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Archive for 5 de agosto de 2013

Por: Gonzalo Rojas (1917-2011)

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Gonzalo Rojas

Gonzalo Rojas

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Increíble que el poeta más joven que nos haya nacido –paradigma del espíritu nuevo entre nosotros- esté cumpliendo más de cien años.

Ninguno más diáfano que él, más libre y seductor, para confirmar el non omnismoriar (no me moriré del todo) del viejo Horacio, ese otro hiperlúcido de hace dos milenios.

Las efemérides no cuenta en el caso del portentoso innovador, recién ido, Darío. En efecto, cuanto este último vino a morir, el dieciséis en su Nicaragua natal, el planeta empezaba a dar vueltas a una velocidad nunca soñada y los poetas mismos saltaron fuera de órbita, de un antes a un después. Justo ese 1916 Vicente Huidobro –en ese juego oscuro de pasarse la centella- publicó en Buenos Aires otras claves para su poesía de fundación:

–   Que el verso sea como una llave que abra mi puertas

en su primer viaje a París. No fue el único, por supuesto, en la germinación de nuestra verdadera autonomía poética. Ahí la Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.

Pero no se piense que este 1993 a medio alumbrar sea el año por excelencia de Vicente Huidobro –aunque se escriba de él en un río de alabanzas-, pues ya desde esas fechas de la Primera Guerra Mundial todos los años son los años de Vicente Huidobro en nuestra lengua. Personalmente vivo un diálogo con su espejo por lo menos desde 1933 –cuando empecé a leerlo casi niño-, unos cuatro años antes de conocerlo en persona en su departamento de la cuadra 23 de la Alameda en aquel Santiago plácido y remoto.

Una y otra vez, a lo largo de medio siglo, he reconocido mi filiación con el espíritu convulso y lúcido a la vez del binomio 1938-1939, con sacudón de parto hasta en el orden cronológico, sin olvidar el impacto estremecedor de la Guerra Civil española entre nosotros, que nos permitió ver de veras a la madre desde su rostro ensangrentado. Sin patetismo y a favor del distanciamiento, se me aparece así ese 38 fantasmal, año crítico de su propia utopía, distantes ya de aquel otro ciclo movedizo de 1920 cuando Chile empezó a ser más Chile y el epicentro de la mudanza en lo poético fue sin duda Huidobro, antipoeta y mago por derecho propio.

Pero la imantación huidrobiana llegó a su plenitud en el proceso del 38 y casi todos los poetas jóvenes de esos días registramos su influjo, y fuimos literalmente atrapados por una relación dialéctica con su persona y con su obra.

Por mi parte, me enganché con el proyecto parasurrealista de Mandrágora sin mayor fascinación por el experimento y por ahí entré a la casa de Huidobro sin frecuentarla demasiado, remiso como soy a los círculos de adherentes ortodoxos.

Tampoco lo fue nunca él y cuando me aparté del equipo mandragórico entendió como nadie la disidencia anarca.

Déjenlo, le dijo a uno de mis detractores, si cabe el término, a propósito de mi intraexilio del 42 en la cordillera de Ataca. Gonzalo es un loco que necesita cumbre.

Pocos como él supieron del riesgo y el desamparo y –visto ahora desde aquí, desde este cierre del siglo- ninguno como él fue cumbre más airosa y sembró más libertad en nuestra cabeza de muchachos.

Sin Huidobro no hubiera habido acaso ninguno de nosotros; ni un Anguita ni un Lihn, por nombrar a los invisibles de repente.

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Atenea. Revista de la Universidad de Chile. Santiago. Nro 467. 1993. Págs. 65-66.

