EDUARDO ESCOBAR (1943-2024) “ANTOLOGÍA POÉTICA (1958-1977)
LA ENCUESTA A LA LITERATURA COLOMBIANA (1978)
Colcultura acaba de publicar un nuevo libro suyo: dentro de su trabajo ¿qué significa dicho texto? ¿A qué preocupaciones responde y, en un sentido más amplio, en qué forma cree usted que dicho libro se sitúa dentro del estado actual de la literatura colombiana?
En la antología que acaba de publicar Colcultura, reuní lo que parece salvable de mi producción hasta el momento. He publicado mucho, irreflexivamente un poco, y hacer esta antología fue algo como un examen de conciencia: releí cuidadosamente mis anteriores trabajos y saqué lo que me pareció bueno todavía…. Ahora: dentro de la literatura colombiana, si existe tal literatura y falsa modestia aparte, mi libro significa frescura, odio por lo intelectual puro, por lo rebuscado. Repudio de la falsa gravedad que acosa tanto a nuestros escritores. Por lo demás, mi vida y mi trabajo han resultado ser un testimonio claro de dedicación. Pero no es motivo para enorgullecerse: tal vez he perdido mi vida escribiendo poemas, leyendo, en fin, en este juego azaroso que es toda literatura cuando ocupa la vida útil de un hombre.
Es ya un lugar común afirmar la inexistencia de crítica literaria en Colombia; paradójicamente, varios de los libros editados por Colcultura, ya sea en forma individual, o colectiva, parecen contradecir tal afirmación. Si existe una crítica literaria en Colombia, ¿qué papel desempeñaría, y cuál es su incidencia?
Nuestros buenos escritores son lunares escasos dentro de la general mediocridad de nuestra literatura. Y nuestros críticos son aún más escasos. Nuestra situación es de marasmo: no hay críticos porque nuestra vida y obras son insustanciales porque no hay críticos. Yo mismo, en mi trabajo como escritor, he sentido mucho la falta de una inteligencia que lúcidamente arrancara a mi trabajo virtudes o defectos que yo no puedo captar solo. Los que se han ocupado de mi trabajo se han limitado a alabarme o a joderme… pero yo no he sacado nada en claro.
Se ha dicho en diversas ocasiones, que una de las características fundamentales de la literatura colombiana es su excesivo tradicionalismo, su apego a formas quizás esclerosadas o anacrónicas, como un reflejo, quizás, de las condiciones por que atraviesa el país. ¿Está usted de acuerdo con dicha afirmación, o cree, por el contrario, que también ha existido una tradición de la ruptura?
Todo arte auténtico es siempre de ruptura, creo. Y por eso nuestra literatura es tan pobre: porque siguiendo a los auténticos creadores va la caterva de los repetidores, haciendo versos que ya se hicieron y contando los cuentos que ya se contaron.
La literatura colombiana contemporánea, con la excepción notoria y justificada de Gabriel García Márquez, carece de una resonancia internacional apreciable. ¿A qué atribuye dicha circunstancia o, en caso contrario, cuáles son, en su opinión, los autores que han trascendido dicho estado de cosas?
Admiro a García Márquez, claro, y sé que es un maravilloso escritor, casi irreal de lo puro bueno. Pero también pienso que el fenómeno de su “resonancia internacional” es cuestión de propaganda. No se pueden medir los escritores por el número de lectores que arrastran. Rulfo no tiene tanta fama como García Márquez y es tan bueno como él. Guimaraes Rosa no es tan conocido como García… y su obra es inmensa… León de Greiff es casi desconocido incluso en Colombia y es para mí más grande que Neruda, y que Paz y que De Moraes…
Las circunstancias en las cuales se realiza el trabajo intelectual colombiano no son precisamente las ideales, para el tipo de tareas. ¿Cree usted, que desde la aparición de su primer libro –por favor indicar cuál, y en qué fecha- dicho estado de cosas continua o ha cambiado?
