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Archive for diciembre 2011

Nicanor Vélez. El Mundo. España. Amaya Aznar.

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HUELLAS

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Imágenes de Vicente Rojo (1932 – ).  Las imágenes que se reproducen aquí han sido realizadas a partir de las huellas digitales del propio Nicanor Vélez.

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NACIMIENTO

Remuevo la esperanza

en la espesura de tus huellas.

Y cada vez que el desespero,

vestido de recluso, me visita,

tiendo mis dedos en tus ojos

para salir ileso

del temblor del abismo.

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Nazco

en la humedad caliente de tus poros.

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VÉRTIGO

Vivo

entre tu caracol que oculta al tímpano

en donde toda mi secreta música

busca una almohada

para pasar la noche de los días.

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Me refugio en la sombra de tus ojos

y le hago coro al sol

en su violenta verticalidad.

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El tacto de las yemas de tus dedos

hace latente la pasión del vértigo.

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HUELLAS

Noches que tienen la perturbación

de la memoria de mis dedos.

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Sábanas de violentas

y sosegadas noches

donde vibraron

las arterias del deseo:

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hoy ondulan silenciosas

movidas

por las huellas

intactas de otros días.

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ACORDE

La muerte esboza

el canto de los buitres.

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Y en un rincón de casa

hay una huella

de grito entretejida

por una ansiosa araña:

Visitante.

A toda huella la precede un canto.

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EL TIEMPO DE LOS CUERPOS

Murmullo incandescente.

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Tiendo mis cinco dedos

sobre el pezón del tiempo

y palpo sigiloso

las huellas que dejaron nuestros cuerpos.

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EMBRIÓN

Un embrión que te espera

en la soledad de mis poros

tan antiguos

como mi existencia:

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Mortales figuras

de los lechos perfectos

en los que el deseo

se extiende

inextinguible.

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VUELO

Eres dolor y goce

como vuelo de sueños:

danza, alegría, grito:

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El mundo sólo vuela

cuando vuelan los ojos.

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AUSENCIA

Eres igual que la mirada

de los caracoles

cuando viajas.

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Dolor y tiempo

amorfo.

Cristal de los recuerdos

en suspenso.

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Eres igual que la mirada

de los caracoles

cuando viajas.

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LA PALABRA

Voz que se desprende de la medula.

Dolor y peso en la palabra origen.

Me espera en una esquina.

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No es el olvido el que crea este silencio.

La palabra está ahí,

con la violencia del recuerdo,

a punto de quebrar la esquina

y asombrarse.

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LÍMITE

Se hace tan sutil, tenso

y delicado

el latido

que el aletazo de un gorrión

derruiría

las columnatas del reposo.

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Huellas. Antología. México. Escuela de Arte de Mérida. 2008. Págs. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 11, 13.

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ESCRITO CON NUBES

Por: Wilson Frank  (1966- )

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1

Pasa la luna

sigue la rosa

en el tallo

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2

Viajando

la nube

parece esperar

.

3

Jugando

con las ranas

la luna escondida

.

4

Sin decir nada

a mi poema

croan las ranas

.

5

Se esconde

el día en la noche

luna llena

.

6

Parece soñar

el colibrí

las flores del jardinero

.

7

Se miran la luna

y el poeta

sobran las palabras

.

8

Lluvia sobre el colibrí

de nada valen

las hojas del árbol

9

No hay grillos

en el tejado

pero está la luna

.

10

A pie el monje

silbando

a las ranas

.

11

Al ver la luna

el vagabundo

no habla solo

.

12

Las luciérnagas

se posan en la hoja

el poema se ilumina

.

13

Jardín abandonado

sólo una rana

de paso

.

14

Sobre la sombra

del bambú

confundida la mariposa

.

15

Aún sin salir la luna

nada

que escribir

.

16

Por la casa

del colibrí

un poco nublado

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17

A la luz de la vela

el monje

sin encontrar la luna

.

18

Caen flores

sobre la rana

juega el colibrí

.

19

Chapucea la rana

en el charco

¿o será la luna?

.

20

Sobre la rama

la mariposa

pasando la noche

.

21

Salen las palabras

el poeta

olvida la luna

.

22

La flor

sigue volando

el colibrí se ha ido

.

23

Paso la página

solo está

la luna

.

24

La flor flotando

en el río

ahí va la mariposa

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Escrito con nubes. Medellín. Editorial DESDE EL ESPEJO. 2008. Sin paginar.

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POEMAS SELECTOS

Por: Kazue Shinkawa (1929- )

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Kazue Shinkawa

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UNA MÉTAFORA NO

Madura el melocotón y cae como el amor.

El fuego de una bodega en los muelles se extingue como el amor.

La mañana de julio se marchita como el amor.

El cerdo en la casa de un granjero pobre crece flaco como el amor.

.

Oh

yo no buscaba una metáfora

sino amor

por el amor mismo.

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Me tropecé algo como el amor

muchas veces

pero no pude asirlo

ni aun como una gota arrastrada entre el mar en mi palma.

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Puse el asunto de aquella forma

y aun aquí de nuevo el amor fue una metáfora.

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Amor es el dulce jugo que chorrea del melocotón.

Amor es el fuego de una bodega en el muelle

la pólvora que explota la llama que trepa rectamente.

Amor es una brillante mañana de julio.