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Por: Humberto R. Maturana (1928-)

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Humberto R. Maturana

Humberto R. Maturana

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Introducción 

A pesar de que, de acuerdo con la etimología, el término “ciencia” significa lo mismo que el término “conocimiento”, se lo usó en la historia del pensamiento occidental para referir a todo conocimiento cuya validez pudiera defenderse sobre fundamentos metodológicos, sin tener en cuenta el ámbito fenoménico en que se la alegaba. Sin embargo, en los tiempos modernos esto ha ido cambiando progresivamente, y el término “ciencia” se utiliza ahora con mayor frecuencia para referir sólo a un conocimiento convalidado por un método en particular: el método científico. Este énfasis progresivo en el método científico se ha dado por dos supuestos generales implícitos o explícitos tanto de los científicos como de los filósofos de la ciencia, a saber: a) que el método científico, ya sea a través de la verificación, de la comprobación, o de la refutación de la falsación, revela o por lo menos connota una realidad objetiva que existe independientemente de lo que los observadores hacen o desean, incluso si no puede ser conocido totalmente; y b) que la validez de las explicaciones y afirmaciones científicas se basa en su conexión con esa realidad objetiva.

Precisamente sobre este tipo de conocimiento hablaré en este artículo cuando me refiera a la ciencia, y al desarrollar el tema estaré implícita o explícitamente en desacuerdo –sin dar una justificación totalmente científica- con un aspecto u otro de lo que han dicho diversos pensadores clásicos de la filosofía de la ciencia que analizan estos temas con profundidad (véase Kuhn 1962, Nagel 1961 y Popper 1977). Y haré eso porque voy a hablar como biólogo, no como filósofo, y reflexionaré sobre la ciencia como un dominio cognitivo generado como una actividad biológica humana. Además, haré esas reflexiones teniendo en cuenta lo que veo que los biólogos modernos hacemos en la praxis de la ciencia con el objeto de reivindicar la validez científica de nuestras afirmaciones y explicaciones, y mostraré cómo lo que hacemos los científicos se relaciona con lo que hacemos en la vida cotidiana y revela el estatus epistemológico y ontológico de lo que llamamos ciencia.

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El observador y la observación

Los científicos hacemos ciencia como observadores que explican lo que observan. Como observadores somos seres humanos. Los seres humanos nos descubrimos como observadores de la observación cuando comenzamos a observar nuestra observación en nuestro intento de describir, y explicar lo que hacemos. Eso quiere decir que ya nos descubrimos en el lenguaje cuando comenzamos a reflexionar en el lenguaje sobre lo que hacemos y cómo hacemos lo que hacemos cuando operamos como animales dotados de lenguaje. En otras palabras, nos ocurre que ya somos sistemas vivos dotados de lenguaje haciendo lo que hacemos (incluyendo nuestra explicación), cuando comenzamos a explicar lo que hacemos, y que ya nos encontramos en la experiencia de la observación cuando comenzamos a observar nuestra observación. Observar es lo que los observadores hacemos cuando distinguimos en el lenguaje los diferentes tipos de entidades que producimos como objetos de nuestras descripciones, explicaciones y reflexiones, en el curso de nuestra participación en las diferentes conversaciones en las que nos vemos envueltos en la vida cotidiana, sin tener en cuenta el ámbito operacional en el que éstas tienen lugar. El observador se hace en la observación y, cuando el ser humano que es el observador muere, el observador y la observación llegan a su fin. En esas circunstancias, al reflexionar sobre lo que hace el observador, las facultades cognitivas del observador deben considerarse como dotadas de prioridades inexplicables o deben ser explicadas mostrando cómo surgen  resultado de la biología del observador que es un ser humano. He hecho esto último en numerosos artículos que invito a leer (véase Maturana 1970, 1978a y 1988). Ahora, sin embargo, me basaré en el supuesto de que el lector acepta que sus propiedades y facultades como observador resultan de su funcionamiento como sistema vivo, aunque la experiencia de ser un observador le ocurra como cosa común y corriente mientras permanece ciego respecto de su origen.