Desde la Invención de la Uva, mi primer libro, las cosas han empeorado. Hubo un tiempo muy bello, la década del 60, durante el cual se realizaban festivales de arte joven en muchas ciudades colombianas. Era ocasión de hacer conocer uno su obra y de conocer otros escritores… de discutir y de gozar en buena compañía. Además, uno editaba su libro y en estos festivales tenia ocasión de ponerlos en manos de la gente y salvar la inversión… Todo esto terminó… Y en lo que se refiere a la poesía, usted mismos sabe, todos los libreros están de acuerdo: eso no se vende.
Es palpable que el papel del escritor, dentro de la sociedad colombiana, se ha modificado. ¿Cuáles serían las características más notorias de dicho cambio, y cuáles sus tareas en el momento actual?
¿El papel del escritor en la sociedad colombiana? ¿Se ha modificado? Bueno… yo creo que sigue siendo el mismo bond de siempre, sólo que un poco más delgado y más caro… Me gusta mucho lo que le dijo Gonzalo Arango a Evstushenko, cuando le preguntó de qué vivían los escritores en Colombia. Dijo Gonzalo: vivimos de la poesía… pero comemos mierda.
Para una antología ideal de la poesía colombiana que abarcara exclusivamente los primeros 70 años de este siglo, ¿podría usted decirnos qué nombres, a su parecer imprescindibles, podrían representar a cabalidad dicho período?
León de Greiff, por supuesto. Y Mutis, para seguir siendo amigo de Santiago. Y para no enemistarme con Cobo: Aurelio Arturo. Y Jaime Jaramillo Escobar, claro. Y tú y yo, qué carajo! y Mario Rivero, si quiero salvar el pellejo… Además, Cote, Gaitán y… me importa un pito la tal antología… Lo dejo a tu buen criterio… pues demostraste tenerlo al aceptar esta Antología que acaba de publicarme Colcultura.
Gaceta. La Separata. Nro 22/23. Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura 1978. Pág. 29.
EDUARDO ESCOBAR (1943-2024)
Por. Elkin Restrepo (1942-)
Un día, a principios de los años sesenta, comenzó a aparecer en Medellín, escrita en las paredes y fachadas de los edificios de la ciudad, una palabra que de inmediato despertó la curiosidad ciudadana: Nadaísmo. Estaba escrita en tinta negra y con ella, en la ciudad pulcra y blanca, se anunciaba algo que, aunque no se sabía de qué se trataba, no tardó en revelarse cuando a través de una serie de actos escandalosos un grupo rebelde rompía la paz bovina del lugar, declarándose de paso portador de un nuevo evangelio que amenazaba con dejar piedra sobre piedra. Su líder se llamaba Gonzalo Arango, quien había organizado sus huestes con adolescentes, algunos de ellos ex seminaristas, pre delincuentes y desocupados, y hablaba de poesía, libertad y mística.
La historia ya conoce, pero quizá sea necesario decir que, para los muchachos de entonces, sobre todo para quienes ya nos asomábamos a la poesía y la literatura, los nadaístas llegaban en el momento en que, con su desenfado, filosofías y vida sin ataduras, representaban aquello que más anhelábamos.
Su imagen social, olorosa a azufre, ofrecía al fin una imagen del escritor contestatario, y esto era importante.
En Medellín, los nadaístas habían elegido como territorio suyo la carrera Junín y tomaban eternos cafés y Coca-Colas en el Salón Versalles y El Metropol, que era un salón de billares que quedaba enfrente. Imitaban, con sus peinados y ropas estrafalarias, a los existencialistas parisinos y no dejaban de mostrarse a los ciudadanos como criaturas raras. Hasta allí, a veces, íbamos a verlos a falta de diversión mejor.
Una mañana vi a Eduardo Escobar cruzar de una acera a otra aquel territorio sagrado. O a quien me dijeron que era Eduardo Escobar, pues yo no lo conocía. No tenía más de quince años, era bien plantado y su aspecto rebelde me hizo pensar en Arthur Rimbaud –sobre el cual el mismo Eduardo ha escrito la más bella y verdadera de las semblanzas del poeta gangrenado-, a quien los nadaístas tenía, como apenas era obvio, como su santo patrono.
