OCURRENCIAS DE CLAIRE GOLL
Por: Claire Goll (1890-1977)
Al poeta Yvan Goll le sobrevivió más de 25 años su mujer: Claire Studer, a quien se había ligado en 1916, casándose con ella dos años más tarde en Zurich y quien hizo públicas sus memorias con el título Le porsuit du vent poco antes de morir de más de 85años en 1977 en París, su residencia desde el regreso de Nueva York en los años de la postguerra y en donde Goll había muerto en 1950. Un libro excepcional y por obvias razones la mejor fuente para conocer la personalidad del poeta, pero que de ningún modo se limita a ello.
Más bien nos encontramos aquí con un documento autobiográfico y un testimonio sobre nuestro siglo poco frecuente, parangonable con los más intensos libros de recuerdos de nuestra época, un relato sorprendente por su franqueza, por su agudeza y humor, por su intención de verdad y desenmascaramiento (en particular de la vanidad masculina); por el desenfreno y la frescura con que narra las anécdotas más curiosas sobre individuos como Rainer María Rilke –un amor de juventud de la autora-, James Joyce y su mujer, Hugo Ball, Pablo Picasso, André Breton, Henry Miller, Salvador Dalí… y, por intermedio de este último, el mismísimo Dr. Jacques Lacan… Entre otros.
“Una crónica escandalosa de nuestro tiempo”, tal fue el subtítulo que su editor puso a este riquísimo, sincero, apasionado y valiente testimonio de una poetisa de nuestro siglo, del cual, se traduce acá algunos fragmentos.
Rubén Jaramillo V.
He conocido grandes hombres, incluso genios: Joyce, Malraux, Saint-Jhon Perse, Einstein, Henry Miller, Picasso, Chagall, Makyakowski, Rilke, Montherlant, Cocteau, Dalí, C.G. Jung, Artaud, Lehmbruck, Brancusi… sus rasgos de carácter predominantes eran en la mayoría de los casos frío fanatismo e introversión. Incluso en el caso de Satie, con su pobreza, su dulzura, se presentaba un antagonismo entre ironía y calor…
Entre los grandes ninguno era tan inaccesible como James Joyce. ¿Un pez del ártico? ¿Una mezcla de langostas y ostra? Lo he evitado, sin colocarlo de todos modos en el mismo nivel de fastidio como a mi madre a la cual odio más allá de su miserable muerte en un campo de concentración…
He amado algunos hombres y muchos más me han amado pero sólo con 76 años tuve mi primer orgasmo. A pesar de mis aventuras y amoríos tuve que alcanzar esta edad para que un joven de 20 años me enseñara que una mujer puede experimentar el acto amoroso de otra manera que no sea la del sometimiento.
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Un día me topé casualmente con mi tío Max Scheler en el “Café des Westerns” en Berlín. Estaba con su segunda o tercera mujer. Cada vezque cambiaba de religión cambia también de esposa.
“¿Ves de cuando en vez a la familia?, le pregunté.
“No me menciones ese nido de víboras, nada me resultaría más fastidioso y asqueante”.
El, que había escrito mucho sobre resentimientos humanos, alimentaba profundos resentimientos contra los suyos. Su padre católico había tenido que convertirse al judaísmo para poder desposar a mi tía Sofía. Era una mujer muy hermosa, pero lo suficientemente ortodoxa como para convertir a un rabino en antisemita, y pasaba su tiempo sobre todo en ritos y rezos… Este fanatismo perturbó de tal manera la infancia de Max Scheler, que fue despedido del Liceo a causa de su total incapacidad. Asqueado por la beatería de su medio familiar pero convencido de la necesidad de un apoyo espiritual, se convirtió primero al protestantismo y luego al catolicismo. Con el paso del tiempo se hubiese hecho también seguidor de Buda o de Mahoma.
“Desde que los marinos marchan por las calles se puede vivir en Berlín”, le dije a Scheler.