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Explicaciones científicas

Cuando en la vida cotidiana nos respondemos a nosotros mismos o a algún otro una pregunta que demanda de nosotros una explicación de una experiencia (situación o fenómeno) particular, respondemos siempre proponiendo una reformulación de esa experiencia (situación o fenómeno) en los términos de otras experiencias diferentes de las utilizadas en la formulación original de la pregunta. Si la reformulación propuesta es aceptada como tal por la persona que plantea la cuestión, se convierte ipso facto en una explicación y la pregunta así como el deseo de preguntar desaparecen. Cuando ocurre esto, la explicación aceptada se convierte en una experiencia que pude ser usada como tal para otras explicaciones. En otras palabras, las explicaciones son proposiciones presentadas como reformulaciones de experiencias que son aceptadas como tales por un interlocutor en respuesta a una pregunta que requiere una explicación. Eso quiere decir que una proposición presentada como una reformulación de una experiencia que no es aceptada como tal, no es una explicación. Por eso, hay tantos tipos diferentes de explicaciones como criterios diferentes que explícita o implícitamente utilizamos para aceptar los diferentes tipos de reformulaciones de experiencias que aceptamos como explicaciones en repuesta a nuestras preguntas. Al mismo tiempo, los diferentes criterios de aceptabilidad que usamos al escuchar explicaciones definen los diferentes ámbitos explicativos con los que operamos en nuestra vida diaria. Eso se debe a que los ámbitos explicativos están constituidos de manera tal que lo que define a la ciencia como un ámbito explicativo particular es el criterio de validez de las explicaciones que utilizan los científicos, y lo que define a un científico como un tipo particular de persona que tiene la pasión de explicar es la utilización del criterio de validez de las explicaciones que constituye la ciencia como un ámbito explicativo. Finalmente, dado que las explicaciones son experiencias del observador que surgen cuando éste opera en su ámbito de experiencias, todo ámbito explicativo constituye ámbitos experienciales expansivos en los que el observador vive nuevas experiencias, hace nuevas preguntas e inevitablemente genera nuevas explicaciones de una manera recursiva sin fin, si tiene la pasión de explicar.

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1. Esta comunicación fue posible gracias al generoso apoyo de la FoundationfortheStudy of Human Cognition, Inc.

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Traductor: XAVIER MOLL..

El ojo del observador. Contribuciones al constructivismo. Paul Watzlawick y Peter Krieg (Comps.). Barcelona. Editorial Gedisa. 1995. Págs. 157-159, 165-166.

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Por: Oscar Jairo González Hernández. Profesor Comunicación y Lenguajes Audiovisuales. Universidad de Medellín

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En la cámara y en la mirada de Martha Luz de Castro, lo que se instala para ella misma, es la incesante manera y obsesivamente lucida de  hallar, de dar luminosidad, de revelar lo que para el observador está oculto, lo que no le es visible de manera inmediata y en la que por medio de los sentidos, tiene que hacer una torsión y peso sensible para hacer evidente, en el mayor sentido y indicación de la evidencia, o sea, no es aquella evidencia de la evidencia, sino de lo que la percepción pone en evidencia.

La mirada de Martha Luz, es una mirada que busca, examina, siente y halla. No una mirada cualquiera, sino una mirada que tiende necesariamente a hacer tensión sobre sí misma, en ella. Una mirada que no está en ella como tal, sino que ella prepara y provoca, perturba y lleva a la cámara. Mirada y cámara se mezclan y combinan entre  sí, porque ella lo quiere, lo provoca.

Cuando  descubre a Goya, tras mirarlo y mirarlo, obstinadamente y con drástica mirada en formación, no como la mirada de la Medusa, que ya es en Medusa; sino la mirada que tiene que formar; halla pues en Goya una relación indisoluble entre Goya y El Carnaval, como antes lo había hecho y realizado de manera extraordinaria con el Barroco y dentro de la teatralidad del barroca y la muerte. Fiesta de los sentidos y muerte de los mismos, en el drama barroco de Goya y El Carnval; porque lo que hay, el hilo conductor entre Goya y el Carnaval, es la misma tensión, el mismo extravío, el mismo mundo de las insólitas y extrañas combinaciones del mundo real y del mundo irreal, de la visión de lo extraño y lo mismo en ocurre en el Carnaval. En Goya, hacia la locura, la ironía y la risa, y en el Carnaval, hacia el exceso, el furor y el frenesí hedonista, y que tiene como medida el exceso. En uno, Goya lo oscuro y lo luminoso de su visión, en el otro, el Carnaval, la excesividad de la luz, de la máscara y de la burla.

Es esto lo que ha sabido muy bien ver y hacernos ver,  con su mirada y su cámara Martha Luz de Castro y aquí nos los dice, desde su perspectiva:

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¿En qué momento es usted consciente de que le interesa, le llena y le posee la necesidad, esencial y básica de hacer fotografía?