Amor es un cerdo rechonchamente criado…

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Él cubría mi boca con la suya

y me sostenía entre sus brazos.

La oscuridad del parque

las fragantes hojas de los árboles

la fuente brotando a chorros

todo era como el amor todo.

El tiempo fluía sobre él. Sólo el tiempo

tenía una confiable cuchilla afilada y hacía manar la sangre sobre mis mejillas.

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NO ME ATES

No me ates

como alhelíes

como blancos cebollinos.

Por favor no me ates. De arroz soy los oídos,

Dorados oídos de arroz que encienden en otoño el pecho de la gran tierra,

tan lejos como la vista alcanza.

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No me sujetes con alfileres

como un insecto en una caja de especímenes

como una postal llegada de las altas montañas.

Por favor no me sujetes con alfileres. Estoy agitando mis alas,

soy sonido de invisibles alas

rozando sin cesar, sintiendo la inmensidad del firmamento.

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No me viertas

como leche diluida por lo cotidiano

como sake tibio.

No me viertas por favor. Yo soy el mar,

las amargas mareas el agua sin bordes

que vastamente se alza de noche.

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No me llames

hija esposa.

Por favor no me sitúes

en el asiento instalado sobre solemne nombre de madre.

Yo soy un viento,

un viento que conoce el manzano

y dónde se halla la fuente.

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No me dividas

con comas y períodos en muchas secciones.

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Y por favor no me desprecies tan fastidiosamente

como una carta que llega con “Adiós” al final. Yo soy una frase sin terminar,

un verso poético que, como un río,

continúa fluyendo y creciendo.

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TARDÍO VERANO CALIENTE

¿Qué hacer con la rosa en mi jardín,

esta rosa que queda?

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Terminé mirando el jardín abandonado.

Mi anciana madre, senil, dormida,

descuidadamente lo demostraba

a causa del calor inusualmente húmedo del pasado mediodía

desprovisto de viento otoñal que agitara las persianas.

La marchita entrada que posiblemente no podía tener

alguien a quien esperar o visitar

no era tan obscena

como inocente, abiertamente, casualmente.

Habiendo pasado con premura la baranda afuera de su alcoba,

enjugo el sudor que cubre mi piel.

El calor de este año, este loco calor.

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¿Qué hacer con la rosa en mi jardín,

esta íntima rosa?

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DIOS COTIDIANO

¿Puede existir algo parecido a un acto sencillo, puro? ¿Una virtud como la amabilidad que no dañe nada?

Mis Movimientos comenzaron a dar muestras de parálisis y mi habla a hacerse balbuciente con el transcurrir de los días. Esto ocurrió porque al abrir la ventana irreflexivamente, al subir la cremallera atrás en mi espalda, o al pelar una cebolla –entre actos tan absolutamente cotidianos- a menudo comencé a escuchar gritos inidentificables. ¿Ocurría acaso que al abrir la ventana, hubiera abierto igualmente algo prodigioso’ ¿Acaso ocurría que halando hacia arriba la cremallera, hubiera engranado a la fuerza juntamente algo –acerca de lo cual existía un eterno mandato contra el hecho de ser sellado- haciendo que los dientes de aluminio lo agarran rápido? O incluso, si los dioses son cosas que de modo amorfo permean nuestro entorno en forma inocua, al sacar la piel de la cebolla, debo hacer cometido el acto rudo de arrancar la calavera de uno de ellos. Distinto a una lástima o sentimentalismo bellamente cosido, de la clase de compasión y pesar que ustedes pueden sentir cuanto encuentran los cadáveres de tres hormigas pegadas a la suela de  fieltro de tu pantufla, estos gritos me asaltaban en cualquier momento, acompañados por un pesar parecido a un angustioso dolor que, cada vez que yo daba un paso, creaba una irrecuperable distancia entre el mundo y yo. A causa de que yo respiraba con cuidado para no producir el menor ruido en el aire, cuando me sentía asfixiada, iba afuera tambaleando, acezando, por el oxígeno que benignamente habría de empujar dentro de mi como un hombre violento.

Ya oscureciendo, la sombra de la tierra iba cayendo sobre mí. Pese al hecho de que fuera un brillante mediodía, mi familia con frecuencia me perdía de vista en el diminuto jardín.

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EN UN SUEÑO

En un sueño

me preguntó el camino y yo se lo enseñé.

Él partió en la dirección que yo le señalé,

caminando sobre la hierba baja de una arboleda esparcida.

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Era el camino errado.

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Tras caminar durante un rato

me desvié por otro estrecho sendero,

pero a causa de que la mañana estaba allí.

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Él puede continuar todavía

vagando en mi sueño,

la noche prosiguiendo, ningún rayar del día a la vista,

más allá de la arboleda esparcida…

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¿Me acuclillaré así junto al estrecho sendero

a esperar un momento, humedeciéndome con rocío?

Él debiera retornar

y tomarme violentamente entre las profundidades de los sueños.

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¿Lo aprisionaré en un calabozo sin salida,

y lo atormentaré secretamente por un largo, largo tiempo,

un hombre que ha cruzado todas mis esquinas oscuras

las que yo misma no había jamás recorrido?

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MIENTRAS RECOGES FLORES

Mientras recoges flores

mil años, dos mil años pasan-

semejantes cosas pueden a menudo ocurrir.

