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Archive for 31 de agosto de 2013

 

Portada Revista Ciencias Sociales y Humanas.

Por: Óscar Jairo González Hernández.

Profesor Facultad de Comunicación. Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín.

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Albert Camus, foto de Cartier-Bresson.

Albert Camus, foto de Cartier-Bresson.

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Albert Camus (1913-1960), determinó que su vida hasta su muerte sería contenida y realizada desde las plurales perspectivas en las que se desarrollaría de manera totalizante el carácter de un nuevo humanismo, un nuevo sentido de lo humano. Por ello, para que ese humanismo alcanzara sus propósitos, en la formación de la conciencia humana, que daba forma a su vida, recurrió a expresarlo por medio de  la literatura, la filosofía, la crónica, la crítica política, el teatro, que constituyeron para él lo que se podría llamar su pensamiento, pensamiento moderno, y más que moderno, humanista. Una obra que hoy tiene para los lectores y escritores una trascendencia, que se proyecta sobre nosotros de una forma indeleble e indestructible, por el poder de sus principios, en los que coinciden de manera exaltada la ética, en su mayor temperatura de inquietud y acción humana y la estética, en sus relaciones estremecedoras entre la naturaleza y el arte, y que forman la estructura humanista de su visión del mundo y de sí mismo. Según Camus, una “estética de la rebelión. La pintura hace una elección. “Aísla”, que es su manera de unificar. El paisaje aísla en el espacio lo que normalmente se pierde en la perspectiva. La pintura de escenas aísla en el tiempo el gesto que normalmente se pierde en otro gesto. Los grandes pintores son aquellos que dan la impresión de que la fijación acaba de hacerse (Piero della Francesca) como si el aparato de proyección acabase de parar en seco.” (Carnets. [Enero de 1942 – Marzo de 1951. Buenos Aires. Editorial Losada. 1966 Pág. 149). En esta reseña tenemos a Albert Camus leído, revisitado y apropiado teniendo en cuenta tres preguntas realizadas a diversos escritores y lectores de su existencia narrativa. He aquí las preguntas y sus respuestas:

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  1. ¿En qué momento, circunstancia o necesidad decidió usted leer a Albert Camus?, ¿por qué, para qué y cómo?
  2. En su formación estética, ¿qué relevancia y proyección ha tenido y tendrá o no Albert Camus?, ¿por qué, para qué y cómo?
  3. ¿En qué forma y perspectiva lee hoy o no a Albert Camus?, ¿por qué, para qué y cómo?

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Lucas Cadavid Arango

Abogado y ensayista

1.

La primera vez que leí a Camus, “El extranjero” de Camus, fue en las vacaciones de fin de año del colegio. Concluía cuarto de bachillerato y contaba catorce años de edad.  Difícil época  para una conmoción más; la de las hormonas y la del amor eran ya suficientes. No llegué al libro hurgando en la biblioteca de mi padre ni como referencia de otras lecturas previas, como suele suceder. Para ese momento escuchaba con fiebre,  un grupo inglés llamado The Cure, entre cuyas canciones había una en particular que, de comienzo a fin producía un ansia de movimiento, y que por el coro reiterado Killinganarab, killinganarab, killinganarab, provocaba al valor de un asesinato rebelde. Alguien me contó que la canción se había inspirado en el libro de un escritor llamado Camus y que esta era una síntesis melódica de la historia del texto. De manera que leer el libro era seguir oyendo un poco al grupo que tanto me gustaba y desde el comienzo esperaba ansioso llegar a aquella escena trágica pero liberadora,  epifánica, de la muerte del árabe. Desde entonces creé un extraño vínculo con el autor, pasando de la idolatría, al amor mesurado y hoy, por fin, eso creo, a una compresión más tranquila de su obra y del sentido de la misma. No es gratuito que el umbral de esta amistad con Camus haya sido la obra cumbre de su período del absurdo, pues algo hay de coincidente con ese momento de la vida del hombre donde se hace latente el vacío sobre el cual flotamos y la necesidad de recrear un sentido cada vez como Sísifo.  Me excuso por empezar mi presentación con una anécdota personal pero así suelen ser las relaciones con los autores, fruto de una transformación íntima que muchas veces no es expresable por su contenido, es decir, por el  de la lectura de sus obras, sino por la experiencia emotiva que en el momento y en un lugar dado nos significó. Así pues que de aquella lectura recuerdo el clima, recuerdo encontrarme en la casa de mi padre en una mañana de principios de diciembre, sólo, con ese regocijo de los adolescentes de tener toda la casa para sí, lo cual a su vez implica la posibilidad de no tener que ocultar la urgente y para ese momento pecaminosa intimidad. Recuerdo también el estado saludable de mi alma cuando desaparecía por unos meses la disciplina escolar. Por  último, recuerdo la  escena final del libro, la celda de Mersault el extranjero, la seducción que sentí por un personaje consecuente hasta la muerte, diferente a todo lo que antes hubiera podido ver en cine o leer en otros libros (que obviamente no se suelen recomendar en los colegios clericales como el que me tocó en suerte padecer). Para dar sentido a todo esto, en un ensayo sobre la lectura, Marcel Proust, con toda agudeza describe lo que he querido decir con tanto balbuceo así: “(la lectura)… la atmósfera de esta amistad pura es el silencio, más puro que  la palabra. Pues solemos hablar para los demás, y en cambio nos callamos cuando estamos con nosotros mismos. Además el silencio no lleva, como la palabra, la marca de nuestros defectos, de nuestros fingimientos. El silencio es puro, es realmente una atmósfera…”.  Ese silencio, ese esfuerzo del silencio en la vida revuelta de un joven que empieza a descubrir, hizo nacer una amistad que  se ha procurado honesta, la amistad conmigo mismo y la amistad con un hombre que hizo frente a su época, que se rebeló a las ideologías, que no cohonestó con la mentira de la moda intelectual, que aborreció las mordazas impuestas a la libertad, que luchó frente a frente con la verdad  y que finalmente y ante el sinsentido y la sensación de vacío del siglo XX, le apostó a  la vida, a luchar por un sentido.

Como se ve pues mi encuentro con Camus, lo mismo que otro posterior y duradero con Proust, fue un encuentro casual pero definitivo, imprevisto pero determinante o si se quiere, a la vez azaroso y necesario.

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2.

Quizá la relevancia del pensamiento camusiano en la formación del pensamiento es precisamente la lección de la inescindibilidad de la estética y de la moral. Esto es, que lo bello es bello en cuanto verdadero, así sea terrible, y lo verdadero es el criterio de lo bueno. De suerte que lo estético encarna en el fondo una filosofía moral, una filosofía de lo ético y de lo político. Creer en estos postulados implica necesariamente una actitud frente a la obra de arte en general y frente a la literatura en particular. La obra literaria más allá de la buena composición o del preciosismo formal o del arte por el arte, es encarnación del pensamiento, es pensamiento en el lenguaje de las imágenes, es completud, en el sentido de ser más que forma, comprensión del mundo, entendimiento, reflexión, significado, etc.

A Camus se le lee hoy, y se le seguirá leyendo, como a muchos de sus contemporáneos. La razón es clara: en Camus están latentes los problemas fundamentales de la modernidad, que no se han extinguido sino hipertrofiado, si entendemos que no estamos propiamente en un estadio postmoderno sino hipermoderno, al decir de Lipovetsky:  el absurdo, el nihilismo (la construcción del sentido en la afirmación valores positivos), la violencia, la pena de muerte, el maquiavelismo y la realpolitic, la destrucción masiva, el totalitarismo, la rebelión, etc., hacen parte de nuestros problemas actuales y exigen, para darles respuesta, conocer como puntos de referencia el pensamiento de aquellos que los intuyeron, los combatieron o se rebelaron contra ellos en sus estadios primigenios.

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3.

Habrá que leer a Camus siempre como antídoto contra el poder y su tentación totalitaria. Hoy el poder total no se representa en la URSS de los cincuentas, pero nos respira en la nuca, invisibilizado por la fluidez y el mimetismo del capital. Si bien Camus no representa una alternativa radical, y quizá ni siquiera una alternativa en tanto proposición de mundos posibles, si lo es como imagen de resistencia.

Por último, en esta enumeración, y no en todo lo que se puede decir, Camus es también la vaguedad, la indeterminación o la debilidad del pensamiento frente a la radicalidad, la consistencia y la solidez lógica que sustentan tanto el sistema filosófico (cualquiera que sea) como el sistema de destrucción masiva que enseñó el Holocausto. Si Sartre decía que aunque la historia sea una piscina llena de mierda y sangre no queda otra posibilidad que arrojarse en ella, Camus podría replicar que aunque las ideas o la historia  nos vengan por azar o nos lleguen de manera gratuita, nada de lo que hagamos que nos rebaje ocurre gratuitamente.

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Hugo Mújica

Poeta, escritor y ensayista

1.

Me inicié en Camus cuando, en mi adolescencia, comencé a ser un fervoroso, casi fanático lector. Era la segunda mitad de los años 50 del siglo pasado y el existencialismo estaba en el aire, al menos el que respirábamos los que comenzábamos a disentir con el sistema, con el status quo, los que empezábamos a sentir “La Náusea”. Francia lideraba la cultura y el francés aún era la segunda lengua occidental. El engagement era el santo y seña de la pertenencia a la intelectualidad, a la que yo aspiraba pertenecer. Así, porque estaba en el aire, llegó a mis manos “El extranjero” –al decirlo, ahora, me estremezco-  ese libro, pequeño libro, decía lo que yo sentía sin saber decir, ese sol que cegaba, ese domingo pastoso de tedio, ese domingo y todos los días, eso sentía yo, eso mismo decía Camus, tendría, yo, 15 o 16 años, era, intelectualmente hablando, tan virgen como inocente, ese libro podría decir, fue un libro iniciático para mí, y muchos de mi generación. Años después lo volví a leer, estudiar… nunca envejeció. En mi boca cambió el sabor, ahora menos agraz, pero el gusto de esa primera lectura perdura en mi, mi gratitud hacia él también. Luego vinieron otras lectura, sobre todo “El mito de Sísifo”, sus primeras líneas, eso de que el único dilema verdaderamente filosófico es suicidarse o no suicidarse, lo repetí ciento de veces, y lo sigo creyendo contra tanta perorata posmoderna con la que diferir cualquier decisión, cualquier compromiso. Me vienen ahora a la memoria las frases del doctor Rieux de “La caída”, su argumento contra el Dios que no impide el dolor de un niño, la perenne rebelión contra la tan llamada como ausente justicia divina, y no obstante, tal el “imaginar un Sísifo feliz”, también aquí, a pesar de todo: la solidaridad, el sí a la vida arrostrando su finitud, también su incomprensión; esa línea y tantas otras que en mi formación me daban letra para saberme y desde ellas decirme. Leí toda su obra, la gusté y desfruté, pero sobre todo su último libro, “El primer hombre”, me ha parecido entre las páginas más “humanas” y bellas que haya leído, simples y en ello mismo irrefutables.

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2.

No sé si podría marcar algún carácter específico, más bien me queda como un tono con el que fui entonando mi propia escritura, diferente en forma, pero no en el contenido, el que, diría, lleva mucho de Camus, de su escritura y sobre todo su pensar: para mi Camus es el intelectual que piensa con su cuerpo, su cuerpo histórico pero no en el sentido estrecho del término, histórico como encarnado. Sartre, que llevaba la voz sonante de esos años, era todo un intelectual, era por antonomasia el “intelectual comprometido”, pero lo hacía desde sus principios, sus ideas e ideales, Camus, siento, lo hacía desde sus entrañas, a Sartre sin indignaba la injusticia, a Camus le dolía. Camus, más que el intelectual, me pareció siempre el hermano mayor, grande, pero cercano. Quiero decir, para ceñirme a la pregunta, Camus me trasmitió humanidad, y me la trasmitió en sus libros, y siempre intento eso: estar donde escribo, poder darme desde allí, en otra medida, pero como él. Esa humanidad que ya ha comenzado a dejar de señalar lo que somos para ser el adjetivo distintivo de cada vez menos.

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3.

No, ya no leo a Camus, mi camino fue por otras sendas literarias, pero no por ello no está conmigo: Camus, en mi vida, fue “fundante”, está allí, desde entonces, y está como lo que es verdadero, como aquello que ya es uno mismo.

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Carlos M. Luis

Escritor, ensayista y crítico de arte

1.

Mis primeras lecturas de Camus comenzaron en La Habana en la década de los cincuenta cuando el existencialismo (sobre todo el de Sartre) se puso de moda. Pronto comenzaron a llegar a las librerías traducciones de todos esos autores entre éstas “el Mito de Sísifo” y “El Hombre Rebelde” esas fueron mis primeras lecturas que me llamaron la atención por la  lucidez y el estilo cómo presentaba sus convicciones (aunque no tenía que estar necesariamente que estar de acuerdo con todas)  Después vinieron las lecturas de la “Peste” y “El Acoso”, de nuevo dos novelas que leí con gusto. En el teatro se presentaron “Calígula” y “Los Justos” ambas piezas conservan aún hoy toda su actualidad. Creo que fue la atmósfera intelectual de la época que me llevó naturalmente a leerlo, así como a Sartre (que nunca me llegó a convencer del todo) aunque me gustaban más sus piezas de teatro.