“Nunca hubiera pensado –respondió-, que el más mínimo aliento de libertad pudiera tocar a Alemania”.
Se reconocía partidario de la revolución más por razones sentimentales que por convicción. El movimiento de las masas le ofrecía un trampolín para sus reflexiones filosóficas.
“El cambio no rima con Alemania”, agregó sobriamente. “El mundo siempre se convulsionará porque los hombres pretenden creer en la revolución, en Dios, en el emperador y en no sé qué más cosas. En verdad dudan de todo. Están maduros para la aventura”.
Max Scheler presintió el ascenso del fascismo, pero murió antes de la llegada de Hitler al poder. Por la experiencia intensa de la crisis de la sociedad alemana se convirtió en el filósofo más grande del período entre las dos guerras. El creía poder salvar a la humanidad al desarrollar una ética material de los valores: lo santo, el genio, el héroe, el artista. De acuerdo con su costumbre, se ocultaba detrás de un tema filosófico para ocuparse (bajo el título Para una fenomenología y una teoría de los sentimientos de simpatía y de amor y odio) de su propio problema: las mujeres. Su primera mujer tenía inmensos ojos oscuros y melancólicos. La segunda era la hermana del director de orquesta Wilhelm Furtwaengler.
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Después de 1933 París se convirtió en un suburbio de Berlín, con la diferencia de que los poetas, escritores, editores y directores de teatro perdían toda importancia al cruzar la frontera. Solamente los grandes nombres de la industria cinematográfica constituían una excepción, pero permanecían en Francia. Después de algunas semanas de espera continuaban su camino, hacia Hollywood.
Los emigrantes se encontraban en Montmartre, con la excepción de aquellos que en razón de sus convicciones habían preferido Moscú, como Herwarth Walden y más tarde también Becher. Tras la primera alegría del encuentro se extendía en los cafés un estado de ánimo deprimente. Las conversaciones trataban solamente dela visa y el permiso de residencia. Gente que uno había conocido en la cima de la fama, invadidos por la ambición, ebrios por el éxito, ya no eran nada más que fugitivos en permanente búsqueda de un apartamento barato, de un local no demasiado sucio, de algún documento para conseguir un permiso de trabajo.
Separados de su oficio, pasaban su tiempo con quejas y recuerdos melancólicos sobre el pasado fastuoso. No era fácil confesarse a sí mismo y a los otros que ya no se era nadie después de haber dominado un teatro o un gran periódico. A esto se agregaba el que ciertamente todos los intelectuales entre Viena y Budapest, Sofía y Cracovia, conocían las novedades de Berlín, pero en París no se conocía ni siquiera por el nombre a Brecht, Piscator, Doeblin, Ernst Bloch. No eran más que fugitivos que habían llegado a comerse el pan de los franceses. Con sus malos o simplemente no existentes conocimientos de la lengua no se distinguían en nada de la masa, un famoso actor de teatro no se distinguía de cualquier cuasianalfabeto trabajador polaco. Después de algunas semanas los más dotados para el aprendizaje del idioma podían por lo menos hablar sobre el clima o comprarse algún jamón, pero les era imposible explicar sus concepciones teatrales o dar una conferencia sobre el expresionismo. Se sentían devalorizados y se los hacía sentir así. Inclusive los mozos en el café los miraban de arriba abajo. Entonces se juntaban entre sí, porque a los ojos de sus compañeros de sufrimiento todavía eran algo. Pero también las antiguas antipatías y rivalidades volvían a salir a la superficie agudizadas por la inactividad. “Hitler no se deja sacar –profetizaba Brecht-, permanecerá de veinte a treinta años en el poder”.