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Cuando volteo a mirar,

el diminuto arroyo que crucé

ha expandido su anchura impresionantemente

y mi compañero que está colgando afuera al otro lado

es visible, si intento verlo,

pero parece no conocerme aunque diga su nombre.

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Quedaté quieto, quédate quieto, con los ojos cerrados.

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Escucha, aquella nube malvavisco aun

no se ha movido un ápice por algún tiempo.

Quédate quieto y silencioso de esa forma

por un momento, en mis brazos.

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La persona que dijo esto pudiera haber sido

un distante, distante antepasado del hombre que puedo ver allí.

Su cambio de opinión –nada parecido.

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El fangoso fluir del tiempo

erosiona solamente la ribera de un lado mientras se precipita

-no es éste un fenómeno raro- quizás

aunque botones de oro que he recogido para adornar este ojal

(ah, bien puede ser que estos botones de oro tengan mil años de edad)

estén tan vivos, en mi palma…

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Versión inglés / HIROAKI SATO

Versión española y francés / RAFAEL PATIÑO GÓEZ

Dibujos / JOSÉ IGNACIO CADENA

Poemas selectos. Medellín. Colección de Poesía Prometeo. 2006. Págs. 5, 7, 9, 31, 33, 47, 53.

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FUEGOS NOCTURNOS

Por: Olga Lucía Estrada Zapata (1980- )

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Olga Lucía Estrada

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“Llueve sobre el fuego / pero nosotros /

secretamente, / lo llevamos dentro…”

Javier Naranjo

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FUEGOS NOCTURNOS

Con el insomnio

reviven.

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Me desangran.

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Una vez más

me consumen del poema

sus fuegos nocturnos.

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LUCIÉRNAGA

El amor

ha desvelado el alma púrpura

de la luciérnaga.

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Nada se pierde,

nada se salva,

todo es fugaz en su fulgor.

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QUÉ

A qué secreto

del alba

me entrego.

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A qué mundo,

a qué memoria,

a qué olvido.

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Sólo el tiempo

dirá la última palabra,

vertiginoso Señor

de los días

al que fueron confiadas

mi vida

y las rosas.

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DUALIDAD

Cielo e infierno están en una misma

latitud. Nuestros ojos como obstinadas

clepsidras intentan precisar formas para

la eternidad sin apenas percibir el

vínculo del ser y la nada, sin reconocer

el orden perfecto al que hemos

apostado tantas vidas. Cómo elegir

templos, lugares dónde albergarnos

cuando llegue el tiempo de la liberación,

si nada existe que haya roto los sellos de

la esencia, si esta presencia que nos

sostiene es ángel y es demonio.

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LA TORRE DE LA LOCURA

Sobre la piedra de la locura se levanta

una torre. No hay otra señal, ni otra

medida que escale su altura. Sólo la

luminosa palabra del vidente nos

acerca. He intentado buscar en mi

cabeza la ventana por la que ingresó

esta terrible lucidez. ¿Adónde me

llevará? ¿Cuándo vislumbraré por fin

su cima? No hay otra señal, ni siquiera

un símbolo en la grafía de la cábala,

sólo esa luminosa palabra que me

acerca.

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ÉXODO

Aquello que no ha sido tuyo, la

palabra que pudo ser y escapó del

poema, la mirada vuelta hacia el muro

que te separa de la otra orilla, el gesto

efímero, las visiones suspendidas en

el vacío bajo el sol de mercurio, es lo

que ahora llevas contigo en la huída,

tu equipaje.

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Tras la nube de fuego, al final de todo,

en el polvo, volverás a tu centro.

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REVELACIONES

Una a una

las visiones se apoderan del cuarto

y avanzan

para herirte los ojos.

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La noche y sus jardines

han querido refugiarse

en la palabra

que troza su lengua;

la belleza

en ese nuevo rostro

que no reflejarán nunca

los espejos.

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Estas formas

han perdido tu antigua forma.

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No te perteneces,

ni perteneces a nadie.

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El poeta sólo existe

en el poema.

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Fuegos nocturnos. Medellín. Revista Fuegos. 1997. Págs. 7, 11, 33, 39, 41, 61, 65.

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MEMORIA DE LOS ESPEJOS

Por: Orietta Lozano (1956- )

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Orietta Lozano

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“Orillas futuras, vosotras que sabéis dónde se despertarán nuestros actos y en qué nueva carne se alzarán nuestros dioses, reservadnos un lecho exento de cualquier desmayo”

Saint-John Perse

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EXILIOS

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ASCENDIENDO HACIA EL OLVIDO

Redimí mi carne, la inmolé en el sagrado

bebedizo de la poesía

y me lavé en sus aguas de yerbas perfumadas.

Me liberté en el mítico olor del lenguaje

que me poseyó en los sueños.

Todo se irá conmigo en la hora inviolable,

todo se irá conmigo, el polvo de la luna,

tus uñas desgarrando mi fastidio,

el olor inviolable del deseo.

Los perros hambrientos del lenguaje

han dejado su presa abandonada en el silencio.

-Me duele el lenguaje que agoniza tercamente

entre mis carnes-

Olvídame

con tu recuerdo me desciendes,

me detienes.

-Lo perdido nunca más será hallado-

Déjame en la edad del olvido.