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2.

Mi formación estilística no estuvo influida por Camus. Pero sí sus proyecciones éticas. Yo me encontraba ya dentro de la órbita surrealista y la del socialismo utópico. En lo que respecta a su pensamiento ético que descubrí con más profundidad una vez que en los Estados Unidos pude procurarme sus obras completas, me convencieron más que las de Sartre. Estimo que en la famosa polémica que suscitó la publicación del “Hombre Rebelde”  provocando las iras  tanto de las izquierdas como las de las derechas, aunque Sartre salió ganando filosóficamente, Camus le llevó ventaja en lo ético. Sartre manejaba la dialéctica a su antojo y no sin cierto oportunismo, mientras que Camus llevaba su pensamiento (como lo demostró en los artículos que escribiera para el periódico que él dirigiera, “Combat”) a una altura moral que el autor de “La Nausea” no podía comprender. Esa toma de conciencia ética le valió a Camus, a la larga, otras críticas virulentas cuando la guerra de Algeria.  Mis lecturas en La Habana me inclinaron En New York, a continuarla.

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3.

Leo hoy a Camus bajo la perspectiva de las debacles: Bosnia, Irak, Siria, Palestina Afganistán, etc. que han estado ocurriendo desde los finales del siglo XX  y el nuestro. Camus pertenece a una lista de pensadores críticos herejes: Pascal, Rousseau, que no se adaptaban a los dogmas establecidos. Desde ese punto de vista su actualidad (y ahora se verá aún más cuando se abran los debates acerca de su obra y persona) tendrá más relevancia que nunca.

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Luis Fayad

Escritor y ensayista

1.

En mi juventud, en un momento en que procuraba leer a los autores de literatura que me recomendaban y a los que seleccionaba mi intuición. Leí sus novelas sin un orden determinado y alternadas con los libros de otros autores.

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2.

Me acerqué a la estructura de sus novelas. Su forma de narrar, tan cerca de las narraciones clásicas, tenían algo personal en la sintaxis. Comprendí que la originalidad no se busca, que es la manera personal de expresarse, que es el reflejo de lo que uno es. A pesar de que parece la menos novedosa, la que más me gusta es La peste.

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3.

Leo sus artículos y sus ensayos, los que leí hace muchos años y los que no había leído entonces. En muchos encuentro afinidades con lo que pienso sobre literatura y el hombre en la sociedad, en otros aprendo sobre diferentes temas, y en los que no encuentro nada creo ver sinceridad.

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René Jaramillo Valdés

Escritor y poeta

1.

El espíritu humano es ese imán al cual llegan todas las asperezas y la guerra ha sido una de las más lacerantes, tanto que alcanzó a pulverizarlo, ha convertirlo una brizna perturbada por todos los vientos. El campo me escudó y la naturaleza amainó el fragor de la confrontación bélica, pero la llegada de mi familia a la ciudad fue algo más que la misma huida, sólo que está vez la sufrimos en medio del terrible frío de la tensión y el miedo que inspiraban la amenaza nuclear de la posguerra. En la ciudad de Medellín hallé un océano de olas encrespadas que no daba al espíritu lugar para un descanso verdadero y como ave que no encuentra en donde posarse me volví a buscar una rama en el mar quieto que aún era mi interior. El viaje fue quizá el más largo de mi vida y para hacerlo más consciente, para transitar por senderos de horror, dolor y servidumbre, me dejé guiar por las obras de Albert Camus. De ese extranjero que me había vuelto la historia de barbarie de la primera mitad del siglo veinte, a quien el conocimiento de la guerra y la atrocidad habían expulsado de su interior y convertido en un secuestrado más de tantas pestes, pasé a convertirme en ese Sísifo constructor de su propio edificio. Muchas veces se derrumbaron las columnas que arrastré y planté en lo más hondo de mí ser, pero las huellas dejadas por los intentos terminaron por derrotar la insensibilidad y hacerme pensar que no importa cuál sea el destino del hombre uno no puede jactarse de haber vivido y no haber pensado en el dolor ajeno.

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2.

En mi formación estética la obra de Albert Camus tiene aportes muy importantes y en gran parte a ella debo que no haya perdido el entusiasmo por la búsqueda, por las preguntas constantes sobre el destino y lo que representa el fracaso en la existencia humana. Sin esa visión mis libros no tendrían la paciencia para permanecer en silencio o la fuerza para transitar en las manos de mis amigos para intentar llenarlos de interrogantes. Con la obra de Albert Camus se aprende a construir personajes capaces de nacer en medio del fracaso, pasearse por  todas las vicisitudes sin perder la esperanza de hallar la felicidad y finalmente comprender que la vida del hombre, como una isla recién descubierta, está rodeada de incertidumbres que por momentos la hacen ver como un paisaje de interminables dunas, olas terrestres que se mueven para situar al lector en uno de los extremos de su soledad para que contemple la inmensidad del desierto compartido que les tocó atravesar. Un escritor que logre transmitir al lector que algunos de sus personajes luchan para no dejarse acabar por los caprichos del destino, es un autor que dota sus obras de ese movimiento maleable, como dunas, para que se muevan entre las bibliotecas y el corazón de quienes aún pensamos que el camino puede ser muy extenso, pero no tanto para que nos haga perder el deseo de conocer su fin.

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3.

A las obras literarias de Albert Camus se vuelve como a la pequeña fuente que ha quedado atrás durante la imparable travesía por la selva. Vuelvo a sus páginas cuando nada en mi interior se conmueve, cuando siento que los caudalosos ríos de tinta indeleble me arrastran hacia mares que desconozco y en los cuales no se podrán escuchar las voces de auxilio de quienes nos han acompañado en la dura travesía. Leer a Albert Camus es intentar reunificar el espíritu, decirle a la vida que lo mejor que puede hacer el ser humano es tomarla en todo el sentido de la palabra, penetrarla, gozarla, sufrirla, vivirla y no dar la espalda a cuanto acontece en el mundo, porque cuando esto sucede la avalancha del destino arroya y no da tiempo para volver la mirada a la montaña. Esa aparente libertad  que se tiene cuando el hombre enfrenta con decisión la cotidianidad es la que da el mayor valor a la vida y mantiene firme el espíritu. Releer a Camus es no sentirse extranjero, es liberarse, es conocer el absurdo para alejar la angustia y a la vez concientizarse de que al final del camino se va tener la posibilidad de recordar las interminables llanuras que se han trajinado y que cualquier juicio que se haga sobre el comportamiento del hombre debe basarse en la manera como éste enfrentó su destino.

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Rubén López Rodrigué

Escritor y ensayista

1.

Cuando en noviembre del año 2003 escribía un ensayo sobre música, encontré que en Albert Camus la carga del destino equivale al tormento perpetuo de la leyenda de Sísifo, quien en el Averno pagaba sus culpas empujando hacia arriba de una montaña una enorme roca, la que al borde de la cima rodaba cuesta abajo obligándolo a empezar de nuevo, y así año tras año por espacio de miles de años. Esto me hizo pensar en un hado que heredamos de nuestros antepasados, pero el buen jugador acepta el Destino. Este asunto del Destino, que equivale a inconsciente y suele estar signado por la tragedia, me llevó a leer inicialmente La peste donde el autor expone su rebelión contra el totalitarismo nazi (la peste).

Coincido con García Márquez cuando dijo que esperaba más de la lectura de esta obra, es cierto que pudo haberle sacado más partido a la peste negra, sin que fuera necesario caer en el sensacionalismo.

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2.

En mi formación estética el existencialismo de Camus se refleja en su concepción del hombre, escribió que «La vida de un hombre es más interesante que sus obras», aspecto que me evoca aquel principio de Mejía Vallejo cuando decía que primero se es hombre y luego escritor. Como periodista, Camus actuaba con desgano, con la conciencia de su desencanto total hacia los seres humanos. Para él lo que importaba era ser humano y sencillo; pero sobre todo verdadero. Además, Camus en su oficio de escritor partía de unos límites y como escritor de buena conciencia no se atrevía a ser predicador de la virtud, no pretendía salvar a nadie. Otro aspecto que me interesa de él es que su obra es considerada más profunda que extensa, pues sabemos que su vida fue demasiado corta.

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3.

Hoy leo a Camus desde la perspectiva del Don Juan, en el marco de una investigación que hago sobre este personaje de la literatura universal. Analizo, desde una óptica psicoanalítica, lo que con su filosofía del absurdo plantea en El mitode Sísifo, donde dedica un capítulo a Don Juan, y aunque el tejido de sus argumentos no es claro y preciso, señala que el personaje mítico busca la saturación y deseaa la mujer hermosa. Si la abandona no es porque ya no sienta deseo hacia ella, pues una mujer bella es siempre deseable, lo que ocurre es que desea a otra.

Camus estampa el concepto de que Don Juan simboliza vulgarmente el seductor corriente y el mujeriego, pero lo que lo diferencia de ellos es lo absurdo de su comportamiento: es consciente de que seducir es su estado natural, pero no obstante esa lucidez no cambiará; la reducción al absurdo estriba en que las consecuencias de sus actos son absurdas o inaceptables.

Ya se sabe, el Don Juan de Molière es un gran señor libertino que no quiere creer en nada; acudiendo a la hipocresía emplea múltiples armas, a diferencia de Tartufo, otro personaje del comediante, que acude a la austeridad y la simulada devoción como única pauta de falsedad. Aquel tiene el carácter de ser mortal como su único talón de Aquiles, pero para Camus esta es su mayor fortaleza puesto que no le importa en absoluto.            

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Pedro Arturo Estrada

Poeta, escritor y ensayista

1.

En Camus busqué responder las preguntas esenciales que a los 20 años todo hombre debe hacerse: cómo y para qué seguir levantándose cada día a cumplir con una rutina, un trabajo, una búsqueda de sentido en medio de un mundo carente a su vez de sentido aparente y, sobre todo, de justificación. Por qué y para qué aceptar la existencia y ser entre los otros, reconocerse entre los otros. Fue en un momento de violenta crisis interior cuando encontré, cuando el destino o el azar puso en mis manos esa pequeña pero esencial novela: El extranjero. Mersault fue el personaje modelo de vida para mí. El hombre para quien todo podía ser vivido en una tarde de sol junto a una mujer o sentado fumando en un cuarto de hotel frente a una calle cualquiera viendo pasear a sus vecinos. El hombre para quien los “grandes acontecimientos” de la vida no tenían más importancia que los pequeños momentos de belleza, de placer, de libertad interior que podían dar cuenta de uno mismo con más intensidad y verdad, darle un significado inmediato y definitivo a la existencia sin más. La vida como revelación instantánea y suficiente, como accésis de lo eterno en la fugacidad y frente a la nada.

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2.

La lectura de toda la obra camusiana fue absolutamente necesaria para mí tanto desde lo filosófico, vital, hasta lo estético. Su contundencia conceptual, su claridad, su hondura y veracidad llenaron mi espíritu durante todos esos años. Desde aquella novela maestra intuí, descubrí el mundo y el ser que me correspondía asumir. La esencia de un ser y un hacer en el mundo que, sobre todo, definía también para mí una posibilidad creadora en la poesía como expresión no ya de una angustia, un estado sicológico, un sentimiento, una emoción fácil, sino como un pensar coherente, lúcido, como una conciencia rigurosa del límite, del silencio y de la palabra misma. Visión que naturalmente se complementaba con las lecturas de autores en ese momento providenciales: Lautréamont, kAfka, Artaud, Miller, Durrell, Joyce, Pavese, Cioran, Bernhard y un largo etcétera que continuó ese diálogo infinito entre la incertidumbre y la fascinación de vivir, el absurdo y alegría de los sentidos, la rebelión y la solidaridad,  permanentes.

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3.

Camus sigue siendo hoy el escritor fundamental que todavía debemos leer, conocer a fondo para entendernos, para entender las circunstancias en que nos movemos, frente a la deshumanización, la banalización y estupidización colectivas. Es además, el escritor que mejor encarna el valor de la honestidad intelectual, la coherencia del decir con el hacer, con el vivir que él encarnó siempre.

Camus continúa iluminando a sus lectores, planteándoles un pacto consigo mismos, con la vida sin desesperaciones o esperanzas vacuas, sin angustia, pero con la conciencia de que vale la pena resistir, defender hasta el final la alegría de estar vivos.

En sus ensayos maravillosos, El Mito de Sísifo y El hombre rebelde y aun en sus demás novelas, dramas y apuntes Camus dejó resueltas en forma precisa y definitiva esas preguntas que todo hombre a los 20 como a los 80 años, seguirá haciéndose.

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María Dolores Jaramillo

Profesora Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

1.

 A Camus lo he leído en muy diversas circunstancias… en los años setenta… en sus   valientes e independientes contrarrespuestas a Sartre … después dentro de un programa académico específico de un colegio afiliado al Bachillerato Internacional donde Los justos y El extranjero formaban parte del programa general … ahora, en una etapa de pensionado, dedicada a la  relectura y saboreo detenido de  muchas ideas claras, perspicaces, sin grandilocuencia…  y de novedosos y muy  bien ajustados conceptos…

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2.