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Como Goll encontraba tan divertido filtrear en mi presencia con otras, no hube de molestarme tampoco. Así pues, él se dedicaba a la caza y yo me dejaba cortejar. Uno de mis más empeñados admiradores era el poeta chileno Vicente Huidobro. Me corría todos los días para ir conmigo al cine, en donde se limitaba a tenerme la mano y besarla. Goll, salvaje por los celos, me hacía toda clase de reproches. Pero yo no cedía: Huidobro me divertía mucho. Huidobro quería ser el primero, el más grande, el único. Por lo cual hablaba con elocuencia, su autocomplacencia ser percibía en cada sílaba. Todos los días intentaba impresionarme con alguna proeza heroica y se inventaba para ello las cosas más estupendas. “Acabo de encontrar la caja dental de Sarah Bernhardt” anunciaba, y sacaba una prótesis envuelta en un pañuelo…
Yo nunca sabía lo que era en realidad en sus ocurrencias y lo que provenía de la pura mitomanía. La presunción literaria de este hablador sólo era sobrepasada por la petulancia con la cual despreciaba a todos los otros poetas de la lengua española.
He vuelto a experimentar esta arrogancia con frecuencia entre intelectuales suramericanos y del oriente de Europa. Su egocentrismo bufonesco se explica por la estrechez cultural de sus países de origen. Es realmente una desgracia provenir como poeta de Chile, Ecuador o Bulgaria.
Un poeta de estos reúne a todo precio todo lo necesario para irse a París, en donde nadie lo conoce y nadie puede tampoco leer su lengua. El vacío al cual quería escapar lo rodea ahora verdaderamente. No le queda otra posibilidad que recogerse en sí mismo y desarrollar una paranoia enfermiza. Un día se arroja él a través de las calles de París y grita: “¡Soy el más grande poeta de Guatemala o Bolivia y se disfraza con una toga y anuncia a los clientes del único café de literatos en el lugar: “¡Todos vosotros no sois más que cretinos y campesinos! Yo soy el más grande, el único, todo París se inclina ante mí…”. Finalmente termina por creérselo, o se pega un tiro.
El artista necesita el elogio y cuando no obtiene ninguno se lo procura a su manera. Pero también en este arte de la inventiva excéntrica nadie superaba a Huidobro. “Se me ha otorgado la cruz de la legión de honor en secreto”, me susurraba al oído.
Una vez me llamó en medio de una excitación extrema: “Tengo que pedirle un gran favor. ¿Puedo ocultar en su casa mis manuscritos? Hitler me los quiere robar para poder refutar mis argumentos en su próximo discurso”.
(…) El 16 de septiembre de 1939 arribamos a después de once días de navegación a Nueva York. Se había declarado la guerra.
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La fama de la revista Hemisphéres atraía buscadores de éxito de toda clase, entre ellos también a Henry Miller. Después de Joyce era el hombre que yo menos podía soportar. Nos visitaba a diario, se las arreglaba para permanecer hasta la hora de la cena y se hacía invitar para comer una increíble cantidad de carne. “Te pido por favor no ser grosera con él”, me advertía Yvan. “Lo siento mucho, a pesar de todo pienso cantarle un par de verdades que quizás él no podría digerir tan fácilmente como sus kilos de bistec”.
Henry Miller me causaba vómitos. Este tenebroso charlatán quería a toda costa figurar en la revista de Goll. Nos mandaba cantidades de cartas, sólo hablaba de sí mismo y alternaba entre fanfarronadas y opiniones destructivas. En su autocomplacencia agresiva se parecía a Salvador Dalí, pero no poseía ni su humor ni su fuego. El término egoísmo sería muy débil para caracterizar la falta de tacto y la inconfiabilidad de este arribista. Con un cinismo sin límites estaba pronto dispuesto a todo lo que prometiese éxito. “Toma tú cámara, dijo un día a Goll, y acompáñame a través de Brooklyn, donde pasé mi infancia”.
Condujo a Goll a su casa natal, a su escuela y a un campo donde él había jugado béisbol. En todas partes tenía que fotografiarlo Goll.