Un día me uní a esta violenta caravana

y la destrocé como a una jaula de gorilas,

destrocé la nave en que se detuvo el desespero,

la incineré como carne sagrada y su polvo

me dio la dimensión del tiempo y de la muerte.

Déjame en la edad de la nada.

Déjame ascender hacia el olvido.

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INVOCACIÓN AL SOL

El sol comienza como un sátiro con mirada ardiente

a ceñir la flor, la piedra, el agua,

y el ojo ciego, la peste, el cuerpo enfermo

renace a su mirada.

Yo quiero morir soledad, de sol enamorado,

del sol de los borrachos que les fue dulce

cuando el vino agotó sus hígados y no encontraron

el camino plácido del sueño.

Del sol de los suicidas, cuervo negro,

que en perfecta armonía danza ciego.

Del sol de los que nacen, carne nueva,

nueva voz que se revuelca poderosa.

Sostenme, encántame.

Estoy exhausta, vive en mí que la canción

ha sido triste en estos tiempos últimos.

Vive en mí, ahora que el sueño es un terrible monstruo

que no danza, que no canta, sólo ríe silencioso,

y me arroja de lado de la magia a una gruta del infierno,

y todos mis amigos vienen, me miran y se van,

me dejan sola en este extraño espacio

donde los gatos se esconden con sus negras colas,

y la serpiente canta su agonía de arrastrarse eternamente,

y la quijada del tiempo cambia la curva por el camino recto,

y destroza el mármol y la arcilla como un cuchillo

manando gozo.

Encántame, perdúrame, no te duermas,

deja tu lira sonar, que aún no tengo sueño.

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PREDESTINADA A LA TRISTEZA

Ya no soy yo amado,

y no sé quién soy, si todavía permanezco,

si estoy aquí y lo que toco está.

Las palabras me caen como agua fresca,

la tristeza se riega en mi música ensangrentada.

En mi corazón se anida un animal herido

y mis versos preferidos los dije a la noche

que aguarda el beso caliente del amante

y el rumor perecedero de la piedra.

Ya no soy yo amado,

y no sé si estoy aquí, si mis miembros se cierran

o se abren,

si la muerte es un mal sueño dilatándose en mis venas,

recordando como una voz antigua,

mi no permanecer, ni fugaz sentir, mi antiguo malestar

caído de la duda.

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DESPOJADA

Dónde despertar, en qué momento,

lo inmediato duele, quema,

explota bruscamente entre mis cejas.

La búsqueda se ha perdido,

el tiempo cayó goteando por tus ojos

todo crimen quedó estático en mis sienes,

yo me hundo en cada flor como la abeja

y ningún fruto se perfila.

Me he despojado de todo encuentro,

sobre mi hombro se posa el pájaro del silencio

y a veces, sólo a veces, la carcajada del delirio,

viene a perforar los huesos de mi hastío.

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Fotografía Portada: León Octavio O.

Dirección Editorial: Milcíades Arévalo.

Memoria de los espejos. Bogotá. Ediciones Puesto de Combate. 1983. Págs. 33, 34, 36, 49.

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LADRONA DE MI CORAZÓN

Por: Juan Gil Blas (1959- )

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EN ASUNTOS de amor las palabras por más que uno procure evitarlo terminan siempre con un cierto sabor a cursi que más habría valido la pena no haberlas dicho. Pero, ¿cómo explicar que Catalina robó mi corazón? ¿Cómo evitar la simplicidad de un relato rosa en que lo único digno de mención que sucede es el rapto que realiza una joven mujer de lo más vital que posee un hombre: su corazón, usurpándolo para siempre? ¿Cómo callar que morí de amor sólo porque Catalina robó mi corazón? Perdóname, mi amor, por contar aquí nuestro secreto.

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Las cosas sucedieron así:

Por esos días me hallaba en cama preso de unos dolores pavorosos. Madre cuidó de mí durante el inicio de la dolencia, pero cuando la enfermedad empezó a prolongarse, mi atención se convirtió en un pesado problema para ella. Fue cuando entró a trabajar en casa una muchacha de ojos tristes llamada Catalina. Madre se liberó de la penosa labor, ya que Catalina no tardó en saldar los dos asuntos que exigían urgente solución: quién atendiera los menesteres de la casa y quién, con mano misericordiosa, me socorriera. Madre retomó el trajín de su última juventud y volvió a salir adonde sus amigas, todas las tardes, a jugar remis continental, como acostumbraba hacerlo antes de que el mal me atacara.

Catalina era una muchacha blanca, delgada y alegre, menos sus ojos tristes. Tenía el pelo castaño, con corte de luna. Cuando el alba despuntaba, ya estaba de pie, silbando y cantando, chancleteando las arrastraderas, apropiada de sus menesteres. Barría el piso poco transitado de la casa, sacudía las porcelanas y los cuadros, se fajaba con la limpieza de las alcobas, preparaba los alimentos, aseaba los baños y regaba las begonias, los helechos y los lirios del jardín mucho antes de que el día comenzara para los otros dos habitantes del hogar. En cama, yo escuchaba sus pasos. Después del mediodía, invariablemente, madre nos dejaba solos y Catalina se ocupaba de mí. Yo en el lecho y ella rondando los rincones de la casa con su paso alado. Me visitaba varias veces durante el día, para ver qué me hacía falta.

