EL DIABLO EN EL CUERPO (FRAGMENTO)
Es raro que se produzca un cataclismo sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austríaco, la tormenta del proceso Caillaux, propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de la guerra precede a la guerra.
Fue así:
Mis hermanos y yo nos burlábamos siempre de nuestros vecinos, un tal Maréchaud, tipo grotesco, enano de perilla blanca y tocado con capucha, concejal del ayuntamiento, nos guardábamos de saludarle, lo cual le encolerizaba tanto que un día, no resistiendo más, nos abordó en la calle y nos dijo:”¿Con que no se saluda a un concejal, eh?” Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de esta impertinencia, las hostilidades fueron ya manifiestas. Pero, ¿Qué podía contra nosotros un concejal? Mis hermanos, cuando iban y volvían del colegio, tiraban de su campana con toda audacia, ya que el perro, que no podía tener mi edad, no era de temer.
La víspera del 14 de julio de 1914, yendo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver una aglomeración de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos recortados dejaban ver su quinta al fondo el jardín. Desde las dos de la tarde su criadita, que se había vuelto loca, estaba refugiada en el tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, aterrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de forma que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre un tejado se acrecentaba al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, se indignaban de que sus señores no hicieran nada por salvar a esta desgraciada. Ella daba ahora traspiés sobre las tejas, sin tener, con todo, el aspecto de una borracha. Hubiera querido poderme quedar allí siempre, pero nuestra criada, envida por mi madre, vino a devolvernos a los deberes. Si no, me quedaría sin feria. Me marché, con el alma en los pies, y rogando a Dios que la criada siguiese sobre el tejado cuando fuera a la estación a buscar a mi padre.
Seguía, en efecto, en su puesto, pero los raros transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no hace tarde al baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia.
Por lo demás, hasta ese momento, para la criada se trataba sólo de un ensayo más o menos público. Debía debutar, según la costumbre, por la noche, con los surtidores luminosos haciendo de verdaderas candilejas. Había, a la vez, los de la avenida y los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondeantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.
Como los bomberos de un pequeño municipio son “voluntarios”, se ocupan a lo largo del día más de otras cosas que de bombas de incendio. Son el lechero, el pastelero, el cerrajero, quienes, terminado su trabajo, irán a extinguir el fuego, si no se había extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que había patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron estos valientes, abriéndose paso entre la multitud.
Una mujer se les acercó. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, estaba compadeciendo escandalosamente a la loca. Dio unas recomendaciones al capitán: “Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde constantemente se la golpea. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo de ser despedida, de encontrarse sin trabajo, dígale que yo la tomaré en mi casa. Le doblaré el sueldo”.
Esta caridad escandalosa produjo escaso efecto entre la multitud. Aquella señora les molestaba. No se pensaba más que en la captura. Los bomberos, en número de seis, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando la verja y rodearon la casa, trepando por todos los lados. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar, previniendo a la víctima.
-¡Callaos! –gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los: “¡ahí va uno!, ¡ahí va uno!” del público. Con los gritos, la loca, armándose de tejas, tiró una sobre el casco del bombero que había alcanzado el remate. Los otros cinco bajaron rápidamente.
Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los tiros al blanco, los tiovivos, las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, una noche en la que los ingresos debían ser tan fructuosos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se apiñaban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a las voces la certeza de que se tiene razón, de que todo mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la para la parada de Vincennes, se contentaban quemando luces de bengala y cohetes.
Imagínese la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio de ese ruido y de esos resplandores.
El concejal, el esposo de la señora caritativa, improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.
Creyendo que era a ella a quien se aplaudía, la loca saludaba, un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que un casco relucía. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Me imaginaba a una chica, capitán pirata, que permanece sola en su barco que zozobra.
La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para saciar esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de tiovivos en montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Pero aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisface más. “Qué pálido estás”, había dicho mi madre. Le puse el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.
-De todas formas tengo miedo de que esto le impresione demasiado –le dijo a mi padre.
-¡Oh! –respondió él-, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, menos desollar un conejo.
Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que él también estaba trastornado. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. Lo que iba, en realidad, era a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.
Ahora ya no se contaba más de una veintena de personas. Oímos las cornetas. Eran para anunciar el desfile de las antorchas.
Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, después de la delicada luz de las baterías, estalla el magnesio para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que iban a cogerla, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse sobre los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportar todo, a pesar de que me zumbaban los oídos y el corazón me fallaba. Pero cuando oí gritar a algunos: “Vive todavía”, caí, sin conocimiento, de los hombros de mi padre.
Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos la yerba.
A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.
Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor que cualquier otro extraño período de la guerra, y cuánto me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.
Traductor: VICENTE MOLINA-FOIX
El diablo en el cuerpo. Madrid. Alianza Editorial. 1987. Págs. 16-22.
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