año 2000), el sociólogo B. Charlot asimila así, sin ninguna otra forma de proceso, al alumno cuyos camaradas bautizan “bufón” (aquel que en la clase, se esfuerza y habla con los profesores) con el que en las lógicas de resistencia se llama “colaboracionista”.
4. Véase el programa de la conferencia en: www.obs-violence.pratique.fr-./programme/5mars.html.
5. Error, por lo demás, muy difundido en la izquierda: Jospin, desde que era ministro, creía también que bastaba con restablecer el pleno empleo para reducir la violencia.
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Traducción de Alcira Bixio.
El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total. Buenos Aires. Paidós. 2007. Págs. 160-163, 167.
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