A las doce me traía el almuerzo y me lo arrimaba a la cama. Siempre acompañaba el alimento, por idea suya, porque a madre ni se le ocurría, con un salpicón de frutas. «Hace bien al pecho», me decía, y aprovechaba para llevar a lavar mi pijama y la sábana, no sin antes pasar sus dedos por mi cabello, ya reseco por la enfermedad. La sensación del calor de sus manos en mi rostro me duraba lo que demoraba ella en el lavadero, y cuando regresaba a la alcoba, me llenaba de vida su voz angelical: «¿Mejor el señorito?», me preguntaba; y aunque yo me esforzaba por responderle con una sonrisa, no lograba ocultar mi dolor. Nos mirábamos largamente. «¿Aquí?», me preguntaba, colocando las uñas rojas sobre el costado izquierdo de mi pecho, y a pesar de que yo intentaba responder que sí, que era ahí donde ella apuntaba el lugar exacto de mi padecimiento, el cosquilleo que me producían sus dedos en mi piel me impedía hablar. Hasta me ponía feliz. Creo que fue cuando empezamos a amarnos. «Pronto sanarás», me mentía ella, arrollando en sus dedos mi cabello. Luego de dormirme a su arrullo, Catalina se marchaba dejando en el aire un anestésico olor que a los minutos se borraba y la dolencia de nuevo me atacaba en su ausencia.

Si Catalina ingresaba a la habitación sin que yo aún me hubiese despojado del pijama, sin decirle ni insinuarle nada se comportaba con el mayor recato: se volteaba de espaldas, se ponía a jugar con los medallones de la repisa y esperaba a que yo me desnudase, labor en la que tardaba, porque era difícil de ejecutar y mal que bien alimentaba mi dolor. Yo mismo me lavaba, me cambiaba y le entregaba el pañal. «Gracias», me respondía ella con cariñosa burla. Pero una cosa es decirlo ahora cuando los sucesos que siguieron son un recuerdo que apenas alcanza para acercarme a la vida, y otra cosa es contemplar a Catalina de pie y de espaldas, imaginando mis artimañas para liberarme de las ropas. Mi mezcla de dolor y placer era el deseo de que ella voltease de pronto y me viera desnudo. Cuando dejaba de oír el crujir de la cama y el resbalamiento de la sábana, Catalina se volvía y se acercaba al lecho, mirándome con sus ojos tristes, y me preguntaba: «¿Algo más el señorito?». Besaba mi frente, recogía la ropa y se retiraba con paso alegre.

Lo más que hubo sucedió después, con la enfermedad ganándome la batalla, cuando yo ya no tenía ningún motivo para vivir que no fueran las visitas de Catalina al cuarto. Por iniciativa suya, sin que yo se lo propusiera, un día varió el ritual de sus ocupaciones.

Madre, como todos los días, anunció a gritos desde el rellano de la puerta que regresaría después de la cena. Catalina entró a la habitación. «Hoy el señorito se va a portar muy bien», me dijo. Adivinando mis deseos y presa de los suyos, sabia y lentamente, como una geisha, comenzó a desabotonarme el pijama. Mojó la toalla en la ponchera y restregó mi cuerpo, iniciando un juego de todos los días con el cual nos divertíamos mucho, pues a pesar de sus ojos tristes ella gozaba, y a pesar de mis dolencias hacía mucho tiempo que yo ya no tenía nada que agradecerle a la vida. Los enfermos somos hombres, y Catalina y yo terminamos amándonos en las labores del aseo.

El dolor y el placer me crecían juntos, y los remedios de amor de Catalina se me iban haciendo cada vez más insoportables. En el momento de la pasión no podía evitar gemir de dicha y de dolor, con el pecho reventándoseme por dentro, y aunque intentaba confundir los dos sonidos en uno solo de felicidad, el sufrimiento triunfaba. «No, por favor no», me decía ella, desunía nuestros cuerpos y abandonaba el cuarto a paso lento, con un dejo de frustración que yo tomaba como muestra de su amor, pues no de otra manera podía entender que renunciara a su placer sólo para aliviar mi padecimiento.

El último jueves comprobé sus intenciones. Como todas las tardes, Catalina dejó deslizar su delantal, pero esta vez llevaba envuelto el acero brillante que cayó amortiguado entre sus ropas. Me liberó del pijama, y amó lo poco que pudo amar, pues pronto su conciencia la decidió a actuar. Presa de un arrebato, colocó la almohada sobre mi cara y ahogó mis quejidos, susurrándome al oído todo su amor: «No, señorito, ya no puedo más. Esto se acabó».

No escuché más su voz. La fría lámina penetró en el sitio donde Catalina acostumbraba reposar los dedos. El cuchillo horadó mi carne, giró como un sacacorchos, hizo palanca, y cuál no sería mi alivio cuando el filo alzó mi corazón. Catalina me quitó la almohada. Con mirada triste y con lágrimas vivas, se marchó del cuarto llevando entre sus manos el vaso con los restos del salpicón y mi corazón, y las gotas resbalaban al piso como algo vivo. Abandonó la alcoba, sin mirar atrás, como la sacerdotisa que ha cumplido con el sacrificio. A su paso fue quedando el sendero rojo que más tarde vino madre a limpiar con diligencia de criada.

