ENTREVISTA CON FREUD (1856-1939)
A los jóvenes y a las almas novelescas que, porque este invierno está de moda el psicoanálisis, necesitan figurarse como una de las más prósperas agencias del charlatanismo moderno, la consulta del profesor Freud, con aparatos para transformar los conejos en sombreros y el determinismo azul a modo de papel secante, no me molesta decirles que el más célebre psicólogo de este tiempo habita una casa de apariencia mediocre en un barrio perdido de Viena. “Muy señor mío, me había escrito, al no disponer de mucho tiempo libre estos días, le ruego que venga a verme el lunes (mañana día 109 a las tres de la tarde en mi consulta. Suyo afectísimo, Freud.”
Una placa modesta en la entrada: Pr. Freud, 2-4, una sirvienta no demasiado guapa, una sala de espera con los muros decorados con cuatro grabados débilmente alegóricos: El Agua, el Fuego, la Tierra y el Aire, y una fotografía que representa al maestro entre sus colaboradores, una decena de consultores del aspecto más ordinario, una sola vez, después del campanillazo, algunos gritos: nada con lo que alimentar el más mínimo reportaje. Esto hasta que la famosa puerta acolchada se entreabre para recibirme. Me encuentro en presencia de un viejecito fachendoso que atiende a sus visitas en su pobre gabinete de médico de barrio. ¡Ah!, no le gusta demasiado Francia, la única que ha permanecido indiferente ante sus investigaciones. Sin embargo, me enseña orgullosamente un folleto que acaba de aparecer en Ginebra y no es más que la primera traducción francesa de cinco de sus lecciones. Intento hacerle hablar arrojando en la conversación los nombres de Charcot, de Babinski, pero ya porque sean recuerdos demasiado lejanos, o porque esté ante un desconocido con una actitud de prudente reticencia, no saco de él más que generalidades como “Su carta, la más conmovedora que recibí en mi vida” o “Afortunadamente, esperamos mucho de la juventud”.
CLARAMENTE
Una corriente novelesca, nacida de la agitación poética de estos últimos años, ha alzado últimamente unos contra otros a algunos individuos que hasta ahora habían expresado aquí mismo (1) y en otras partes su común deseo. En lo más agudo de la crisis (agosto de 1921–marzo de 1922) y en vísperas de su resolución (julio-agosto de 1922), Littérature dejó de aparecer. Mientras tanto, Philippe Soupault y yo habíamos intentando hacer una diversión sin gran éxito con números de sombrero de copa. Pero pronto nos dimos cuenta de que vivíamos en un compromiso.
Cierta oscuridad rodea actualmente este hito en la historia de Littérature, en el cual Dada –por decirlo así- tomó posesión de una revistita de tapas amarillas que había disfrutado en sus comienzos de una distinguida consideración. Es evidentemente molesto que la llegada a París de Tristán Tzara no sea ajena, al parecer, a esta modificación, aunque, a mi modo de ver, ha sido infinitamente menos operante que, por ejemplo, el encuentro que tuvo en 1915 con Jacques Vaché y sobre todo, que la muerte de este último, la cual recibí en pleno corazón hacia febrero de 1919. Sin embargo, confieso haber puesto en Tzara alguna de las esperanzas que Vaché, si el lirismo no hubiese sido su elemento, no hubiera defraudado jamás. De ahí, sin duda, el error de Huelsenbeck, que en una obra, de la cual publicamos aquí mismo importantes fragmentos, pronuncia por otro lado contra Tzara una requisitoria que me parece fundamentada en todos sus puntos.
La literatura, de la cual yo y algunos de mis amigos usamos con el desprecio ya conocido, no es tratada por nosotros como una enfermedad (nos hemos visto obligados a resignarnos a estas burdas imágenes). Escribiría y no haría más que eso si, a la pregunta: ¿Por qué escribe usted? pudiera responder con toda franqueza: Escribo porque es, a pesar de todo, lo que mejor hago. No es éste el caso y pienso que la poesía, que es lo único que me ha sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de lo que se supone que pudieran escribir. Aquí nos acecha un malentendido enorme, ya que la vida, tal como la entiendo, no es ni siquiera el conjunto de actos finalmente imputables a un individuo, ya se haya inclinado por el cadalso o el diccionario, sino a la manera con la que parece haber aceptado la inaceptable condición humana. No es más que esto. Pese a todo –y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el are, donde la vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización.
Quiérase o no, hay hombres que participan más o menos de esa angustia. Su gran preocupación es, hoy en día, evitar que se trasluzca nada de ello: según ellos han ejercido siempre el arte como un oficio. Hace unos días me encontré en casa de un fotógrafo amigo mío con el señor Henri-Matisse. NO hay pintor que pretenda haberse tomado menos confianza con la naturaleza. ¿Sus obras anteriores? Ensayos que a sus ojos tienen el único mérito de haber permitido sus realizaciones actuales. De estos hay actualmente una decena, los Valéry, los Derain, los Marinetti, al borde la zanja, la caída, que reciben bromeando vuestras quejas y os dejan después de haberos dado cita sentenciosamente para dentro de diez años.
Existen otros, como el señor Cocteau, por escribir cuyo nombre pediría disculpas si no me pareciera urgente señalar que viven del cadáver de los primeros y si sus lucubraciones, a la larga, no terminasen por causarnos un malestar intolerable. Quien no ha leído en el Intransigeant una carta del señor Cocteau, en la que se empeña en divulgarnos su “arte poética”, ignora todavía lo que puede producir en materia tan delicada un autor que posee, a la vez, el genio del contrasentido y el de las desiadealización.
A Dios gracias, nuestra época está menos envilecida de lo que se dice: nos quedan Picabia, Duchamp, Picasso. Os estrecho la mano Louis Arango, Paul Éluard, Philippe Soupault, queridos amigos de siempre. ¿Os acordáis de Guillaume Apollinaire y de Pierre Reverdy? ¿No es cierto acaso que les debemos algo de nuestra fuerza? Pero ya nos aguardan Jacques Baron, Robert Desnos, Max Morise, Roger Vitrac, Pierre de Massot. No se podrá decir que el dadaísmo haya servido para algo que no sea mantenernos en ese estado de disponibilidad perfecta en el que nos hallamos y del que ahora vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos llama.
1. En Littérature.
Traductor: MIGUEL VEYRAT
Los pasos perdidos. Madrid. Alianza Editorial. 1972. Págs. 89-90, 101-103.
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