“Ahora una toma histórica –dijo-, no la vayas a mover: Aquí siempre oriné”. Se voltio hacia una valla y abrió la bragueta para reconstruir la escena. “Todo el mundo debe saber que yo tengo la cosa más grande de toda la costa del oeste…”
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La noticia del saqueo de nuestro apartamento en la Rue de Conde era de menor importancia ante los otros acontecimientos trágicos.
“He vuelto de nuevo a la situación a la que debería llegar –dijo Goll cuando se enteró-, a la no propiedad, la libertad absoluta”.
Todos los muebles habían desaparecido, lo mismo que los cuadros, los atados de cartas de Romain Rolland, Rainer María Rilke, Hermann Broch, toda la correspondencia con James Joyce que trata de la traducción del Ulyses y la valiosa carta en la cual él había informado por primera vez del derrumbe espiritual de su hija Lucía. Los nazis me habían robado mi pasado. Y a Goll le habían robado sus manuscritos, sus poemas, su archivo, sus obras de teatro terminadas y casi terminadas.
No quería regresar inmediatamente a Europa con mi enfermo, dónde sólo nos esperaban estrecheces, apartamentos sin calefacción y tarjetas de racionamiento. Para postergar el regreso convencí a Goll a hacer algunas visitas.
Viajamos a Princenton fundamentalmente para ver a Hermann Broch, cuya Muerte de Virgilio se traducía justamente entonces bajo la supervisión de Goll, y a mi profesor de matemáticas, con el cual había escuchado en Munich de niña a Ricardo Straus tocando el piano. Él era el mismo que me había presentado en las navidades de 1918 a Albert Einstein, a quien también encontré en Princenton. Se recordaba muy bien de nuestro encuentro en Berlín frente al árbol de navidad. Conversamos sobre historias de familia. Una sobrina de mi madre se había casado con uno de sus primos. La mirada de Einstein estaba llena de melancolía. Sufría ante el sentimiento de ser responsable por la bomba atómica. “¡Toda una vida llena de trabajo y filosofía –decía- y ahora esto!”.
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En la esquina de la calle de Beaux-Arts y de la Rue de la Seine encontré casualmente a Antonin Artaud. Nuestros ocho años de exilio los había pasadoélen el manicomio. El joven y bello actor se había convertido en un espectro árido, sin dientes, febril y nervioso. Me invitó a una lectura que tendría lugar esa misma noche en la galería Loeb. Goll y yo fuimos allí e hicimos la experiencia del espectáculo trágico de un Artaud agitado que lanzaba gritos estridentes con espuma en la boca. Había conservado la inocencia del ángel caído, todavía de sus maldiciones destellaba una poesía impactante.
Entre los espectadores se encontraba también el doctor Ferdiere, médico jefe de la clínica siquiátrica de Rodez, en la que Artaud había sido tratado durante años. El público reconoció a Ferdiere y casi lo lincha.
“Asesino, asesino”, le gritaron cuando quiso hablar.
“Yo le volvía a dar la libertad a Artaud –gritaba-, ¡la libertad!
“¡Tú terminaste con él, cerdo!” le contestaban los amigos de Artaud.
Por entonces los choques eléctricos eran el último grito de la ciencia siquiátrica y Gastón Ferdiere, que se creía un genio, tuvo que hacer uso de ello con toda la imprudencia que le daba su sentimiento de superioridad. Yo misma me dejé engañar por sus afirmaciones irrefutables permitiéndole aplicarme una cura de células frescas que presuntamente debería rejuvenecerme.
“Eres un gran médico Gastón”, le dije entonces.
“Si, yo soy el más grande”, respondió sin la menor ironía frente a sí mismo. Entonces comprendí que estaba tan loco como Lacan.
Versión Olivier Orban. París 1976. El título de la tradición alemana nos parece que dice más sobre el contenido: Ich verzeihekeinem (No perdono a nadie).
Magazín Dominical. El Espectador. Bogotá. Nro 372. Junio 10. 1990. Págs. 3-6.
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