Nadie dio noticia de mi corazón, ni de los medallones de la repisa, ni de las alhajas que guardaba madre en la cómoda, ni del cisne de Johannesburgo del bufete, ni del original de Débora, ni de la diamantina de padre. Al cabo, se trataba de mi herencia. La policía realizó tibias averiguaciones, pero en vano: la policía nunca encuentra nada, no dieron ni siquiera con el cómplice. La carta es para ti, Catalina. La hallarás en el nochero, donde apuntará mi dedo, con el zafiro que te guardo en mi puño. Todo lo tuyo lo sabía yo, y escucho tus pasos que vienen. Te amé con todo mi amor, ladrona de mi corazón.

(1989)

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El difícil cuento de la educación  de Mateo Falcone. Relatos. Medellín. LA LUNA ME MIRA. 2009. Págs. 55-58.

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Por: Fáber Agudelo Vélez (1949- )

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Fáber Agudelo Vélez

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No podía decirle nada, no lo entendería. Jamás entendería el sabor de un hielo apagado diluyéndose lentamente. Ella empezaría a hablar de grandes fogatas en los horizontes divinos. No, era mejor no hablarle de ese silencio que desde hace años lo venía atrapando, cercándole la risa, el llanto y el asombro. Aún el odio había apagado sus lámparas rabiosas y solo débiles relampagueos le recordaban que existía el arma del repudio.

Sí, era mejor irse lentamente de ese corazón que quería hablar con él del verbo de la vida. Recogerse doblegado por la sinrazón sin nombre que lo agobiaba en el silencio y la soledad.

Apuraba el cigarrillo, chupada tras chupada, inhalando más silencio y distancia, tragando las palabras que no habían nacido y estaban ahí, convertidas en una desesperación insolente.

Ella no entendería la muerte del gesto, la huida de la palabra, la asombrosa parálisis del la caminata. Ella le daría un bofetón cuando intentaran dibujar el desarraigo, ella cogería rápida las chancletas y caminaría rauda por la casa limpiando el polvo, señalándole muda el camino de la limpieza del orden. Nunca más volvería a estar en el paraíso de la palabra dicha en el desparpajo de la despreocupación. En el corazón la penumbra envolviéndolo, tironeándolo a la parálisis, aquietando el entusiasmo, borrando la risa.

Ella no lo entendería como tampoco los símbolos que la rodeaban. En ella se movía la montaña invitando al camino de la ascensión, el esfuerzo dela vida rescatando las sombras, venciendo las humedades de los ladrillos viejos y mohosos. Ella no comprendería la muerte, la vejez delirante de las conclusiones, la sabia velocidad de la sombra. Allí estaba el trapo que sacaba el polvo de los muebles, la luz de la ventana que entraba a raudales iluminando la pieza. En ella estaba el sentido de las cosas, el sentido de la vida dado sin más atenuantes.

Mientras que él pataleaba sin más en el vacío. Cuando a él le rodeaba el cansancio, el desencanto, la atroz vigilia, ella cabalgaba plácida por los objetos y por las palabras. Él ya había desistido del sentido de la vida. Ella, tarareadora incansable de la vieja canción, no moriría. Resucitaría en cada párpado que vigila la esperanza. Ella era el balón de la pequeña manga donde jugaban los niños, el grito del cura llamando a la oración, el agua de la mañana bañando el rostro. Inmutables símbolos de la repetición que a él le molían las entrañas, ella los sorbía, calmada, como si estuviera saboreando la mejor de cono. Inmarcesible y gloriosa, seguía poniendo, cantando y repitiendo la letanía de la vida, el olvido de las espinas en la tranquila digestión. Él era sólo espina, tragando saliva, temeroso del aire, fogata apagada en el mismo invierno de la llovizna.

Su mano seguiría tocando los viejos temas de la luz cuando ya no existiera nada. El sentido común brotaría de su movimiento natural y espontáneo, cuando ya hubiera muerto Dios. Ella se echaría a andar para el próximo día cuando ya el tiempo hubiese parado sus relojes. Ella era el sol, la luna, las estrellas, todo el magnífico universo estaba concentrado en ella, era padre, madre, hija, ciempiés moviéndose en todas las direcciones, sabiéndolo todo con la certeza inexpugnable de la primera palabra. Ella no entendería entonces que él ya había muerto, incluso sin darse cuenta. Sólo en él lenguaje atroz del silencio señalándole la implacable distancia. Ella no entendería sus interminables páginas blancas porque estaba atareada cubriendo los infinitos espacios de los garabatos escritos desde antes del nacimiento de la muerte. Sí, ella no comprendería el espanto desierto de esas nubes secas que paradas, no sabían, no podían moverse y la parálisis no entendería el desabrochado cierre de las cosas que se abren permanentemente, inclementemente, agotando las débiles portezuelas de los refugios. Ella era ciempiés caminando infatigable los espacios resueltos de interminables palabras gordas gruñendo la misma supervivencia audaz del comunismo entero de la creación. Ella era la vida que parloteaba aquí y allá, incansable, sorbiendo y creando detalle, haciendo manar agua de la impertérrita constancia. Era ella, siempre removiendo las cosas, escarbando siempre desde más adentro, incansable, serena. Él pasar la sombra de ella moviéndose en todos los rincones y a él le parecía un sol, un sol moviéndose, atareado, golpeando con la varilla de la prontitud: así era ella, la vida total y entera, reventando los globos de mi silencio con solo abrir la boca. Así era ella, la imperturbable que amaba todas las mañanas su mismo rostro, sabiéndose segura porque nunca le pasaría nada. Ella sería siempre así, reencarnándose en cada segundo, encontrando la vida, gustándola con sus muelas afiladas. Nunca ahíta, siempre la boca abierta caminando en zancadas los abiertos espacios interminables. Ella no entendería su brazo colgando de los ojos, cerrando la luz, porque ella era la luz, era su brazo, era su mismo ojo. NO, no lo entendería y si aún volviera a nacer interrogándose animoso con las mismas palabras, ella con sus trapos limpiadores le quitaría el polvo y se lo volvería a tragar. Así era ella, la vida que todo lo tragaba.

