Por: José Antonio Ramos Sucre (1890-1930)
LAS AVES DE LA VISIONARIA
He visto la doncella retraída, sujeta al pesar, obesa de memorias. Acostumbra la veleidad y el ensueño. Desatiende alguna vez el rumor seducente de un arroyo, peregrino desde cima invisible por un cauce hundido. Precipicios de roca desnuda componen sus márgenes paralelas, de breve intervalo, negando luz al raudal abismado. La doncella admira el vuelo suspenso de unas mismas aves taciturnas sobre este sitio del yermo, y quiere saber dónde posan a reponer el vigor de sus alas. Pero las aves querenciosas del abismo escapan siempre de su atención y huyen a disiparse en la inmensidad.
TRANCE
He soñado con la beldad rubia. Miro su despojo y siento su voz.
Inicia con razones elegantes una conversación de motivo lisonjero.
Yo estoy prosternado. Quiero oprimir entre mis manos su diestra delgada y perezosa.
Expone en lenguaje selecto un suceso de siglos ilustres. Refiere las cuitas de un trovador desengañado.
Yo espío los rasgos de su faz iluminada.
Añade comentarios de crítica afilada y suspicaz, y yo asiento con mudez inescrutable.
FANTASÍA DE LA ESTACIÓN ADVERSA
El desfile de los días morosos, enlutados por el invierno, visitados por la pesadumbre. Los pájaros del cielo, emisarios de la tormenta, desbandados por la ventolera. La niebla suspendida, de pies alados, esquivos del contacto de la tierra.
El palacio de los escombros fulminados sobresale en la comarca ignota, orillas del mar de las aguas pesadas, y una selva le cubre las espaldas.
El cortejo de los jóvenes alegres, venidos de más allá del horizonte, profana cierto día las salas y aposentos de la ruina feudal. Motejan las armas de la panoplia antigua y su retozo descomunal despierta los ecos indignados.
Visitan la selva, donde cortan de raíz los árboles macizos, reproduciendo a cada paso el derrumbe estrepitoso de una torre, y componen esquife liviano, seguros de continuar, por nuevos caminos, su peregrinación bulliciosa.
Partieron entre canciones volanderas, señal de su humor, desprevenido, a la exploración del mar engimático, y perecieron náufragos en sus aguas pesadas, antes de comunicar el descubrimiento del palacio fatal.
EL VALLE DEL ÉXTASIS
Yo vivía perplejo descubriendo las ideas y los hábitos del mago furtivo. Yo establecía su parentesco y semejanza con los músicos irlandeses, juntados en la corte por una invitación honorable de Carlomagno. Uno de esos ministriles había depositado entre las manos del emperador difunto, al celebrarse la inhumación, un evangelio artístico.
El mago furtivo no cesaba de honrar la memoria de su hija y sopesaba entre los dedos la corona de perlas de su frente. La doncel la había nacido con el privilegio de visitar el mundo en una carrera alada. La muerte la cautivó en una red de aire, artificio de cazar aves, armado en alto. Su progenitor la había bautizado en el mar, siguiendo una regla cismática, y no alcanzó su propósito de comunicarle la invulnerabilidad de un paladín resplandeciente.
El mago preludiaba en su cornamusa, con el fin de celebrar el nombre de su hija, una balada guerrera en el sosiego nocturno y de esa misma suerte festejaba el arribo de la golondrina en el aguaviento de marzo.
La voz de los sueños le inspiró el capricho de embellecer los últimos días de su jornada terrestre con la presencia de una joya fabulosa, a imitación de los caballeros eucarísticos. Se despidió de mí advirtiéndome su esperanza de recoger al pie de un árbol invisible la copa de zafir de Teodolinda, una reina lombarada.
EL VERSO
El nenúfar blanco surgía de la piscina, entre los ánades soberbios de lucir en sus plumas el rubor de las llamas. El ciprés confundía en el polvo las hojas tenues, en el cruce de las avenidas. Sufría, vestido de luto, el riego de una llovizna de cristal.
Un doméstico, abastecido de un tridente de hierro y de una linterna en la cintura, recorría dando voces el jardín aciago. Los pavones ruantes animaban las horas indolentes de la cerrazón.
La princesa de China, de talle esbelto, apareció de puntillas a lamentar la corola decadente de las flores cridadas bajo una campana de vidrio y se abandonó a sus lágrimas humildes e infantiles.
Ese mismo día fue solicitada en casamiento y dividió conmigo su amargura. Quiso llevarse a la tienda de campaña de un nómada, al yermo glacial, un juicio profundo, un verso de mi fantasía, aplicado a la dureza de la suerte y yo dibujé en su abanico de marfil, recordando los signos de una caligrafía noble.
LUCÍA
Yo abría las ventanas de la cámara desnuda y fiaba el nombre de la ausente a los errores de una ráfaga insalubre. Mi voz combatí una lápida, imitaba el asalto del ave del océano sobre el fanal.
Yo adivinaba los acentos claros del alba, salía de mi retiro y pisaba con reverencia y temor la escalinata roída por la intemperie. Yo divertía la pesadumbre con la vista de un horizonte diáfano. El fresno y el pino menudeaban lejos y a la ventura en el país de lagos y raudales.
Yo me censuraba fielmente. Quería atinar un desliz de ineptitud o de apatía en el proceso de sus dolores inhumanos y no recordaba sino mi actividad y mi presencia continua en el aposento. Su muerte reprodujo el semblante de la agonía de Jesús.
Las brumas lentas nacían, al empezar la noche, de los pozos de agua pluvial, sosegaban los ruidos y se perdían en la vivienda alucinada.
Los velos de agua palúdica facilitaron el regreso de la virgen asidua. Se allanó a dejar en mis manos, señal de reconocimiento, la presea de su cando. Me devolvió la corona de su frente.
Las formas del fuego. Barcelona. Ediciones Siruela. 1988. Págs. 34, 37, 40, 42, 43, 67.
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