AZÚCAR AMARILLO
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Adelante con la música. Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una pata enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda, de labios de vermouth
Isidore Ducasse
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Bajo la firma de Albert Camus puede leerse con estupor en el último número de los Cahiers du Sud (1) un artículo cuyo título, Lautréamont y la banalidad, por sí sólo parecería ya una provocación. Este artículo, probablemente extraído de un ensayo titulado La Révolte (2) anunciado por el autor de los Justes, es testimonio por su parte y por primera vez de una posición moral e intelectual indefendible.
“Moral”: Hay motivos de inquietud desde las primeras palabras. Lautréamont “es, como Rimbaud, el que sufre y se ha rebelado; pero, retrocediendo misteriosamente (sic) a decir que se rebela contra lo que es, pone por delante la eterna coartada del insurrecto: el amor a los hombres”. Aparte de que nada es más falso (Lautréamont declara que él se ha “propuesto atacar al hombre y a Aquel lo creó”), resulta de lo más abrumador ver a alguien a quien podía tener por hombre de corazón negarle al insurrecto el sentimiento de obrar, no ya por su propio bien, sino por el de todos. ¿A quién podrá hacerse creer que Sade y Blanqui pasaron la mayor parte de su vida en prisión por el hecho de repudiar su propia condición y no por la que se ofrece a la colectividad? Hay aquí una insinuación manifiestamente calumniosa, de todo punto intolerable. La palabra “coartada” es repugnante, pertenece al vocabulario de la represión. Quién así habla se sitúa bruscamente en el bando del peor conservadurismo, del peor “conformismo”.
“Intelectual”: Todavía no se había escrito sobre Lautréamont algo tan apresurado, tan irrisorio. Sería como para pensar que el autor de semejante artículo no lo conoce más que de oídas, no le ha leído. De la obra más genial de los tiempos modernos, que plantea innumerables problemas de “intención”, que transcurre simultáneamente en distintos planos, abunda en colisiones de sentido, especula con continuas interferencias de lo serio y el humor, y desorienta sistemáticamente la interpretación racional, nos presenta una trama que valdría como mucho de resumen de un folletín: “Maldoror, desesperando de la justicia divina, tomará el partido del mal. Hacer sufrir, y sufrir al hacerlo, tal es el programa.”
En su bellísimo estudio sobre Lautréamont (3) –al que Camus alude en una nota, insignificante por lo demás-, Maurice Blanchot ha dado no obstante buena cuenta por adelantado de tan burdas simplificaciones. Ha sabido mostrar que el corazón de Lautréamont “es también el del universo” y que su lucha hace de sus propios tormentos “la finalidad y la expresión de la lucha universal”. Nadie ha comprendido mejor que él que el gusto que ha tenido Lautréamont de sorprender al lector se debe a que “ese lector es él mismo, y a lo que debe sorprender es al centro atormentado de sí mismo, en fuga hacia lo desconocido”. Nadie ha sabido tampoco poner mejor en evidencia del pulso profundo de una obra centrada toda ella en el eje de su “deseo” y cuyo movimiento calca el de la experiencia erótica. Mas tales advertencias, a pesar de su carácter perentorio, no son para Camus sino letra muerta. No quiere ver en Lautréamont más que a un adolescente “culpable” al que es preciso que él, en su calidad de adulto, reprenda. Y llegar incluso a encontrarle en la segunda parte de su obra: Poésies, un merecido castigo.
De creer a Camus, Poésies no sería más que un amasijo de “banalidades laboriosas” –vuelve a ello-, la expresión de la “banalidad absoluta”, del más “triste conformismo”. Ni que decir tiene que esto no podría resistir ni el menos atento de los exámenes. Que ese librito plantea un enigma perenne, y singularmente irritante, preciso es reconocerlo; pero de ahí a suprimirlo con tan vulgar alarde de prestidigitación, en modo alguno puede tolerarse. Cierto es que no se puede más que conjeturar, y harto débilmente, las razones que pudo tener tratándose para volver de pronto la espalda o (quién sabe, tratándose de él) de aparentarlo. Maurice Blanchot ha subrayado aquí también la ambigüedad del texto. (“Un gran número de “pensamientos”, si es que celebran la virtud, la celebran tan desdeñosamente o, por el contrario, con tan desmedido exceso que la alabanza se vuelve menosprecio… ¿Qué poder hay, pues, en él, vuelto, sin embargo, hacia la luz; qué superabundancia creadora puesta en vano al servicio de la regla, pero tan grande que no puede sino humillarla y, a sus espaldas, glorificar la libertad sin medida?”) Camus –que considera a Hegel como el gran responsable de las desdichas de nuestro tiempo- se priva aquí en exceso de los auxilios de la dialéctica. El procedimiento aplicado en Poésies, que consiste en contradecir con obstinación –y siempre muy sutilmente- pensamientos de Pascal, de la Rochefaucauld, de Vauvenargues, aparte de ser incontestablemente subversivo, pone en funcionamiento una operación de refutación general –dialéctica- que invertiría el signo bajo el que pretende estar construida la obra. Camus, que por otra parte se muestra insensible al singularísimo tono de Poésies, no parece haber reparado en ello ni por un momento.
El daño lo sería sólo a medias si la inteligencia de tales enfoques no se propusiera erigir la tesis más sospechosa del mundo, a saber la que la “rebelión absoluta” no puede engendrar más que el “gusto por la servidumbre intelectual”. He aquí una afirmación totalmente gratuita, ultraderrotista, que no puede menos que merecer el menosprecio en medida aún mayor que su falsa demostración.
Toda nuestra indignación sería poca ante el hecho de que escritores que gozan del favor del público se dediquen a rebajar lo que es mil veces más grande que ellos. No hace tanto tiempo que se presentaba un Baudelaire que no era sino “ausencia de vida o destrucción de la vida”, presa de una “tensión vana, árida”, matándose voluntariamente “a módicos plazos” y cuyas características eran “frigidez, impotencia, esterilidad, ausencia de generosidad, negativa a servir, pecado”. “Apostaría –llegaba a decir en su exaltación el autor del retrato-, apostaría que prefería las carnes en salsa a los asados, y las conservas a las legumbres frescas.” Estos señores llevan una vida fácil: que soporten, pues, de vez en cuando alguna llamada a la decencia.
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- Primer semestre de 1951.
- Poco tiempo después aparecería el ensayo en cuestión con el título de L´Homme révolté.
- Lautréamont et Sade, les Editions de Minuit.
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Traducción de RAMÓN CUESTA y RAMÓN GARCÍA FERNÁNDEZ.
La llave de los campos. Madrid. Editorial Ayuso. 1976. Págs. 275-278.
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