Arista, intermedio, espera, claroscuro… desapareció el signo, porque ahí estaba ella, completa, total, borrando los colores, asilando infinitamente las interrogaciones. Para los espacios blancos de la espera la presencia total de gruesos garabatos subiendo las montañas, acumulando sentidos para todas las banderas, empapelando todos los muros. Que no haya sino pies para las largas zancadas de ella, que todo lo sabe y que irrebatiblemente todo lo sabrá, porque seguirá subiendo las escaleras, sin mirar nunca para los lados, subiendo, subiendo la montaña. Degustado el maíz, viene la otra fruta y luego otra. Conoce todas las frutas, todas las olerá, barriendo el misterio una y otra vez, en la recogida de los baúles donde se guardan las sonrisas felices el asombro. Nada puedo contra ella porque ella es la sabiduría total. Engullidora total de la total mañana. Escoba que barre todos los recodos de lo desconocido, de lo súbito, de lo intangible, de lo imposible; Dios es un hermano menor a quien hay que castigar, imponerle silencio para que se pueda oír la penumbra rayada del medio día. Aquí está, enterada, total, limpiándose el sudor con el delantal y yo en ella muerto, de un lado para otro, mirando el desastre de mi vida propia, vida muerta, caminando sin saber nada de sí misma. Yo que he vivido y muerto sin saberlo, ahora cabalgo en las chancletas, ella viviendo por mí, asustando las últimas flores con ignominiosos bautizos. Yo muerto, respirando la muerte en la sabiduría total de ella, ella que sabe como nombrar, ella que sabe como contar las pesadillas para volverlas un recado feliz de los dioses. Ahí está ella, apagando el sol, prendiéndolo, arrebatando la naturaleza a manotazos porque todo es de ella, es el universo del que todo brota, es la flor imperecedera de donde brotan todos los brotes.

No, ella no podía entender. Escoba, garrote, cueva engolosinada comiéndose en cada desayuno la creación, embutiéndose en cada noche el caos.

No podría entender, no cabría hablarle de un nuevo nacimiento. No podría intentar el grito porque ella es la voz, no podría hablarle porque ella es el habla. Es el padre eterno y moriría otra vez sin alcanzar la primera sílaba. Es mejor morir, morir incesantemente, porque ya Dios existe total y entero y es ella, con la mañana en el hombro, apartando la noche, apuntando al misterio y matándolo.

Ya lo sé todo, ya lo conozco todo, porque ella es Dios, es la gran madre que da la vida, la que creó la naturaleza.

Ella no podría entender, jamás, porque ella ya lo sabe todo.

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Callejuelas del silencio con la flaca. Relatos. Medellín. Editorial Endymion. 2011. Págs. 111-115.

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RENOIR (1841-1919)

Por: Misia Sert (1872-1949)

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Renoir. Misia Sert (1903)

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Poco después de instalarnos en Rue de Rivoli, Renoir quiso de nuevo hacerme un gran retrato con un vestido color rosa (1). El pobre hombre estaba entonces casi paralizado por un reumatismo deformante. A las ocho y media de la mañana, el portero ayudaba a Gabrielle, su inseparable sirvienta, a introducir en el ascensor su silla de ruedas, y así llegaba a mi boudoir donde le esperaba el caballete con sus utensilios de pintura. Gabrielle sujetaba el pincel a su mano encogida por el reumatismo con una goma elástica y se aprestaba a dar su opinión sobre el trabajo del maestro. Renoir empezaba a pintar mientras me esperaba, sin prestarle la menor atención.

Solía yo estar lista hacia las diez y me acomodaba pacientemente en una butaca, con mi vestido rosa y peinada con flequillo, para proseguir las sesiones en esta habitación tapizada de seda verde, cuya luz era excelente gracias a dos grandes ventanales que daban al jardín de las Tullerías.

Firme, enfundado en su elegante chaleco gris y tocado con el sempiterno y familiar gorro de ciclista, los ojos semicerrados pero siempre uno más abierto que otro, el buen anciano de perilla blanca mezclaba delicadamente los colores, creando así esa calidad de rosas anacarados que sólo su entrañable paleta supo plasmar.

Mientras las opiniones, los consejos y las críticas de Gabrielle se sucedían incansablemente, Renoir me hablaba de la Comunca. Era su tema favorito. Durante horas podía evocar los recuerdos de esa época de su juventud que le llegaban al alma. Luego, de pronto, dejaba de pintar y me suplicaba que me abriese más el escote. “Más, un poco más, por favor”, insistía “¿por qué, santo Dios, no me deja usted ver sus pechos…? ¡es un crimen!” Estaba desesperado por mis negativas.