Camus es un escritor y pensador esencial. En la formación literaria y filosófica ha sido de gran ayuda. Todos los grandes temas de la filosofía están incluidos y formulados con  gran claridad en sus textos… Su prosa es limpia, precisa, poética. Enseña a escribir bien y con belleza, sin excesos retóricos ni sobrantes. Su escritura reúne reflexión intelectual importante, de alto calibre, y calidades poéticas. El manejo de los contrarios y del oxímoron, por ejemplo, producen deleite al lector…

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3.

Lo leo  con placer y por placer. Por deleite intelectual. Porque responde con mucha claridad y sabiduría a muchas preguntas que el hombre ha respondido mal o a medias… Como por ejemplo el tema de la felicidad transformado  en algo  perdurable y eterno… o la pregunta de Dios… Me gustan mucho sus respuestas realistas y claras a las posibilidades y formas del amor…  que encontramos en El extranjero… o su análisis limpio y razonado del suicidio  planteado en El mito de Sísifo y en  La peste… o su manera de exponer el periódico desafinamiento de las relaciones con los otros  en La caída… Todos los temas importantes que debe haber podido responder un hombre, lector y pensante, antes de llegar a la muerte… están respondidas con justicia por Camus…

El hombre rebelde, por ejemplo, es un libro magistral. Cada una de sus reflexiones… sobre la libertad o sobre el terrorismo… sobre la muerte o la utopía, sobre la conciencia o el deseo, sobre el dinamismo y la movilidad del pensamiento… invitan a una reflexión profunda y cumplen el papel de una excelsa clase de filosofía. Pero no de una clase de filosofía  que enseña telarañas metafísicas… sino de una filosofía auténtica, liberada de los enredos y contaminaciones de la teología…

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Freddy Tellez

Escritor y ensayista

1.

Mi primera lectura de Camus se remonta a mi época de estudiante, pero creo que de ella poco saqué en términos de provecho, aparte el reconocimiento de su importancia: acepción muy vaga si no se precisa su campo de acción. En aquel entonces fue sobre todo El extranjero el que ocupó mi atención, y algunas piezas de teatro, como Calígula, porejemplo. Sin embargo, todo ello se pierde en las brumas confusas del simple recuerdo.

Mi segunda confrontación con su obra es relativamente reciente, y desemboca en el ensayo que figura en mi libro, Filosofía nómada. Itinerarios (Medellín, 2008). Es ante todo, una lectura política, pues gira en torno a su ensayo de 1951, El hombre rebelde. Considero decisivo el aporte de Camus a la política, en cuanto crítica certera de las ilusiones historicistas del marxismo. El análisis, en esa obra y en sus artículos y reflexiones que se mueven alrededor, de la autonomía individual y del carcán historicista y utópico, conforma hoy la base de todo pensamiento antitotalitario.

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2.

De esa primera impresión juvenil mencionada,  de ciertas de su obras de escritor, pocas huellas quedan en lo que al respecto he llegado a producir yo mismo. La ciudad interior (Madrid, 1990), La vida, ese experimento (Medellín, 2011) y los dos tomos restantes de una trilogía por aparece aún, se sitúan en el polo opuesto de la « escritura blanca» que tipifica El extranjero, según ciertos especialistas, Roland Barthes, por ejemplo. Mis influencias vienen de horizontes distintos. Por lo demás, sería interesante preguntarse qué huellas quedan de ese tipo de escritura camusiana en la producción contemporánea, y que alcanza su cima más pronunciada en «le nouveau roman» de finales de los años 50 y principios de los 60 del siglo XX. Pues creo que se pueden enraizar ciertas innovaciones del «nouveau roman» en la cierta distanciación ante lo psicológico que representa El extranjero de Camus, a pesar de la presencia de un estrato «trágico» en esa novela, y contra el cual reaccionaron severamente algunos autores de aquélla corriente, como Robbe-Grillet, Sarraute o Butor.

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3.

Algunas de las obras de Camus, y no sólo las políticas, continúan motivando el azar de mis lecturas. En ese sentido, en lo que a mí se refiere, el Camus dramaturgo le gana en interés al Sartre del mismo tipo. No sólo en la analítica política, sino asimismo en la vertiente dramatúrgica, prefiero ampliamente Camus a Sartre. Ahora bien, desde el punto de vista narrativo, no creo que se pueda diferenciar tan rotundamente a ambos autores. El extranjero, como La náusea, se sitúan en el mismo nivel de importancia. Obras mayores ambas.

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ALGUNOS FRAGMENTOS DE ALBERT CAMUS, PARA SEGUIR EXISTIENDO…

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CUADERNO VIII

Por: Albert Camus (1913-1960)

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19  de agosto

Mañana terrible. Después de comer, exposición de Cézanne: primeras pinturas mórbidas y locas (la obsesión sexual, en particular). Una locura semejante exigía la disciplina terrible que se impuso Cézanne. Sólo los dementes son clásicos, pues son eso o nada. C. llevó la exigencia a la medida de su desorden y eligió naturalezas muertas y paisajes porque podía encontrar en ellos una arquitectura, una geometría. Hacia el final, vuelve a los cuerpos y a las caras y recobra una demencia, la demencia que había disciplinado. El cubismo está aquí ordenado (anunciado) (1) correo.

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Trabajar salvo por la mañana. Museo del Hombre. Salgo de allí con la boca llena de ceniza, de esa ceniza de huesos que es la de los esqueletos y las momias. Momia peruana: (…)(2) de la historia. ¿Quién sería?

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8 de septiembre

N. A. me llama por teléfono: Derain acaba de morir. Hemipléjico, loco, perseguido por su mujer que ha mandado precintar sus cuadros. N. A. está desesperada. No hay nada que hacer. Pobre Derain, cuya fuerza huraña amaba yo tanto. Demasiado vivo para su propia vida.

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5 de octubre

Decorado de Rotterdam por la noche, ornada en todas sus carcasas luminosas sobre sus canales.

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La Haya

Todo ese mundo agrupado en un espacio pequeño de casas y aguas, pegadas silenciosamente unas a otras, y llovía por toda la ciudad, largamente, sin tregua posible, y unos niños feos con cara de mal genio controlaban la circulación de plácidos coches y los hermosos (…) (3) verjas del real museo para limpiar el frontón de opulentas decoraciones mientras seguía lloviendo y un pianista montado en un triciclo (…) (4) violinista y un distinguido mendigo que recogía caritativas moneditas, óbolos que producían un sonido blando y que se dirigían a los dioses gesticulantes de Indonesia, por el aire de Holanda, poblando la nostalgia de los colonos expropiados. ¡Oh, Java! Isla lejana cuyos hijos sirven aquí el café mientras sigue lloviendo y en el aire mojado planea el maravilloso recuerdo de la muchacha en la puerta fuente inagotable, luz del tísico y el silencio del viejo hermano de Rembrandt cuyos ojos miran sin deseo el país eterno.

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6 de octubre

Llueve desde hace días y el viento frío (…) (5). Era allí en Rotterdam recién niquelada, y en Amsterdam siempre mojada; y aquí en La Haya, encaramados sobre unas bicicletas de alto manillar como cisnes fúnebres que bailan en corro en torno al Vigver frío, entre las anguilas vivas del mercado de pescado y las maravillosas joyas de los feos escaparates, del mismo color que las hojas muertas pegadas al suelo por todas partes y los arenques ahumados que navegaron durante mucho tiempo por unos mares de oro viejo. ¡Oh, Cipango, allí y aquí (…) (6) Holanda, dulce Holanda, donde se aprende la paciencia (7) de morir.

Conversión a la seriedad. La seriedad es la mentira aceptada y la invalidez reconocida. Para todo lo demás, la sinceridad tranquila.

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26 de octubre

Lo contrario de la reacción no es la revolución sino la creación. El mundo está sin cesar en estado de reacción, o sea que se encuentra sin cesar en peligro de revolución. Lo que define al progreso, si lo es, es que, sin tregua, creadores de todo tipo encuentran las formas que triunfan del espíritu de reacción e inercia, sin que la revolución sea necesaria. Cuando esos creadores ya no se encuentran, la revolución es inevitable.

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Madreselva, su olor va unido para mí a Argel. Flotaba en las calles que subían hacia los jardines altos donde unas muchachas nos esperaban. Viñas, juventud…

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La rosa blanca de la mañana tiene un olor de agua y de pimienta.

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1 de noviembre

A menudo leo que soy ateo, oigo hablar de mi ateísmo. Ahora bien, esas palabras no me dicen nada, no tienen sentido para mí. Yo no creo en Dios y no soy ateo.

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Como creador, he dado la vida a la misma muerte. Es cuanto yo debía hacer antes de morir.

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Rembrandt: la gloria hasta 1642, a los treinta y seis años. A partir de esa fecha, camino hacia la soledad y la pobreza. Experiencia no frecuente y más significativa que esa otra, banal, del artista no reconocido. Sobre una experiencia como esta aún no se ha dicho nada.

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B. C.: “Ese poder espiritual, la Naturaleza no se lo da al hombre para que la goce él mismo. Se la confía con vistas a un uso que sobrepasa a su persona”.

Id.: “Un auténtico creador está orgánicamente sometido a la ley del placer”.

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Spengler dice que el alma de Rusia es una rebelión contra la Antigüedad. Hay mucho de cierto. Veáse asimismo Berdiaeff: Rusia jamás tuvo Renacimiento.

Realismo. Todo el mundo es realista. Nadie lo es. Finalmente, no es la estética lo que importa sino la actitud interior.

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24 de noviembre. 10 h

Llegada a Turín esta mañana. Desde hace varios días, alegría al pensar que vuelvo a Italia. Desde 1938, fecha de mi última estancia, no había vuelto por allí. La guerra, la resistencia, Combat, más todos esos años de repugnante seriedad. Viajes, pero instructivos y durante los cuales el corazón callaba. Me parecía que mi juventud me esperaba en Italia, y nuevas fuerzas, y la luz perdida. Iba a huir asimismo de ese universo (del de mi casa) que, desde hace un año, me destruye célula tras célula, quizá salvarme definitivamente. Ayer, en realidad, cuando arrancó el tren, mi alegría ya no era tan grande. Cansado primero y luego el encuentro con Grenier, cuando yo hubiera deseado que hablásemos con abandono y no pude hacerlo, X. también, que no me ayudó a irme contento.

Por la noche, sin embargo, entre breves períodos de sueño, me iba llegando una sensación feliz, aún lejana.

A las y esta mañana, el convencimiento de que estamos en Italia. Me espabilo, abro el “store”: un paisaje nevado y brumoso. Nieva en toda la Italia del Norte. Solo en mi compartimento, me ha dado un ataque de risa. No hace frío. Sin embargo, la encantadora I.A. que me está esperando, pretende que se muere de frío. Con su bonito francés vacilante, sus pequeños gestos sosegados y graciosos (me recuerda a mi mamá), sonrosada por el frío como una florecilla de las nieves, me devuelve un poco de Italia. Ya unos italianos en el tren, y enseguida los del hotel, me habían calentado el corazón. Pueblo al que siempre he amado y que me hace sentir mi exilio en el perpetuo mal humor de los franceses.

Desde el cuarto del hotel, veo Turín sobre el que cae la nieve sin parar. Aún me estoy riendo de mi decepción. Pero recobro el valor.

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Turín bajo la nieve y la niebla. En la galería egipcia, las momias sin vendas que han sacado de la arena se encogen de frío. Me gustan las grandes calles enlosadas y espaciosas. Ciudad construida con espacio y con muros a partes iguales. Voy a ver la casa del 6 vía Carlo Alberto donde Nietzsche trabajó y después se hundió en la locura. Jamás he podido leer sin llorar el relato de la llegada de Overbeck, su entrada en la habitación done Nietzsche, loco, delira, y luego el impulso de éste que se arroja llorando en los brazos de Overbeck. Delante de aquella casa, trato de pensar en él por quien siempre sentí afecto además de admiración, pero en vano. Lo encuentro más presente en la ciudad y comprendo, pese al cielo bajo, que él la amase y por qué la amo.

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25 de noviembre

Día gris y brumoso. Ando errante por Turín. Sobre la colina, calaveras coronadas. En el corazón de la ciudad, amplias perspectivas, caballos de bronce que se abalanzan entre la niebla. Turín, ciudad de caballos petrificados en su mismo impulso, donde Nietzsche, ya demente, paró a un caballo al que pegaba su conductor y lo besó locamente en el hocico. Cena en villa Camerana.

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26 de noviembre

Largo paseo por las colinas de Turín. Alrededor, en el cielo, surgen los Alpes nevados y desaparecen entre la niebla. El aire es fresco, húmedo, perfumado de otoño. La ciudad, allá abajo, está cubierta de niebla. Lejos de todo, cansando y extrañamente dichoso. Por la tarde, conferencia.