A parecerse al pobre Arthur, de un modo u otro, jugaban también los otros jóvenes airados de las huestes bárbaras: Darío Lemos [a quien le amputaron también, vuelto de una Abisinia imaginaria, una pierna]. Amilkar U, Alberto Escobar y un niñito insoportable de apellido Zalamea que sufría los estigmas del más grande de los poetas modernos.
Eduardo, subido al barco ebrio rimbaudiano [deduje de lo que leía en la prensa y en los libros que empezaba precozmente a publicar], escribía poemas crípticos pero lo suficientemente hermosos para que no pasaran desapercibidos y otorgaran a su autor fama y reconocimiento. Por entonces comenzaba también, para abrir las puertas de la percepción, a experimentar con la droga, a la que daba cariños y tratos de leguminosa. Sin embargo, tentado por asuntos mayores, Eduardo no se extravío en el “malditismo” y más bien, manteniendo viva la lección de Fernando González, envigadeño como él, y su maestro de todas las horas, buscó y busca aquella verdad que espera en el cruce de las otras verdades, apoyándose en una religiosidad sin religión pero enaltecedora siempre del asunto humano. De ahí también que, como suele suceder en sus columnas periodísticas, se atreva a decir lo que piensa, así lo que piense no sea lo que habitualmente piensan los que dicen que piensan sin atreverse a mucho.
Poeta, ensayista, cuentista, biógrafo y columnista, la vida le ha alcanzado para todo. Pocos intelectuales colombianos piensan, dicen o escriben con la agudeza, el humor, la libertad y el conocimiento con que el nadaísta de ayer, preocupación permanente de sus padres, hoy lo hace.
Los años, que a tantos colombianos solo les sirven para hacerse pícaros y vividores, a Eduardo le han servido para ser un hombre de bien, a su manera, lo que no es poca cosa en estos tiempos de espectáculo orbital, shooping desenfrenado y condición mezquina.
Pero no terminó ahí. Recién la Editorial Eafit ha publicado su tercer libro de ensayos, Atando cabos, y los presentes párrafos se escriben a modo de prólogo de su primer libro de cuentos en la Colección Letras Vivas de la Alcaldía de Medellín, una sorpresa porque quizás era el único género literario que le faltaba por cultivar o, mejor, de cuyo ejercicio sus lectores no teníamos noticias y que en esencia cumple con la misma fortuna y conocimiento de las otras disciplinas.
Leer estos cuentos es un gusto, no solo por lo particular de sus asuntos, tan ajenos a los que hoy se ha reducido la narrativa colombiana, apegada a una inmediatez periodística, sino por una prosa fresca, de amplios períodos, alimentada por la atención al detalle y el cuidado del autor, no para sacar provecho del artificio literario y sorprender, sino para desplegarse en una viva morosidad y un moroso deleite en bien del relato y del lector.
Es claro que, para conseguirlo, su autor ha actuado sin otra preocupación que la que le dicta su propio criterio y con la libertad de quien sabe que en literatura lo que verdaderamente vale es aquello que encuentras y lo que encuentras está en los recodos de ti mismo y de la forma que has dado y se da tu vida.
Quizá por esto los presentes relatos, saltándose toda preceptiva, son también, así se pueden considerar en caso de que se acepten también como el cruce de varias formas, capítulos de unas memorias personales recreadas ahora como historias, cuentos. La vida como su materia y la literatura como forma y trato del lector.
No me cabe duda de que Eduardo Escobar es uno de nuestros más grandes escritores y la razón le da su margen magistral de ser distinto a todos los que frecuentan estos parajes.
Las rosas de Damasco y otros relatos. Medellín. Sílaba Editores. Alcaldía de Medellín. 2017. Págs. 9-12.
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