Por: Emanuel Zerbos
Espera. No te cuento aún lo del espejo. Fue un suceso extraño. La mujer había pasado más de veinte minutos ante su imagen. No se cansaba de ver su cuerpo ni su rostro. De revisar sus facciones. Habló por teléfono móvil a una amiga, su amiga más cercana, que la llamó para saber si podría contar con ella para la salida de la noche. La chica del espejo habló sin perderse de vista. Se revisaba las nalgas, que no tuvieran un gordo, ni siquiera uno imperceptible; su nariz, que no fuera chata, larga, torcida ni puntuda; cada poro de su cara, que no fuera a tener un grano, una peca, acné, un lunar; sus senos que en efecto permanecieran paraditos; sus axilas, que no tuvieran ni la más leve sombra de vello; sus piernas, que no fueran a mostrar celulitis; su abdomen, que de verdad estuviera plano y terso; su ombligo, que fuera una ranurita minúscula; su sexo, que se notara bien depilado y con sus labios bien rojos… Observó sus codos, sus rodillas, su espalda –con ayuda de otro espejo-, el color de su piel…
Y pensar que esta era una rutina de cada sábado. Aunque con el énfasis de esta mañana, de cada mes. Pasaron los primeros veinte minutos y la mujer del espejo, bella y juvenil, no parecía tener intenciones de detener o suspender su inspección. Dijo: “Sí, claro, allá estaré contigo, en la disco de La Sirena. ¿Cómo no, amiguis? Lo que quieras”. Y no apartó sus ojos de los ojos del espejo.
Espera. No sé si tienes tiempo de seguir enterándote de la chica del espejo. Este mundo vive tan apurado, como si todos tuvieran cada vez más prisa por llegar a ninguna parte, que no sé si puedas quedarte un poco más.
Solo te digo: pasó una hora y dos y esta chica seguía allí, sentada en su cama y con la vista perdida en la imagen que le devolvía el espejo. Después, jugó a comparar cada parte o zona de su cuerpo con cosas conocidas. Montañas, valles, lagos, frutas…
Ah, espera. Debo decirte, antes de continuar contándote este cuento, que ella no es una chica superflua ni artificial. Que esa chica contemplara su cuerpo de esa manera no te da derecho a conjeturar que se tratara de una mujer vacía. Sé que lo pensaste. Y eso es un prejuicio. El mundo es muy dado a eso, a formarse juicios sin fundamento, con solo ver por primera vez a una persona o escuchar por primera vez hablar de ella, sin tener información. Y pensar que ella no se formaría prejuicios de ti si en lugar de estar hablándote a ti sobre ella le estuviera hablando a ella sobre ti. Si le contara, por ejemplo, que te gusta que te adulen y que…
Está bien, espera, no diré nada de ti, al menos no en esta ocasión.
El prejuicio es producto de la doble moral. Además, ¿dime quién, que tú consideres el menos superfluo de los seres vivos, bueno, humanos, no tiene su aberración escondida, su costumbre secreta, su deseo irracional, su instinto indomado del que nadie tiene noticia? Sí, sí, como el doctor Jekyll y Mr. Hide. Claro, ese puede ser un caso extremo, pero es así. Sé de un reconocido escritor, periodista y ensayista, ganador de todos los premios literarios que quieras, que, de día en su mundo y en su oficina, es duro como el mármol de Carrara y, por las noches, desde la hora en que sus oficios se lo conceden, es un voyerista impenitente. Alquiló un apartamento del piso veinte de una lujosa torre rodeada de torres, e instaló allí un telescopio para alcanzar a ver a las mujeres mientras se desnudan o llevan su vida tranquila en el vientre calmo de su habitación, mientras aman y beben y ríen descuidadamente. No, no creas que te voy a decir quién es. Solo es para que te quites de la cabeza esa vieja y estúpida manía de prejuzgar y especialmente de prejuzgar a la mujer de la que apenas te estoy hablando.
Espera, aún no te digo que ella es integrante de un club científico. Fue niña genio. No se educó en las escuelas corrientes porque le aburrían. Su madre se vio obligada a inscribirla en un colegio para superdotados. Sus diversiones eran soluciones algorítmicas. Los inventores de juegos de video la buscaban para que ella modificara sus diseños. “Esa guerra sin espías no emocionará ni al más estúpido. Y qué mejor si el usuario pudiera serlo” o “Ya no más jueguitos de rescates de princesas, que ya se agotaron desde la generación de nuestros padres; ahora invéntate uno en el que se salve un botín, digamos, por el que se pueda desatar una guerra, como el secreto del desarrollo de los pueblos y la preservación del planeta o algo así”. En la actualidad, ella tiene diecisiete, es fanática de la soda con patacón y de salir con su chica a la disco cada sábado como cualquier mujer de su edad. Y la comunidad científica celebra sus trabajos de neurosicología. Adelantó uno sobre la electricidad cerebral en los niveles de pensamiento, del que no cesa de publicar artículos en revistas científicas. Adelanta otro sobre la secreción de sustancias neuronales cuando un sujeto recibe estímulos placenteros, y posterga un tercero sobre la lengua, aparato del que ya, sin profundizar demasiado, ha encontrado más de seiscientas funciones, pues hace parte de varios sistemas orgánicos: digestivo, fonador, sexual, lúdico (su amiga, Karla, la usa para atrapar la nieve cuando van de visita a cualquier ciudad donde nieve).
Espera, espera, no te cuento todavía sobre su tendencia suicida. A veces, sí, solo a veces, sin motivo aparente, en especial cuando se mira al espejo muy seriamente, más de dos horas, como hoy, no sabe cómo ni por qué –será tema de una investigación en la que ella sea su conejillo de indias-, esa sensación de fascinación ante sus propias formas, esa que tú llamas narcisismo, se va convirtiendo en hastío. Hastío de la belleza, hastío de la armonía, hastío de los actos efímeros y fatuos que, por asociación de ideas, lo son todos los de la existencia. Si lo miras bien, al fin y al cabo, ¿qué pierden el mundo y el universo si tú o ella o yo hacemos o dejamos de hacer una cosa o la otra? ¿Qué gana la naturaleza si le imponemos la carga de nuestra miserable vidita? Gastamos o, más bien, despilfarramos recursos para mantenernos, sin devolver algo medianamente valioso a cambio… Y eso, sin pensar en que nada tiene sentido ni significado. Si algo lo tiene, es gracias a una convención, una arbitrariedad, un argumento prefabricado. Y lo posee solamente desde el punto de vista de unos seres ruines que se creen la medida de todas las cosas, los dueños del cosmos, a pesar de que no pueden siquiera sostenerse su propio trasero con las dos manos. En fin, la otra vez, si no es porque de pronto se encendió la voz de una soprano que solía ensayar asomada a la ventana de su apartamento del piso veinte, como el suyo, ah, y la oportuna llegada de Karla, que la entiende, no hubiera abandonado esa espiral de pensamientos de desastre y sinsentido. Sin decirle nada, sin sermones, sin aspavientos, su amiga se aplicó en consentirla como a una niña indefensa, y acariciarle palmo a palmo su cuerpo. Esta se abandonó sin fuerzas y sin dejar de llorar, cada vez más despacio y con menos lágrimas, con las tijeras en la mano. Si no es por este par de acontecimientos, repito, hubiera sido capaz de romper la imagen del espejo.
Espera, no te cuento aún que ella es bruja… Sí, la otra vez… espera…
No hay vileza sin dulzura. Envigado. Fondo Editorial Institución Universitaria de Envigado. 2022. Págs. 57-63.
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