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27 de noviembre

Mañana, salida hacia Génova con I.A.; extraña criatura, limpia, rica de corazón y voluntad, con una suerte de renunciamiento reflexivo que sorprende en una persona tan joven. Quiere “reír y añorar”. En cuanto a religión, cree en el “amor desprendido”. Desde luego, tiene muchas cosas de mamá, en quien pienso con tristeza. Sigo llevando esa muerte grave, increíble, en el corazón…

Sobre todo el Piamonte y la Liguria, lluvia y niebla. Atravesamos las montañas que bordean la costa de Liguria en medio de campos nevados. Cuatro túneles y la nieve desaparece mientras la lluvia aprieta sobre las pendientes que bajan hacia el mar. Dos horas después de la llegada, conferencia. Cena en el Palacio Doria. La vieja marquesa reseca, salvo los ojos y el corazón. Al salir, camino por una Génova al fin recuperada, lavada con abundantes aguas. Los mármoles negros y blancos relucen, brotan las luces en las calles, grandes arterias, banales.

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28 de noviembre

Largo paseo por Génova. Ciudad fascinante y muy parecida a la que yo recordaba. Los soberbios monumentos estallan dentro de un apretado corsé de callejuelas bulliciosas de vida. La belleza aquí, se produce in situ, irradia en la vida diaria. Un cantante, en la esquina de una calle, improvisa sobre los escándalos de la actualidad. Es el diario cantado.

Pequeño claustro de San Mateo. El viento pega las ráfagas de lluvia sobre las anchas hojas del níspero. Breve instante de felicidad. Ahora hay que cambiar de vida.

Noche: Salida hacia Milán bajo la lluvia. Llegada bajo la lluvia. Lo que Stendhal amó aquí ya está bien muerto.

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29 de noviembre

La Santa Cena – Vinci se encuentra, decididamente, en el comienzo de la decadencia italiana. Claustro de San Ambrogio. Conferencia. Por la noche tomo el tren a Roma, exasperado por las estúpidas mundanalidades que siguen a las conferencias. Incapaz de soportar más de media hora de esas sandeces. Noche en blanco.

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30 de noviembre

Por la mañana, al fin sale el sol, pálido pero resuelto, sobre la campiña romana. Tontamente, se me saltan las lágrimas. Roma. Otro de esos hoteles lujosos y estúpidos como la sociedad los mantiene. Mañana me cambiaré. N. con él contemplo el nacimiento de Venus. Paseo a lo largo de Villa Borghese y del Pincio: todo está pintado en el cielo con un pincel de pelo ralo. Duermo. Última conferencia. Por fin libre. Cena con N., Silone y Carlo Levi. Mañana hará bueno.

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1 al 3 de diciembre

Hay ciudades como Florencia, las pequeñas ciudades toscanas o españolas, que llevan al viajero, que lo sostienen a cada paso y hace su andar más ligero. Otras que enseguida pesan sobre los hombros y nos aplasta, como Nueva York, y hay que aprender poco a poco a enderezarse y a mirar.

Roma pesa de esa manera, pero con un peso sensible y ligero, la llevamos en el corazón como un cuerpo de fuentes, de jardines y cúpulas, respiramos bajo su peso, algo oprimidos pero singularmente felices. Esta ciudad, relativamente pequeña pero cuyas perspectivas aéreas resplandecen, en ocasiones, al volver una calle, este espacio sensible y limitado, respira junto con el viajero y vive con él.

He dejado el hotel para instalarme en esta pensión junto a la Villa Borghese. Tengo una terraza que da a los jardines y la vista que desde ella se descubre me emociona cada vez que me asomo. Después de tantos años de una ciudad sin luz, de madrugada de niebla, entre paredes, me alimento sin cesar con esa hilera de árboles y cielos que va desde la Porta Pinciana a la Trinitàdei Monti y detrás de la cual Roma rueda sus cúpulas y su desorden.

Cada mañana, cuando salgo a la terraza, aún un poco ebrio de sueño, me sorprende el canto de los pájaros, me viene a buscar al fondo del sueño y toca un lugar preciso para liberar, de golpe, una suerte de alegría misteriosa.

Desde hace dos días el tiempo es bueno y la hermosa luz de diciembre dibuja ante mí los cipreses y pinos retorcidos.

Me arrepiento aquí de los estúpidos y negros años que he vivido en París. Hay una razón del corazón que ya no me sirve, que no sirve a nadie y que me ha situado a dos pasos de mi propia pérdida.

Anteayer en el foro, en la parte del mismo verdaderamente en ruinas (cerca del Coliseo) no en ese extravagante baratillo de pretenciosas columnas que hay bajo el Campidoglio, y luego sobre esa admirable colina del monte Palatino donde no nada agota el silencio ni la paz, mundo que siempre renace y siempre es perfecto, empezaba a encontrarme a mí mismo. Para eso nos sirven las grandes imágenes del pasado, cuando la naturaleza sabe acogerlas y apagar el ruido que duerme en ellas, para reunir corazones y fuerzas que después servirán mejor al presente y al porvenir. Esto se percibe en la vía Appia donde, aunque llegué al final de la tarde, sentía, mientras paseaba con el corazón tan lleno, que la vida hubiera podido abandonarme entonces. Pero yo sabía que iba a continuar, que hay una fuerza en mí que marcha hacia delante y que aquel alto serviría también para ese avanzar. (un año durante el que no he trabajado, durante el que no he podido trabajar cuando había diez temas ahí, que yo sabía excepcionales y que no podía abordar. Un año de estos días y no me he vuelto loco.) Se viviría bien en ese claustro y en esa habitación donde murió Le Tasse.

Plaza de Roma. Piazza Navona. Sant´Ignazio y las otras. Son amarillas. El pilón de las fuentes es algo rosado bajo el brotar barroco del agua y de las piedras. Cuando se ha visto todo, cuando se ha visto, en cualquier caso, cuanto podía verse, pasear sin tratar de saber constituye una felicidad perfecta.

Ayer por la noche, delante de San Pietro in Montorio, Roma con sus luces era como un puerto cuyo movimiento y ruido iban a morir al pie de esa orilla de silencio donde nos encontrábamos.

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  1. Lectura dudosa.
  2. Palabra ilegible.
  3. Tres palabras ilegibles.
  4. Una palabra ilegible.
  5. Cuatro palabras ilegibles.
  6. Una palabra ilegible.
  7. Lectura dudosa.

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Cuaderno VIII. (Agosto de 1954 – Julio de 1958). Obras 5. Madrid. Alianza Editorial. 1996. Págs. 292, 293, 296, 299-300, 301-302, 303, 304-305.

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CARNETS 1942-1951

Por: Albert Camus (1913-1960)

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CUADERNO IV

ENERO DE 1942 – SEPTIEMBRE DE 1945

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Este sonido de manantiales a lo largo de mis jornadas. Fluyen a mi alrededor, a través de los prados llenos de sol; luego más cerca, y pronto tendré ese sonido en mí, este manantial en el corazón, y este ruido de fuente acompañara todos mis pensamientos. Es el olvido.

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Panelier (1). Antes de asomar el sol, los abetos nos distinguen de las ondulaciones que los sostienen por encima de las altas colinas. Después, desde muy lejos y por detrás, el sol dora la cima de los árboles. Así, y contra el fondo apenas descolorido del cielo, diríase una tropa de salvajes emplumados que surgiera del lado opuesto de la colina. A medida que asciende el sol y que el cielo se aclara, los abetos crecen y la bárbara tropa parece avanzar y concentrarse en un tumulto de plumas antes de la invasión. Luego, cuando el sol está bastante alto, ilumina de pronto a los abetos que bajan por el flanco de las montañas. Y aparentemente se inicia una carrera desenfrenada hacia el valle, el principio de una breve y trágica lucha en la que los bárbaros del día pondrán en fuga en frágil ejército de los pensamientos de la noche.

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Entre tanto, la lluvia anega el sucio paisaje de un valle industrial –el agrio perfume de esta miseria-, la horrible angustia de estas vidas. Y los otros hacen discursos.

Saint-Étienne, por la mañana en la niebla, con las sirenas que llaman al trabajo en medio de una maraña de torres, de edificios y de grandes chimeneas que alzan en sus extremos, hacia el cielo en tinieblas, su depósito de escorias como una monstruosa ofrenda ritual.

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Panelier. Primera lluvia de septiembre con un ligero viento que mezcla las hojas amarillas con la lluvia. Planean un instante y después el peso del agua que transportan las derriba de pronto. Cuando la naturaleza es trivial, como aquí, se percibe mejor el cambio de las estaciones.

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Octubre. En la hierba todavía verde, las hojas ya amarillas. Un viento corto y activo con el sol sonoro en el verde yunque de los prados una barra de luz cuyo rumor de abejas llegaba hasta mí. Belleza roja.

Espléndida, venenosa y solitaria como el hongo carmesí.

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Ese hermoso esfuerzo es al genio lo que el vuelo entrecortado de la saltona al de la golondrina.

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“Algunas veces, después de todos los días gobernados sólo por la voluntad, en los que se iba edificando hora tras hora ese trabajo que no admitía ni distracción ni flaqueza, que quería prescindir del sentimiento y del mundo, ah, qué abandono me invadía, con qué alivio me arrojaba en el seno de esa angustia que me había acompañado durante todo este tiempo. Qué deseo, qué tentación de no ser ya nada obligado a crearse y de abandonar esa obra y ese rostro tan difícil que tenía que plasmar. Amaba, añoraba, deseaba, era por fin un hombre…

… el cielo desierto del verano, el mar que tanto amé y esos labios ofrecidos”.

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OCTUBRE

Un amor semejante sólo puede sostenerse por ese fracaso de hojas amarillas, el olor de los hongos que se secan, los fuegos de leña (las piñas reducidas a brasas fulguran como diamantes del infierno). El viento que gime alrededor de la casa, dónde encontrar un otoño tan convencional. Ahora los campesinos caminan un poco inclinados hacia adelante, contra el viento y la lluvia.

En la espesura otoñal, las hayas forman manchas de un amarillo oro o se aíslan en el linde de los bosques como grandes nichos chorreantes de rubia miel.

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NOVIEMBRE DEL 42

En otoño este paisaje se adorna con las hojas, los cerezos se vuelven rojos, amarillos los arces, las hayas se cubren de bronce. La meseta se cubre con las mil llamas de una segunda primavera.

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Por la mañana, todo está cubierto de escarcha, el cielo resplandece tras las guirnaldas y los gallardetes de una kermesse inmaculada. A las diez, en el momento en que el sol empieza a calentar, todo el campo se llena con la música cristalina de un deshielo aéreo: pequeñas crepitaciones como suspiros del árbol, caída de la escarcha sobre la tierra como un ruido de insectos blancos que se precipitan unos sobre otros, hojas tardías que caen sin cesar bajo e peso del hielo y que apenas rebotan en el suelo como osamentas ingrávidas. Alrededor, los valles y las colinas se desvanecen brumosos. Cuando se lo mira con cierto detenimiento, se advierte que ese paisaje al perder todos sus colores, ha envejecido repentinamente. Es un país muy antiguo que vuelve hasta nosotros en una sola mañana a través de milenios… Este espolón cubierto de árboles y de helechos entra como una proa en la confluencia de los ríos. Despojado de la escarcha por los primeros rayos del sol es la única cosa viva en medio de este paisaje blanco como la eternidad. En este lugar al menos las voces confusas de los dos torrentes se coligan contra el silencio sin límites que los rodea. Pero poco a poco el canto de las aguas se incorpora al paisaje a su vez. Sin bajar un solo tono, se convierte no obstante en silencio. Y de tanto en tanto se requiere el paso de tres cornejas color de humo, para poner de nuevo en el cielo algún indicio de vida.

Sentado en lo alto de la proa, prosigo esta navegación inmóvil al país de la indiferencia. Hace falta nada menos que toda la naturaleza y esta blanca paz que trae el invierno a los corazones demasiado ardientes, para apaciguar este corazón devorado por un amor amargo. Miro crecer en el cielo esa dilatación de luz que niega los presagios de muerte. Por fin una vislumbre de futuro para mí, a quien todo habla ahora del pasado. ¡Cala, pulmón! Atibórrate de este aire pálido y helado en que consiste tu alimento. Y calla. Que no tenga yo que escuchar tu lenta podredumbre; y que me vuelva al fin hacia…

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En este país donde el invierno ha suprimido todo color puesto que todo es aquí blanco, hasta el menor sonido puesto que la nieve lo sofoca, todos los perfumes puesto que el frío los tapa, el primer olor a hierbas de la primavera debe ser como el llamado jubiloso, la sonora trompeta de la sensación.

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En las noches de Argelia, los aullidos de los perros repercuten en espacios de diez veces más vastos que los de Europa. Se adornan así con una nostalgia desconocida en estos estrechos países. Son un lenguaje que hoy sólo yo puedo ori en mi recuerdo.

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9 de marzo. Las primeras vincas pervincas. ¡Y aún nevaba hace ocho días.

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El espesor de las nubes disminuyó. En cuanto pudo salir el sol los campos labrados empezaron a humear.

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El calor madura a los seres como a los frutos. Están maduros antes de vivir. Lo saben todo antes de haber aprendido nada.

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CUADERNO V

SEPTIEMBRE DE 1945 – ABRIL DE 1948

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Pequeña bahía delante de Tenés, al pie de las cadenas de montañas. Semicírculo perfecto. Cuando cae la noche, una angustiada plenitud planea sobre las aguas silenciosas. Se comprende entonces que si los griegos plasmaron la idea de la desesperación y de la tragedia, lo hicieron siempre a través de la belleza, y lo que ésta tiene de opresor. Es una tragedia que culmina. En cambio, el espíritu moderno plasmó su desesperación partiendo de la fealdad y de lo mediocre.