Después de su muerte, me he reprochado a menudo el no haberle dejado ver todo lo que quería, pues nadie como él supo apreciar la calidad de una piel dándole además la transparencia de una perla. Mi pudor me parece retrospectivamente idiota, tratándose del trabajo de un artista cuyo ojo excepcional sufría al negarle ver lo que adivinaba hermoso.

Durante el curso de aquellas mañanas que le consagraba posando para él, Renoir no toleraba ninguna interrupción. Si por casualidad alguna vez tenía que suspender la sesión para recibir a alguien, hacía rodar rabiosamente el sillón hacia una esquina de la habitación y se quedaba enfurruñado sin despegar los labios hasta que el intruso se hubiese marchado.

La evolución de la nueva pintura le interesaba cada vez más. Vuillard y Bonnard eran sus nuevos amigos, pero sólo el nombre de Picasso le hacía perder los estribos, negándose a oír hablar de él y atacando con verdadera furia a quienes lo tomaban en serio.

El tiempo empleado por Renoir para la realización de un retrato era considerable. Los siete u ocho que me hizo necesitaron tres sesiones por semana durante un mes al menos. Y una sesión duraba, para él, un día entero, pues se quedaba a almorzar en casa y, cuando regresaba yo al caer la tarde, me lo encontraba aún trabajando, aprovechando los últimos rayos de sol.

Apenas acabado un retrato ya imaginaba cómo le gustaría hacer el siguiente, con qué vestido y qué postura. Recuerdo una carta (2) en la que me invitaba a su casa de campo:

“Venga”, me escribía, “y le prometo que en el cuarto retrato trataré de hacerla aún más hermosa. Estoy bien, pero estaría mejor si pudiese usted venir a verme a Essoyes este me ha enviado Valloton. Escríbame a: Essoyes-Aube. Haré cuanto esté en mi mano para enseñarle cosas interesantes y comeremos lo mejor posible”.

No pude ir a Essoyes pero en desgravio me arreglé para verle al año siguiente en Niza, donde empezó otro retrato mío. Bonnard, que le admiraba sinceramente, me escribía entonces.

“Sé por algunos amigos que sen encuentra, tal como lo había planeado, en la región de Niza con el gran Renoir que se ha convertido en su afortunado pintor. Se cuentan maravillas de lo que está consiguiendo. Lo creo de veras. Supongo también que le habrá entretenido su conversación. Al menos es un hombre que sabe lo que quiere.

Yo todavía no puedo decir lo mismo. Sin embargo, he hecho progresos. Este año llevo una vida mucho más mía. Estoy instalado en mi casa, me sirven la comida y escojo de vez en cuando el rincón amigo donde pasar la velada. El trabajo va bastante bien y esto es lo principal; todos los días creo estar descubriendo la pintura. Es una ilusión más que me permite, en suma pasar el rato bastante bien…”

Una de las personas a quien Renoir tenía ojeriza era el pintor Degas, con quien tenía discusiones tremendas. La más violenta estalló a propósito de Julie Manet, de quien Degas era tutor. Siguiendo los consejos de Renoir y de Mallarmé, Julie quiso organizar una exposición de las obras de Berthe Morisot. Degas, cuyo carácter podía llegar a ser endiablado, e echó en cara las peores barbaridades a Renoir. En cuanto a Mallarmé, que se tomó a mal esas injurias, escribió al irascible tutor una hermosa carta que terminaba así: “…y, con todo, querido amigo, le digo mer” (pero volviendo la página podía leerse “ci beaucoup”) ¡Estaba encantado con este hallazgo!

Cuando quería hacer feliz a Renoir le llevaba a ver los espectáculos de Diaghilev. Concibió una pasión por los ballets ruso y una gran admiración por Serge. Me las arreglaba, cuando venía, para tener un palco cerca de la escalera con el fin de transportarle más fácilmente. Se instalaba bien tieso, sin quitarse la gorra, divirtiéndose como un niño y sin perderse nada de la representación. La sola aparición de Karsavina, con su tocado de plumas, le hacía aplaudir desaforadamente. La influencia oriental en los decorados de Bakst y Benoi le encataba. Schéhérazade, por ejemplo, le entusiasmó y Diaghilev esperaba siempre con fruición la aprobación del pintor.

Una de las peculiaridades de Renoir era el precio en que valoraba su propia pintura. Cuando acabó el retrató que me hizo vestida de rosa, le envié un cheque en blanco rogándole fijara la cantidad que creyese conveniente y recordándole que Edwards era un hombre inmensamente rico. Me enfadé muchísimo al saber que sólo me había cobrado diez mil francos. “Es un buen precio Misia”, me dijo “ningún cuadro, en vida de un pintor, se paga tanto.” Cuando se enteró de que el retrato realizado a la familia Charpentier se había vendido por cincuenta mil francos al Metropolitan Museum, se encolerizó sobremanera.

¿Y cuánto cobró usted por pintarlo? –le pregunté.

–¿Yo? –rugió el pobre Renoir, ¡trescientos francos y el almuerzo.

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1. Este famoso retrato de Misia, después de muchos avatares, se encuentra actualmente en la Nacional Gallery de Londres. (N. de F.S.)

2. Carta fechada el 3 de julio de 1906. (N. de la A.)

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Traducción, prólogo y notas de Francisco Sert.

Misia. Barcelona. Tusquets Editores. 1989. Págs. 91-94.

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