Es lo que Char quiere decir, sin duda. Para los griegos la belleza es el punto de partida. Para el europeo, una meta que pocas veces se alcanza.

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La noche que se desliza por esas montañas frías acaba por helar el corazón. Esta hora de la noche no la he soportado nunca, salvo en Provenza o en las playas del Mediterráneo.

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CUADERNO VI

ABRIL DE 1948 – MARZO DE 1951

Las mariposas de color de roca.

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… El viento que corre por la hondonada produce un sonido de aguas frescas y tumultuosas.

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El Sorga ataviado con guirnaldas floridas.

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Noche en la cima del Vaucluse. La vía láctea desciende hasta los nidos de luces del valle. Todo se confunde. Hay aldeas en el cielo y constelaciones en la montaña.

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Char. Bloque en calma aquí abajo desprendido de un cataclismo oscuro.

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La desesperación de no saber los motivos que uno tiene para luchar, y aún si hay que luchar.

Caminando por París, este recuerdo: las fogatas del campo brasileño y el olor aromático del café y las especias. Y luego las noches crueles y tristes que caen sobre esa tierra desmesurada.

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París. La lluvia y el viento han arrojado las hojas del otoño a las avenidas. Se camina sobre una piel húmeda y leonada.

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Texto sobre el mar. Las olas, saliva de los dioses. El monstruo marino, el mar por vencer, etc. Mi gusto desordenado por el placer.

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“La libertad es un don del mar”. Proudhon.

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1. Por razones de salud, Camus pasó varios meses, desde el invierno de 1942 hasta la primavera de 1943, en Panelier, cerca del Chambon-sur-Lignon.

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Traducción de MARIANO LENCERA

Revisada por VICTORIA OCAMPO

Carnets. [Enero de 1942 – Marzo de 1951]. Buenos Aires. Editorial Losada. 1966. Págs. 29, 30, 32, 33, 36, 37, 39, 40, 41, 42-43, 45, 68, 70, 81, 147, 182, 190, 192, 198, 211, 248, 251, 252.

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LA PESTE. ¿ANALES DE UNA EPIDEMIA O NOVELA DE LA SOLEDAD?

Por: Roland Barthes (1915-1980)

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CLUB

1955

CRÓNICA: 1. Anales según el orden de los tiempos, por oposición a la historia, donde se estudian las causas y las consecuencias de los hechos; 2. Lo que se cuenta de pequeñas historias corrientes.

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LITTRÉ

La peste no es una novela, es una crónica: al menos, así se llamaba al principio. Eso quiere decir que todos los objetos ordinarios de la novela, el hombre, el amor o el sufrimiento, se ven a través de la transparencia y la distancia de una historia colectiva, que, sin embargo, se recorre al día, sin dejarse penetrar nunca por una significación propiamente histórica. A medio camino entre la Historia y la Novela, La peste también habría podido ser una tragedia.  Veremos enseguida que prefirió ser el acto fundador de una Moral.

La comunidad, objeto ordinario de las crónicas, es en este caso una ciudad, Orán. Desde el inicio del relato, Orán está bien enunciada, sus costumbres, su “aire”, su manera de ser; no su economía o su función; la crónica se aproxima así a esas numerosas historias municipales del tiempo en que la ciudad era la última dimensión de la colectividad, a la vez cielo moral y lugar único de los destinos individuales (nacimiento, vida, muerte). La ciudad es objeto y fundamento del relato; fuera de ella, no hay ni realidad ni recursos, y ese carácter definitivo subraya la fábula misma: toda la crónica de La peste cabe en el recinto material de Orán, el mar a un lado, las puertas cerradas al otro (Las Puertas de la Ciudad, un tema trágico secular), un encierro riguroso que concentra la ciudad como si fuese una esencia, un principio, un objeto perfectamente acabado, listo para ser capturado por el símbolo, es decir, por el arte.

La peste también es crónica en la medida en que Orán, sometida a la epidemia, realiza un mundo “sin causas y sin consecuencias”, según las definiciones de Littré, es decir, un mundo privado de Historia. Los hombres de La peste no ven más que “el orden de los tiempos”: viven, luego llega la Peste, luego se cierra la ciudad, luego mueren, luego la Peste se aleja: no saben nada más, y todo lo que pueden pensar de la vida, de la muerte, del sufrimiento o de la solidaridad, de sus faltas o de sus deberes, proviene únicamente de ese orden absolutamente chato de la Peste, que llega, azota y se va. En la Peste no hay ninguna estructura, no hay ninguna causa; no hay ningún vínculo entre la Peste y un más allá que podría ser el pasado de otros lugares y de otros hechos, en una palabra, no hay ninguna puesta en relación. Este orden de los tiempos dibuja efectivamente una crisis, dotada de un tiempo preparatorio, de un inicio, de una progresión, de una cima y de una resolución; pero esta crisis no posee, por así decirlo, un hogar en ninguna parte. Lo propio de la Historia es organizar la revelación progresiva de los hechos en función de un epicentro exterior de la misma crisis, y no su explicación, tenemos sus momentos, pero ese paso dramático de la peste por la ciudad nunca es recuperado, en cierto modo, por su paso por la humanidad entera.

Como en la definición de Littré, en este caso la crónica está hecha de pequeñas historias corrientes: un encuentro, una visita, un telegrama, un edicto, una conversación, un intento de fuga, e incluso una muerte entre centenares de otras muertes; todos estos hechos menudos que vinculan entre sí a varios habitantes de Orán, a medida que la Peste pasa, corren a lo largo de los meses, ni más rápido ni más despacio que ella, sin jamás hincharse hasta la intriga o el drama. De hecho, este camino sin énfasis no es fortuito: tiene a su cargo sustituir los valores del conocimiento que el argumento parecería reclamar (Tragedia o Historia) por un valor de sentimiento, e impregnar voluntariamente la crónica con una sustancia que de ordinario le resulta desconocida: la Moral. Mediante esta suma de hechos menudos, lo patético de la situación se deriva de una y otra vez hacia el paciente reconocimiento de una ética de la amistad.

La peste tiene, con todo, un elemento trágico puro: la Peste misma. Esta diosa desconocida cumple en este caso su cometido inhumano como un destino casi tan cerrado como el Fatum antiguo. De ella solamente se sabe que es: se ignora su origen y su forma; no se la puede ni siquiera proveer de un adjetivo, que sería el primer medio de domesticarla; es el Mal absoluto, y, por esa razón, solamente puede ser calificada por aquellos a los que aplasta; es visible, evidente y, sin embargo, incognoscible; al menos, con ella, no hay otro conocimiento posible que la conciencia de su absoluto. Por eso todo este principio no es la parte menos bella del libro –consiste en reconocerla: hay que nombrar la Peste. Igualmente, la Tragedia antigua era siempre una palabra humana encargada de dar un nombre al dios que hace sufrir.

Pero una vez más, la Tragedia se resuelve en un rechazo de la Tragedia, un poco al modo en que Eurípides concluye a Esquilo. La Peste es destino, pero bajo sus azotes, los hombres de Orán contienen sus gritos: son todos silenciosos. No obstante, lo que la Peste destruye tiene un valor incalculable, y ellos lo saben. Un gran tema, púdico y fuerte, corre a través de la obra: el desgarro de los amantes separados, el exilio del amor. Rieux está separado de su mujer enferma, Rambert su amante, y esto, aunque privado de toda expresión patética, es visiblemente terrible. Sin embargo, al colocar el vivir-juntos como blanco mismo de la Peste, Camus le da a destruir, no una felicidad romántica, elocuente, objeto ordinario de las grandes situaciones novelescas, sino un estado definido por su duración, objeto de una moral del silencio, de una lírica.

La Peste, un hecho romántico, casi fabuloso, introducido en un medio humano ordinario, fundado a la medida de lo cotidiano, no ejerce en absoluto una purificación espectacular, la tragedia aborta sin cesar, porque el motivo de discusión es una moral, y no una metafísica. En este mundo de la lítote, la Peste sólo es finalmente su reactor: la ciudad modesta a la que toca y, en esa ciudad, el pequeño grupo del que se nos habla forman así el objeto de lo que hoy llamaríamos una microsociología; la calamidad es casi un test experimental que nos permite ver cómo reacciona una humanidad media, de ningún modo heroica, dotada en el mejor de los casos de una virtud de moralista, antes que de teólogo: la buena voluntad. Estas reacciones son diferentes: es un agobio para Rambert, un joven periodista encerrado por azar en la ciudad apestada y separado de una amante a la que adora; pero es suave y benéfica para Cottard, prisionero de una policía cuyas investigaciones quedan suspendidas por la Peste. Por lo tanto, cada cual recibe de ella algo distinto de su vecino, y cada cual parece ejercer en ella lo que podríamos llamar una conducta de aspecto contingente, particular, termina por resolver silenciosamente, en lo que pretende ser una moral común de la libertad.

En efecto, si la libertad es a la vez conocimiento de una necesidad y poder sobre esa necesidad, no hay duda de que la crónica de la mediana humanidad que vemos ante nosotros reconocen la Peste, abren los ojos a ella, la miran a la cara y no discuten en ningún momento su absurdidad. Ante el mal de la Peste, no hace como el avestruz, no tratan de alcanzar el refugio habitual de las ilusiones retóricas o metafísicas; la Peste es para ellos una Necesidad que aceptan en cierto modo en estado bruto, sin impugnarla, sin sublimarla, sin justificarla, sin eludirla; está ahí, sin que se pueda escamotear o nombrar de otra manera: el hecho de que un niño muera de la Peste detiene cualquier huida hacia un consuelo que no tome al absurdo y solamente al absurdo como medida. Así, a pesar de las tentaciones metafísicas, los habitantes de Orán son devueltos inexorablemente a la realidad de la Peste, y no a sus causas, ni a justificaciones, ni a sus usos o a su redención.

Pero igual que en el Sísifo de Camus, el punto extremo de lucidez coincide con el punto inicial de la salvación (terrestre): en el momento en que esos hombres reconocen en la Peste una realidad tan pura que toda coartada se les hace imposible, ven que sus sociabilidad es el único bien humano que pueden oponer sin mentira a la Peste (victoriosamente o no, eso no importa). En el orden de la vida, la solidaridad es de un metal tan puro como la Peste en el orden de los males; y si la Peste es un mal infundado que impone su evidencia a una ciudad, la “simpatía” es un bien que no necesita ninguna justificación –política o religiosa- para trabar a los hombres y hacerlos vivir. Para Sartre, el infierno son los otros; para Camus, los otros son tal vez el paraíso. Cumplir con su obligación, aplicarse concienzudamente a hacer retroceder un mal horrible, injusto e incluso incomprendido, con las armas del médico, armas modestas, imperfectas, pero, al menos, pacientes, objetivas, fraguadas en común y, sobre todo, nunca asesinas, ésa es la medida de una felicidad que no nace en absoluto de una sublimación del sufrimiento, sino del empeño de los hombres en reducirlo juntos, sin ilusión y sin desesperación.

Pero el mal tiene a veces un rostro humano, y eso la Peste no lo dice. Defenderse de la Peste es, en suma, a pesar de los esfuerzos del libro, un problema de conducta antes que de elección. Pero defenderse de los hombres, ser su verdugo para no ser su víctima, eso empieza allí donde la Peste ya no es solamente la Peste, sino también la imagen de un mal de rostro humano. Se dice que la Peste es, de hecho, el símbolo de la Ocupación, que el Orán encerrado no es otra cosa que la Francia asediada. Ciertamente, todos los episodios del libro se pueden traducir en términos de Ocupación y de Resistencia: los oraneses que lucha contra la Peste encuentran exactamente las mismas situaciones que los franceses de 1942 que afrontan la ocupación nazi; el epígrafe del libro da amplio crédito a esta interpretación (“Es […] razonable representar una especie de encarcelamiento mediante otra […]”). Este símbolo constante, el efecto de generalización que produce, los recuerdos personales que sacude, la misma familiaridad del mal que describe, todo ello hace que el libro sea aún más desgarrado. Sin embargo, este ahondamiento histórico de la Peste es el lugar de nacimiento del equívoco que, desde la publicación de La peste, opone a Camus y a una parte de los intelectuales franceses. Una moral de solidaridad –de una solidaridad con un contenido político pensado- puede bastar para combatir el mal de las cosas. ¿Es suficiente ante el mal de los hombres? La Historia no propone solamente plagas inhumanas, sino también males muy humanos (guerras, opresiones) y sin embargo igual de asesinos, cuando no más. ¿Basta entonces con ser médico, y, por miedo a convertirse a su vez en verdugo, hay que contentarse con curar las heridas sin combatir los golpes que las producen? ¿Qué ha de hacer el hombre ante el ataque del hombre? ¿Qué harían los combatientes de la Peste ante el rostro demasiado humano del que la Peste ha de ser símbolo general e indiferenciado?

Ésta es la pregunta que hace La peste. La respuesta de Camus no es ambigua: como los médicos, los enfermeros y los voluntarios de La peste, y sea cual sea la coyuntura histórica, se ha de hacer todo para no se “ni verdugo ni víctima”. Se puede discutir e impugnar una Moral que corre el peligro de hacer al hombre cómplice de un mal del cual sólo quiere curar los efectos, pero no podemos negarle a Camus la claridad y la gravedad de la elección. No obstante, para ser inocente, a esa elección le hace falta necesariamente soledad. Rieux y Tarrou solamente conocen las alegrías de su moral en forma de una amistad silenciosa; en ningún momento están sostenidos por una solidaridad general y bien definida (política, en el sentido fuerte del término). El mundo de Camus es un mundo de amigos, y no de militantes. Los hombres de Camus solamente pueden evitar ser verdugos, cómplices de los verdugos, si aceptan estar solos, y lo están. Del mismo modo, La peste comenzó, para su autor, una carrera de soledad; la obra, aunque nacida de una conciencia de la Historia, no pretende encontrar evidencias en ella, y prefiere transformar la lucidez en moral; con este mismo movimiento, su autor, primer testigo de nuestra Historia presente, prefirió finalmente recusar los compromisos –pero también la solidaridad- de su combate.

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Carta de Albert Camus a Roland Barthes sobre La peste

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CLUB

1955

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Señor Roland Barthes,

París, 11 de enero de 1955

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Muy señor mío:

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Por muy seductor que pueda parecer, me resulta difícil compartir su punto de vista sobre La peste. Por supuesto, todos los comentarios son legítimos en la crítica de buena fe, y, al mismo tiempo, es posible y significativo aventurarse en ella tan lejos como usted lo hace. Pero me parece que en toda obra hay evidencias a la que el autor puede apelar para indicar al menos dentro de qué límites puede desplegarse el comentario. Afirmar, por ejemplo, que La peste funda una moral antihistórica y una política de soledad es primeramente condenarse, en mi opinión, a algunas contradicciones, y sobre todo ir más allá de algunas evidencias, entre las que a continuación resumo las principales.

1. La peste, que he querido que se leyera en varios pentagramas, tiene sin embargo como contenido evidente la lucha de la resistencia europea contra el nazismo. La prueba de ello es que su enemigo no se nombra, todo el mundo lo ha reconocido, y en todos los países de Europa. Añadamos que un largo pasaje de La peste se publicó durante la Ocupación en un volumen de combate, y que esa sola circunstancia justificaría la transposición que he realizado. La peste, en cierto sentido, es más que una crónica de la resistencia. Pero, con seguridad, no es menos.

2. Comparada con El extranjero, La peste marca, sin discusión posible, el paso de una actitud de rebelión solitaria al reconocimiento de una comunidad cuyas luchas hay que compartir. Si hay evolución de El extranjero a La peste, se produce en dirección a la solidaridad y la participación.

3. El tema de la separación, cuya importancia en el libro expresa usted muy bien, es muy iluminador a este respecto. Rambert, que encarna ese tema, renuncia precisamente a la vida privada para sumarse al combate colectivo. Entre paréntesis, este solo personaje muestra lo que puede haber de falso en la oposición entre el amigo y el militante. Pues ambos comparten una virtud, la fraternidad activa, de la que finalmente ninguna historia ha prescindido.

4. La peste termina, por añadidura, con el anuncio, y la aceptación, de las luchas por venir. Es un testimonio de “lo que fue preciso realizar y que sin duda [los hombre] deberían seguir realizando contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarros personales…”

Podría desarrollar más aún mi punto de vista. Pero, si me parece posible que se estime insuficiente la moral que vemos obrar en La peste (habría que decir entonces en nombre de qué moral más completa), y también considero legítimo criticar su estética (muchas de sus observaciones están iluminadas por el hecho tan simple de que no creo en el realismo en arte), me parece muy difícil, al contrario, decir a su respecto, como hace usted al terminar, que su autor rechaza la solidaridad de nuestra historia presente. Difícil y, permítame decírselo con amabilidad, un poco entristecedor.

En cualquier caso, la pregunta que hace usted –“¿Qué harían los combatientes de La peste ante el rostro demasiado humano de la plaga?”- es injusta por cuanto se ha de escribir en pasado, y entonces ya tiene respuesta, que es positiva. Lo que esos combatientes, de los que traduje una parte de su experiencia, hicieron, lo hicieron precisamente contra los hombres, y a costa de lo que usted ya sabe. Volverán a hacerlo, sin duda, ante todo terror y sea cual sea su rostro, pues el terror tiene varios, lo cual justifica una vez más que no nombrara ninguno, para poder golpearlos mejor a todos. Sin duda es eso lo que se me reprocha, que La peste pueda servir para todas las resistencias contra todas las tiranías. Pero no se me puede reprochar eso, sobre todo no se me puede acusar de repudiar la historia, a menos que se declare que la única manera de entrar en la historia es legitimar una tiranía. No es ése su caso, lo sé; en cuanto a mí, extremo la perversidad hasta pensar que resignarse a una idea semejante viene a ser lo mismo, en realidad, que aceptar la soledad humana. Y, lejos de sentirme instalado en una carrera de soledad, tengo al contrario la sensación de vivir por y para una comunidad que nada en la historia ha podido quebrantar hasta la fecha.

Esto es, muy sucintamente, lo que quería decirle. Para terminar, quisiera solamente asegurarle que esta discusión amistosa no resta nada a la estima que tengo por su talento y su persona.

Albert Camus

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RESPUESTA DE ROLAND BARTHES A ALBERT CAMUS (CON UNA CARTA DE ALBERT CAMUS)

 

CLUB

1955

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Señor Albert Camus

Librairie Gallimard

Calle Sébastien-Bottin

París VII

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París, 4 de febrero de 1955

Muy señor mío:

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Le agradezco las observaciones que ha sido tan amable de realizar a propósito de mi crítica de La peste. No me desvían de mi punto de vista, pero al menos me permiten situar mejor el debate que nos ha colocado frente a frente.

Pienso que estaremos de acuerdo en resumir ese debate de la siguiente manera: ¿tiene derecho el novelista a perturbar los hechos de la historia?, ¿puede equivaler una peste, no digo a una ocupación, sino a la Ocupación?

Todo su libro, el epígrafe que usted le dio, e incluso sus explicaciones concluyen en ese derecho, el cual se confunde a sus ojos, justamente con el rechazo del realismo en arte, en el que usted precisa que no cree.

Ahora bien, por mi parte, sí creo en él; o al menos (puesta la palabra realismo tiene una herencia muy pesada) creo en un arte literal, donde las pestes no son nada más que pestes, y donde la Resistencia es toda la Resistencia.

En ese arte literal, veo el único recurso posible contra una moral formal, propia, en mi opinión, para desviar de la “testarudez de los hechos” el único respeto posible de una Historia cuyos males solamente son remediables si se los mira en su propiedad absoluta, y no como símbolos o gérmenes posibles de equivalencia.

Me pide usted que diga en nombre de qué encuentro insuficiente la moral de La peste. No guardo ningún secreto a ese respecto: en nombre del materialismo histórico; estimo que una moral de la explicación es más completa que una moral de la expresión. Lo habría dicho antes si no siguiese temiendo ser muy pretencioso al apelar a un método que exige mucho a sus partidarios.

Por lo tanto, lo que yo discutía es un sistema, y no una persona o un talento. Le ruego que no dude de los sentimientos de estima y de admiración que profeso por su persona y su obra.

Roland Barthes

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8 de febrero de 1955

Muy señor mío:

Al final de la jornada (parisina), uno tiene la mente muy clara, y por teléfono le he hablado de demasiadas cosas. Quisiera solamente que retuviese lo esencial: es indispensable publicar la nueva carta de Barthes desde el instante en que ha sido escrita. Cuento con usted para ello, y le ruego acepte mis saludos más cordiales.

Albert Camus

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Selección y traducción ENRIQUE FOLCH GONZÁLEZ

Variaciones sobre la literatura. Barcelona. Ediciones Paidós Ibérica. 2002. Págs. 89-94, 95-97, 111-112.

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LA MÁSCARA DE ALBERT CAMUS

Por: Paul de Man (1919-1983)

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Una buena forma de medir el cambio, sutil pero radical, que existe entre el ambiente intelectual de los años cincuenta y el de los sesenta es observar nuestra actitud con respecto a la persona y a la obra de Albert Camus. Durante su vida, fue para muchos una figura ejemplar, y su obra está marcada por las dudas y sufrimientos que inevitablemente conlleva una posición tan elevada. No ha dejado de tenerla: en varios ensayos literarios recientes, escritos por hombres cuyos años de formación coincidieron con la época de mayor influencia de Camus, todavía puede percibirse la huella de su presencia. Peor, por otro lado, es fácil imaginar lo decepcionante que puede resultar para la nueva generación, no porque a ésta le falte la experiencia que configuró el mundo de Camus, sino porque la interpretación que éste dio de su propia experiencia carece de claridad y lucidez. El hecho de que Sartre y Merleau-Ponty, aun siendo como son tan distintos, parezcan sintonizar mejor con el modo de ser de nuestro tiempo no es de por sí una prueba de su superioridad. Y, desde luego, esto tampoco convierte necesariamente a Camus en el defensor de los valores permanentes. Antes de culpar a nuestra época por apartarse de él, debemos aclarar nuestra idea de lo que él representa.

La publicación de los Cuadernos [Carnets] es útil para completar nuestra imagen de un escritor que, en sus obras de ficción, prefirió siempre esconderse tras la máscara de un estilo deliberado y controlado, o tras un tono pseudo confesional que sirve más para ocultar que para revelar su realidad. NI el “yo” que se dirige al lector en El extranjero y en La caída, ni el plural “nosotros” de La peste, deben en ningún caso identificarse directamente con la voz de Camus: siguiendo la tradición de la novela, el autor se reserva el derecho a mantener un nivel implícito y ambivalente de su interpretación de personajes y situaciones. El género novelístico es, por definición, oblicuo, y a nadie se le ocurre culpar a Cervantes por el hecho de que, hasta nuestros días, los críticos no se pongan de acuerdo a la hora de dilucidar si el autor estaba a favor o en contra de don Quijote. Pero otras figuras más actuales no gozan de la misma inmunidad, especialmente si, como en el caso de Camus, intervienen abiertamente en los asuntos públicos y políticos y dicen experimentar conflictos personales que son típicos de la situación histórica general. En esos casos, sin lugar a dudas, tenemos derecho a buscar enunciaciones en las que se haga patente el verdadero compromiso (o la verdadera incertidumbre) del escritor.

Los Cuadernos de Camus no son una clave fácil para entender a un hombre irresoluto. En este segundo volumen (trad. de Justin O´Brien [Nueva York: Knopf, 1965]) de sus notas privadas –el primer volumen de los Cuadernos, que cubre el período comprendido entre mayo de 1935 y febrero de 1942, también se ha publicado en inglés (trad. de Philip Thody [Nueva York: Knopf, 1963])-, la indecisión personal de Camus, en lugar de disminuir, ha aumentado, y la falta de revelaciones íntimas y de exhibicionismo es tan admirable como insólita. No hay aquí nada de autocomplacencia y la indiscreción de muchos diarios íntimos, muy poca justificación, muy poco análisis. El segundo volumen de los Cuadernos se refiere al período que va de enero de 1942 a marzo de 1951, durante el cual tuvieron lugar los principales acontecimientos de la vida personal, pública y literaria de Camus: su obligada permanencia en la Francia ocupada tras el desembarco aliado en el Norte del África, su participación en la resistencia y su actividad política posterior como editor de la revista Combat, el éxito considerable de sus novelas y obras de teatro, que hicieron de él uno de los escritores más influyentes de la postguerra. Fue durante ese período cuando escribió La peste y el ambicioso ensayo El hombre rebelde, que interpreta la crisis actual como un conflicto histórico de valores. Fue también durante ese período cuando se intensificaron los conflictos internos y las dudas de Camus, que le llevaron a retirarse paulatinamente de la vida pública, a romper finalmente con Sartre y a adoptar esa mezcla de amargura y lucidez que vemos en La caída.

Evidentemente, fue aquel un período muy rico y complejo, pero de él sólo se filtra un eco remoto a través de las páginas de estos cuadernos. Los lectores que esperen revelaciones, opiniones firmes, anécdotas y cosas por el estilo quedarán decepcionados. Incluso los episodios personales más perturbadores de la vida de Camus están vistos desde una perspectiva lejana e indirecta. Por ejemplo, cuando sufrió, en 1949, un inesperado rebrote de su antigua tuberculosis, su reacción ante este hecho sólo aparece en los Cuadernos a través de una conmovedora cita de una de las últimas cartas que Keats escribió en Roma cuando agonizaba de esa misma enfermedad. Este ejemplo, uno entre muchos, muestra lo lejos que están estos cuadernos de un diario personal. Son fundamentalmente cuadernos de apuntes, similares a los blocs de dibujo que llevan consigo algunos pintores, en los que las reacciones ante los estímulos del mundo exterior sólo registran si son relevantes para la obra que se esta realizando.

Los Cuadernos contienen principalmente bocetos de futuras novelas y obras de teatro, notas sobre lecturas, primeras versiones de algunos pasajes, apuntes de situaciones y observaciones realizadas en un momento dado y anotadas con la idea de acudir a ellas posteriormente. Camus aprovechó bastante esas notas: muchos pasajes clave de libros posteriores aparecen aquí por vez primera, a menudo en forma de breves anotaciones que no suscitan mayor comentario o reflexión. Así pues, el estudioso de la obra de Camus puede hallar en los Cuadernos gran cantidad de información importante. Esta recopilación será imprescindible, especialmente para interpretar La peste y El hombre rebelde. Junto con las notas y variantes establecidas por Roger Quilliot para la edición de las novelas y las obras de teatro en la Bibliotheque de la Pléiade, los Cuadernos nos facilitan información sobre la génesis de la escritura de Camus; una información que, normalmente, sólo se pone al alcance de los lectores varios decenios después de morir el autor.

Pero los Cuadernos pueden servir también para un propósito especializado y ayudarnos a interpretar en su conjunto la evolución de Camus. Por muy rigurosa que sea su falta de ostentación, por muy decoroso que sea su pudor, no por ello deja de brillar en estas páginas una imagen más completa del escritor, aunque más por lo que callan que por lo que desvelan. Por ejemplo, sorprende la considerable diferencia de tono entre estas páginas de los Cuadernos y las recogidas anteriormente en el primer volumen. Los comentarios de aquel solían tener el sabor espontáneo y lírico de unas ideas e impresiones que se ponían de manifiesto en virtud de su valor intrínseco. No existe allí ningún abismo entre la persona real y el escritor, y lo que es de interés para el uno también es de utilidad para el otro. Cuando, en 11940, Camus describe sus impresiones de la ciudad de Orán, lo hace con tal vivacidad de percepción que la ciudad cobra vida ante nuestros ojos, más aún que en las primeras páginas de La peste. Las páginas sobre Orán en el cuaderno de 1940 tienen gran calidad en sí mismas y además sirven al escritor para su futura obra. A medida que avanzan los cuadernos, especialmente después de la guerra, van siendo cada vez más raras estas felices coincidencias entre la experiencia del escritor y su obra literaria: Camus fue renunciando deliberadamente a sus inclinaciones naturales y se impuso una serie de preocupaciones ajenas. En consecuencia, los Cuadernos reflejan una sensación casi obsesiva a la obra, un rechazo de la experiencia personal, la cual, así sea por un solo momento, se considera como autocomplacencia. El hombre y el escritor tienen cada vez menos en común, y éste debe su ocupación al hecho de que reprime constantemente su vida privada:

Sólo puedo crear gracias a un esfuerzo continuo. Mi tendencia es dejarme ir hacia la inmovilidad. Mi inclinación más profunda, más segura, me lleva al silencio y a la rutina diaria […] Pero sé que ese mismo esfuerzo me mantiene erguido y que, si dejara de creer en él por un solo instante, caería por el precipicio. Así es como evito la enfermedad y la renuncia, alzando la frente con todas mis fuerzas para respirar, para conquistar. Ésta es mi forma de desesperarme y mi forma de curarme.

Indudablemente, a esta resolución no le falta grandeza moral, pero para ponerla en práctica es preciso rechazar constantemente un temperamento personal que, en realidad, no se inclina únicamente hacia el silencio y la rutina mecánica. Con cierta frecuencia, surgen gritos de rebeldía contra la soledad que confieren a los cuadernos un tono más sombrío del que pueda hallarse en cualquiera de las obras novelísticas y teatrales de Camus. Las afirmaciones optimistas sobre la necesidad del diálogo y sobre el valor del individuo se entremezclan con anotaciones de desesperación: “Soledad insoportable: no puedo creer en ella ni resignarme a ella”; “Soledad total. En los urinarios de una importante estación de ferrocarril, a la una de la mañana”. El júbilo espontáneo que inspiran en los primeros cuadernos las páginas sobre Argel, Orán y las ciudades italianas ha sido sustituido por esta nota de desesperación y alienación: porque la soledad que tortura a Camus es, ante todo, un extrañamiento de lo que él considera su realidad anterior. Cuanto más se involucra en la vida ajena, en las cuestiones sociales y en las formas públicas del pensamiento y de la acción, tanto más siente que pierde el contacto con su verdadero ser.

Este proceso es tan frecuente en la literatura moderna que, desde luego, no basta para desvirtuar la interpretación que hizo Camus de su tiempo. Su soledad era la auténtica, no una pose: en muchos pasajes de los Cuadernos saltan a la vista los obsesivos escrúpulos que le causaba el verse cada vez más recompensado por una sociedad en la que tan poco participaba. De él no puede decirse, como del héroe de La caída –que es una amalgama de diversos personajes contemporáneos, con algunos rasgos personales del propio Camus-, que viviera instalado en la mala fe, que hubiera comprado su buena conciencia suplantando la auténtica abnegación por la postura y la retórica del sacrificio. Si alguien sospecha que Camus vivía cómodamente en su denuncia del nihilismo contemporáneo, que estaba a gusto en una posición intelectual consistente en decir que uno sufre por el absurdo de la época mientras convierte en moda ese mismo absurdo, entonces la nota de auténtico desconcierto que resuena a lo largo de los Cuadernos debería disipar tales sospechas. La paradoja en que se veía atrapado Camus es más interesante y más intrincada: no es su buena fe lo que debe cuestionarse, sino la calidad de su pensamiento.

Con mucha razón, Camus tomó su propio aislamiento como base para su diagnóstico poco halagador del curso actual de la historia. A partir de ahí, interpretó su aislamiento como un conflicto entre el individuo y la historia. Su mente no duda en ningún momento que la fuente de todos los valores reside en el individuo, en su capacidad para resistir a los monstruosos embates con que la historia atenta contra su integridad. Para Camus, esa integridad, que él intento defender contra las formas totalitarias y deterministas del pensamiento, se fundamenta en la capacidad del hombre para alcanzar la felicidad personal. La preocupación de Camus por los demás seres humanos tiene siempre un signo protector: quiere mantener intacta la posibilidad de ser feliz, de realizarse, que todo individuo lleve dentro de sí. Para él, el socialismo es una organización de la sociedad que garantiza esas posibilidades: de ahí su entusiasmo por el “socialismo individualista” de Belinski frente a las pretensiones hegelianas de totalidad y universalidad. Sin embargo, el origen de sus convicciones debe buscarse en la propia experiencia de Camus y, en último término, la fisonomía de su pensamiento depende de la fisonomía intrínseca de su experiencia interior.

En este sentido son muy reveladoras algunas de sus primeras obras, como Bodas y, en particular, los primeros Cuadernos anteriores a El extranjero. Tal vez, el lugar donde aparece con mayor claridad la idea que tenía Camus de la realización personal son las inflamadas páginas que escribió, en septiembre de 1937, durante una visita a las ciudades de Toscana:

Nuestra vida es difícil. No siempre logramos que nuestros actos se ajusten a nuestra visión de las cosas. […] Tenemos que trabajar para reconquistar la soledad. Pero entonces, un día, la tierra nos muestra su sonrisa primitiva e inocente. Entonces es como si quedaran borradas las luchas, incluso la vida misma. Millones de miradas han contemplado este paisaje, pero para mí es como la sonrisa del mundo. En el sentido más profundo del término, me hace salir de mí mismo. […] El mundo es hermoso, y lo demás no importa. La gran verdad que el mundo nos enseña con paciencia es que el corazón y la mente no son nada. Y que la piedra caliente por los rayos del sol, el ciprés magnificado por el azul del cielo, son los límites del único mundo en el que algo significa lo que está bien: la naturaleza sin el hombre. […] En este sentido entiendo la palabra “desnudez” [dénuement]. “Estar desnudo” evoca siempre una libertad física; y, si no fuera ya mi religión, con gusto me convertiría a esa armonía entre la mano y la flor, a esa alianza sensual entre la tierra y el hombre liberado de su condición humana.

Estos pasajes tienen la intensidad de la visión más personal de un escritor. Están detrás de toda la obra de Camus y reaparecen en esos momentos en los que el escritor habla con su propia voz: cuando Rieux y Tarrou se liberan del curso histórico de la peste dándose un baño regenerador en el mar; cuando cae la nieve en Amsterdam al final de la confesión de Clamence en La caída. En estos pasajes vemos lo que Camus llamará después soledad en sus cuadernos no tiene, en realidad, nada que ver con la soledad, sino que designa la intolerable intrusión de los demás en el momento sagrado en que el único nexo del hombre con la realidad es su vínculo con la naturaleza. En la mitología de Camus, el equivalente histórico de este momento es Grecia, y dedica muchas páginas a lamentar que la simplicidad del mundo helénico haya desaparecido de nuestro mundo, como lamenta que los paisajes hayan desaparecido de sus propios libros. Tras citar a Hegel (“Sólo la ciudad moderna ofrece a la mente el terreno en que puede tener autoconciencia”), comenta: “Significativo. Ésta es la época de las grandes ciudades. Al mundo se le amputado una parte de su verdad, algo que le da su permanencia y equilibrio: la naturaleza, el mar, etc. ¡Sólo en las calles hay conciencia!” Y sin embargo las ciudades desempeñan un importante papel en las novelas de Camus: La peste y La caída tienen una inspiración eminentemente urbana; en ellas, Amsterdam y Orán son mucho más que un mero escenario: desempeñan una función tan importante como la de cualquier personaje. Pero en las ciudades de Camus el hombre no llega a conocerse así mismo mediante el contacto con los demás, ni siquiera experimentando la imposibilidad de ese contacto. En su inhumano anonimato, esas ciudades son el equivalente nostálgico de una naturaleza intacta que ya no existe en esta tierra. Son el refugio de nuestra soledad, el vínculo con una Arcadia perdida. Cuando la ciudad y la naturaleza se unen en un paisaje de nostalgia al final de La caída, la exclamación del héroe no puede sino parecernos perfectamente natural: “¡Ah sol, playas e islas bajo la brisa marina, memorias de juventud que nos sumen en la desesperación!” Baudelaire experimentó una nostalgia similar en el corazón de la ciudad moderna, pero se mantuvo rotundamente al margen de quienes se dejaban vencer por ella, que sólo inspiraban compasión. En los Cuadernos queda claro que no hay ninguna distancia entre Camus y sus personajes de ficción. Y mientras que los personajes nostálgicos de Baudelaire se sienten atraídos por una tierra nativa que realmente ha sido la suya, Camus siente nostalgia de un momento que es ambivalente desde el principio.

Pues si consideramos ese momento, por usar sus propias palabras, como un instante de “libertad física” en que el cuerpo halla su lugar en el equilibrio de los elementos, entonces estaríamos ante una afirmación legítima de la belleza natural en un nivel bastante primitivo. “El mundo es hermoso, y lo demás no importa”. Esta frase expresa un estado idílico que no conlleva la existencia de otras personas y que está fuera del tiempo: Adán, no ya antes de la Caída, sino antes del nacimiento de Eva. En ese estado, “el amor es inocente y no conoce objeto alguno”. La soledad no es una carga, pues apenas hay conciencia; al contrario, nos protege de intromisiones ajenas. Se podría comparar ese sentimiento con algunos pasajes de D. H. Lawrence o entenderlo como manifestación de la afinidad de Camus con determinados aspectos del primer Gide. Podría servir de base para un anarquismo amoral y asocial: Camus subraya explícitamente que ese encuentro sólo puede producirse entre una naturaleza “sin el hombre” y un hombre “liberado de su condición humana”. Esta “desnudez” es una libertad atlética del cuerpo, un mito arcádico que los neohelenistas románticos sólo podían tratar en clave irónica. El uso que hace Camus de la ironía y de los recursos de la narrativa irónica nunca pone en duda esta visión fundamental que, en el mundo privado de los Cuadernos, se afirma con firmeza aún mayor, como un acto de fe indestructible. Camus protesta contra la historia porque entiende que destruye la naturaleza y amenaza el cuerpo. La historia es un invento diabólico de los filósofos alemanes, una maldición de nuestros días: “Todo esfuerzo del pensamiento alemán consiste en sustituir el concepto de naturaleza humana por la situación humana y, por ende, en sustituir a Dios por la historia y el equilibrio de la antigüedad por la tragedia del mundo actual. […] Pero, como los griegos, creo en la naturaleza”. En este sentido, Camus no puede estar más lejos de las formas existencialistas del pensamiento, y podemos entender la irritación que le causaba el que, con tanta frecuencia, se le asocia mentalmente a Sartre. En un comentario que anticipa su futura disputa, Camus acusa a Sartre de creer voluntariamente en un “idilio universal”; al parecer, Camus no se daba cuenta de que él mismo era prisionero de un sueño idílico que sólo difiere del que él atribuye a Sartre por ser personal y no universal. Nada parece indicar que llegara jamás a despertar de ese sueño.

No obstante, la obra de Camus no muestra un desarrollo coherente de esta visión. Incluso en el pasaje citado de sus primeros cuadernos, donde su ingenuo helenismo se expresa en forma más pura, un juego de palabras con el término dénuement evoca la esterilidad de una condición humana esencialmente desprotegida y frágil: no la “libertad física” del hombre, sino su sumisión a las leyes del tiempo y de la moral. Camus tiene una clara conciencia del carácter contingente del ser humano. Los Cuadernos registran muchos episodios breves, tanto imaginados como producto de la observación, en los que la fragilidad de la condición humana se revela súbitamente cuando la rutia diaria queda interrumpida por una inesperada confrontación con la muerte o el sufrimiento; por ejemplo, cuando habla del pánico que sintió su madre, durante un apagón, al pensar que tendría que pasar toda la guerra a oscuras, o cuando describe la expresión de los rostros de los pacientes en la consulta de un médico, o cuando narra la muerte de un viejo paciente en la consulta de un médico, o cuando narra la muerte de un viejo actor. A mayor escala, tienen el mismo efecto los aspectos de pesadilla de la última guerra, pero diversos apartados del cuaderno demuestran que Camus era ya sensible a esta clase de experiencias bien antes de la guerra.

Su mejor ensayo, El mito de Sísifo, nace de este tipo de observaciones. Su particular sentido moral, investido de un carácter protector, se asienta en su conciencia de la “desnudez” del hombre. Pero esta desnudez no tiene nada que ver con la “libertad física”. No es fácil alcanzar una conciliación de ambas ideas: sólo se produce en las manifestaciones más excelentes del arte y del pensamiento. Además, el primer paso de esa conciliación implica siempre renunciar a la ingenua creencia de que existe una armonía en el origen de las cosas. Cuando Camus califica el arte griego de “risueña desnudez” (un dénuement souriant), parece no darse cuenta de que ese equilibrio es el resultado final, no el punto de partida, de una evolución que nada tiene de “natural”. Al basarse en una concepción literal y física de la unidad, su pensamiento se divide, por un lado, en un sueño atractivo pero poco realista de bienestar físico y, por otro, en un moralismo protector incapaz de entender la naturaleza del mal. Camus creyó siempre que podría proteger de su contingencia al género humano tan sólo afirmando la belleza de sus propios recuerdos. Así lo hizo primero, altivo y desafiante, en El extranjero, y después, con más humildad aunque sin cambios esenciales, en La caída. Siempre se consideró como un ser ejemplar, como el privilegiado poseedor de una felicidad cuyo valor intrínseco sobrevaloraba. Mucho antes que él, otros que tuvieron una idea de la felicidad más profunda y clara que la suya habían comprendido que esto no les daba un mayor poder sobre su propio destino, y mucho menos sobre el de otras personas. En su obra hay hermosos vuelos de inspiración poética, junto con sagaces observaciones acerca de la incongruencia de la condición humana. Sin embargo, le falta profundidad ética, a pesar de que se arroga constantemente una alta seriedad moral. También carece totalmente de visión histórica: diez años después de su publicación, El hombre rebelde se ve ahora como un libro de época. Los Cuadernos pueden ayudarnos a entender las razones de este fracaso. Sin el plano unificador de un estilo controlado que las oculte, las contradicciones son aquí mucho más visibles que en las novelas o en los ensayos. De todo ello surge una figura que es atractiva por su ingenuidad, pero cuyo pensamiento no resulta convincente.

En su juventud, Camus jugaba de portero en un equipo de fútbol estudiantil y escribía artículos en la gaceta del club ensalzando el júbilo del triunfo y, con mayor elocuencia, la melancolía de la derrota. El portero de un equipo de fútbol es, hasta cierto punto, una figura especial: lleva una camiseta de distinto color a la de sus compañeros de equipo, tiene el privilegio de poder tocar el balón con las manos, etc. Todo esto le distingue de los demás. Pero a cambio tiene que aceptar severas restricciones: su función es puramente defensiva y protectora, y su mayor gloria es evitar la derrota. Nunca puede ser agente de una verdadera victoria y, aunque puede hacer alarde de estilo y elegancia, pocas veces está en la liza. Es un hombre de momentos estelares, no de esfuerzo continuado. Y no hay espectáculo más triste que el de un portero batido rodando por el césped o levantándose para recoger el balo de la red mientras los atacantes contrarios celebran su triunfo. La melancolía que reina en los Cuadernos recuerda la tristeza juvenil de Camus en el campo de fútbol: demasiado solitario como para unirse a los demás en la línea frontal, pero no lo bastante solitario como para renunciar a formar parte de un equipo, quiso ser el portero de una sociedad que en ese momento sufría una derrota histórica especialmente dolorosa. De alguien que se halla en una situación tan adversa difícilmente se puede esperar que explique con lucidez lo que sucede en el terreno de juego.

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Edición e introducción de LINDSAY WATERS

Traducción de JAVIER YAGÜE BOSCH

Escritos críticos (1953-1978). Madrid. Visor. 1996. Págs. 239-246.

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AZÚCAR AMARILLO

Por: André Breton (1896-1966)

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Adelante con la música. Sí, buenas gentes, soy yo quien os ordena quemar, sobre una pata enrojecida al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el pato de la duda, de labios de vermouth

Isidore Ducasse

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Bajo la firma de Albert Camus puede leerse con estupor en el último número de los Cahiers du Sud  (1) un artículo cuyo título, Lautréamont y la banalidad, por sí sólo parecería ya una provocación. Este artículo, probablemente extraído de un ensayo titulado La Révolte (2) anunciado por el autor de los Justes, es testimonio por su parte y por primera vez de una posición moral e intelectual indefendible.

“Moral”: Hay motivos de inquietud desde las primeras palabras. Lautréamont “es, como Rimbaud, el que sufre y se ha rebelado; pero, retrocediendo misteriosamente (sic) a decir que se rebela contra lo que es, pone por delante la eterna coartada del insurrecto: el amor a los hombres”. Aparte de que nada es más falso (Lautréamont declara que él se ha “propuesto atacar al hombre y a Aquel lo creó”), resulta de lo más abrumador ver a alguien a quien podía tener por hombre de corazón negarle al insurrecto el sentimiento de obrar, no ya por su propio bien, sino por el de todos. ¿A quién podrá hacerse creer que Sade y Blanqui pasaron la mayor parte de su vida en prisión por el hecho de repudiar su propia condición y no por la que se ofrece a la colectividad? Hay aquí una insinuación manifiestamente calumniosa, de todo punto intolerable. La palabra “coartada” es repugnante, pertenece al vocabulario de la represión. Quién así habla se sitúa bruscamente en el bando del peor conservadurismo, del peor “conformismo”.

“Intelectual”: Todavía no se había escrito sobre Lautréamont algo tan apresurado, tan irrisorio. Sería como para pensar que el autor de semejante artículo no lo conoce más que de oídas, no le ha leído. De la obra más genial de los tiempos modernos, que plantea innumerables problemas de “intención”, que transcurre simultáneamente en distintos planos, abunda en colisiones de sentido, especula con continuas interferencias de lo serio y el humor, y desorienta sistemáticamente la interpretación racional, nos presenta una trama que valdría como mucho de resumen de un folletín: “Maldoror, desesperando de la justicia divina, tomará el partido del mal. Hacer sufrir, y sufrir al hacerlo, tal es el programa.”

En su bellísimo estudio sobre Lautréamont  (3) –al que Camus alude en una nota, insignificante por lo demás-, Maurice Blanchot ha dado no obstante buena cuenta por adelantado de tan burdas simplificaciones. Ha sabido mostrar que el corazón de Lautréamont “es también el del universo” y que su lucha hace de sus propios tormentos “la finalidad y la expresión de la lucha universal”. Nadie ha comprendido mejor que él que el gusto que ha tenido Lautréamont de sorprender al lector se debe a que “ese lector es él mismo, y a lo que debe sorprender es al centro atormentado de sí mismo, en fuga hacia lo desconocido”. Nadie ha sabido tampoco poner mejor en evidencia del pulso profundo de una obra centrada toda ella en el eje de su “deseo” y cuyo movimiento calca el de la experiencia erótica. Mas tales advertencias, a pesar de su carácter perentorio, no son para Camus sino letra muerta. No quiere ver en Lautréamont más que a un adolescente “culpable” al que es preciso que él, en su calidad de adulto, reprenda. Y llegar incluso a encontrarle en la segunda parte de su obra: Poésies, un merecido castigo.

De creer a Camus, Poésies no sería más que un amasijo de “banalidades laboriosas” –vuelve a ello-, la expresión de la “banalidad absoluta”, del más “triste conformismo”. Ni que decir tiene que esto no podría resistir ni el menos atento de los exámenes. Que ese librito plantea un enigma perenne, y singularmente irritante, preciso es reconocerlo; pero de ahí a suprimirlo con tan vulgar alarde de prestidigitación, en modo alguno puede tolerarse. Cierto es que no se puede más que conjeturar, y harto débilmente, las razones que pudo tener tratándose para volver de pronto la espalda o (quién sabe, tratándose de él) de aparentarlo. Maurice Blanchot ha subrayado aquí también la ambigüedad del texto. (“Un gran número de “pensamientos”, si es que celebran la virtud, la celebran tan desdeñosamente o, por el contrario, con tan desmedido exceso que la alabanza se vuelve menosprecio… ¿Qué poder hay, pues, en él, vuelto, sin embargo, hacia la luz; qué superabundancia creadora puesta en vano al servicio de la regla, pero tan grande que no puede sino humillarla y, a sus espaldas, glorificar la libertad sin medida?”) Camus –que considera a Hegel como el gran responsable de las desdichas de nuestro tiempo- se priva aquí en exceso de los auxilios de la dialéctica. El procedimiento aplicado en Poésies, que consiste en contradecir con obstinación –y siempre muy sutilmente- pensamientos de Pascal, de la Rochefaucauld, de Vauvenargues, aparte de ser incontestablemente subversivo, pone en funcionamiento una operación de refutación general –dialéctica- que invertiría el signo bajo el que pretende estar construida la obra. Camus, que por otra parte se muestra insensible al singularísimo tono de Poésies, no parece haber reparado en ello ni por un momento.

El daño lo sería sólo a medias si la inteligencia de tales enfoques no se propusiera erigir la tesis más sospechosa del mundo, a saber la que la “rebelión absoluta” no puede engendrar más que el “gusto por la servidumbre intelectual”. He aquí una afirmación totalmente gratuita, ultraderrotista, que no puede menos que merecer el menosprecio en medida aún mayor que su falsa demostración.

Toda nuestra indignación sería poca ante el hecho de que escritores que gozan del favor del público se dediquen a rebajar lo que es mil veces más grande que ellos. No hace tanto tiempo que se presentaba un Baudelaire que no era sino “ausencia de vida o destrucción de la vida”, presa de una “tensión vana, árida”, matándose voluntariamente “a módicos plazos” y cuyas características eran “frigidez, impotencia, esterilidad, ausencia de generosidad, negativa a servir, pecado”. “Apostaría –llegaba a decir en su exaltación el autor del retrato-, apostaría que prefería las carnes en salsa a los asados, y las conservas a las legumbres frescas.” Estos señores llevan una vida fácil: que soporten, pues, de vez en cuando alguna llamada a la decencia.

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1. Primer semestre de 1951.

2. Poco tiempo después aparecería el ensayo en cuestión con el título de L´Homme révolté.

3. Lautréamont et Sade, les Editions de Minuit.

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Traducción de Ramón Cuesta y Ramón García Fernández

La llave de los campos. Madrid. Editorial Ayuso. 1976. Págs. 275-278.

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LOS HÉROES

Por: Clarice Lispector (1920-1977)

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1969

4 de octubre

 

Incluso Camus, ese amor por el heroísmo. ¿Entonces no hay otro modo? No, incluso comprender ya es heroísmo. ¿Entonces un hombre no puede simplemente abrir una puerta y mirar?

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Traducción de Claudia Solans

Descubrimientos. Buenos Aires. Adriana Hidalgo editora. 2010. Pág. 124.

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NOTAS DE BLOC (Fragmento)

Por: Eugene Ionesco (1909-1994)

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DOMINGO

Pienso en Boris Vian; en Gérard Philippe. Pienso en Jean Wahl. Pienso en Camus: apenas lo conocí. Le hablé una o dos veces. Sin embargo, su muerte deja en mí un vacío enorme. Tenemos tanta necesidad de este justo. Estaba naturalmente en la verdad. No se dejaba arrastrar por la corriente; no era una veleta; podía ser un punto de referencia.

La muerte de Emmanuel Mounier, hace diez o doce años, había dejado en mí ese mismo vacío. ¡Qué lucidez la de Mounier! (Más filósofo que Camus). En cada cosa sabía distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo; tampoco se dejaba arrastrar, sabía dar a cada hecho su valor exacto, su lugar. Disociaba, diferenciaba, integraba todo.

Y luego pienso en Atlan, que acaba de morir. Uno de los más grandes pintores actuales. Todo el tiempo “había que verse pronto, sin falta”. No nos veremos más. Veré sus cuadros, fugitivamente aún; él estará allí.

Tengo miedo de la muerte. Miedo de morir, sin duda, porque, sin saberlo, deseo morir. Tengo miedo pues, del deseo que tengo de morir.

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Arts. 1960

Traducción de EDUARDO PAZ LESTON

Notas y contranotas. Estudios sobre el teatro. Buenos Aires. Editorial Losada. 1965. Pág. 200.

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Portada Contra Revistas Ciencias Sociales y Humanas

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