Desde que “saqué de mi cabeza” la actividad que la había ocupado durante 30 años, ya fuera estudiando o trabajando: la economía.

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¿Concede usted mayor relevancia en su tarea, en su hacer estético a la técnica o a la intuición, cómo se da ó no esa relación?

Cada una tiene su momento.

”La intuición” me lleva al encuentro de la temática a fotografiar y a dar los primeros pasos para definir lo que quiero hacer con las fotografías.

La técnica es el medio que me permite hacer lo que quiero.

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Es básico decir, que la mirada de un fotógrafo se forma: ¿Cómo ha ido usted provocando la formación de su mirada?

Tomando y analizando mis fotos.

Mirando y analizando las fotos de los otros.

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¿Es indudable, que usted relaciona sus estudios de la pintura en la historia del arte con la fotografía: ¿Cuándo decide hacerlo y por qué?

Fue un encuentro casual mientras tomaba fotografías de recicladores. Al mirar una de esas fotos tomadas por mí recordé la pintura del San Sebastián de Mantegna. Al compararlas encontré muchos parecidos de orden formal, de expresión y de actitud entre San Sebastián y un reciclador.

A partir de ahí sentí que podía llevar al pasado personas a quienes había fotografiado o traer al presente personajes de las pinturas que por alguna razón me habían conmovido, de manera que las fotos podían acompañar a las pinturas o viceversa.

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¿Observamos que en sus temas, hay una constante temperatura y temperamento por relacionarse con el arte del llamado Barroco, por qué?

Por el realismo de la representación pictórica de ese período. Porque entre los temas del barroco está la vida cotidiana y porque durante el barroco se representa al hombre de una manera realista.

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¿Cómo y desde dónde en usted, en su forma de ser, comienza a desarrollarse la conexión que hace con Goya y por qué él, y más en concreto Los Disparates?

La conexión con Goya existe desde muchos años atrás.

De pequeña me encantaron sus pinturas alegres. De éstas recuerdo a  las lavanderas, la gallina ciega, el pelele, el quitasol…

En los 70, cuando estudiaba en Paris asistí a una exposición de Goya en L´Orangerie y luego visité  las salas de Goya en el Museo del Prado; allí descubrí la faceta “oscura” en sus pinturas sobre la guerra y en sus Pinturas negras.

Más adelante empecé a estudiarlo y conocí sus grabados.

Un pintor tan polifacético y una obra tan compleja me impactaron profundamente.

¡Puedo decir que estoy conectada con la obra de Goya, por la manera como representa la condición humana. Y en particular, con Los Disparates, porque éstos tienen un ingrediente adicional: son, o parecen ser, imágenes de sueño o de pesadilla, traídas del inconsciente!

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¿Cuándo se da en usted el deseo de establecer esa relación entre Goya y el Carnaval de Barranquilla y para qué?

El deseo de establecer esa relación se dio en el año 2004 cuando regresé del carnaval y vi las fotografías que había tomado.

El encuentro inicial fue entre la pintura de Goya El pelele y una de mis fotografías del Entierro de Joselito Carnaval. Ahí me dije: ¡Joselito es un pelele!

A partir de allí surgieron imágenes que me hicieron traer a Goya al carnaval de Barranquilla, en la serie que titulé “Crónica de un carnaval con Goya”. Esta es una serie bastante festiva donde el encuentro fue principalmente con los cartones para tapices y con los retratos: era el encuentro con la capa exterior del carnaval y del disfraz.

Creo que establecí esa relación porque el carnaval de Barranquilla es una fiesta popular que tiene raíces españolas, indígenas y negras. Las raíces españolas se manifiestan en algunas danzas, disfraces y festejos del carnaval.

En la serie sobre Los Disparates voy un poco más allá: intento vaciarlos de sentido al establecer su estructura formal, interpretarlos al seleccionar los que para mí son sus protagonistas, y reinterpretarlos poniéndole color a lo que es negro y oscuro y proponiendo visualmente que en el disparate del carnaval los sueños y las pesadillas se hacen realidad!

Tal vez establezco esa relación para convocar a quienes ven y/o viven el carnaval, a que vayan más allá de lo que está en la primera capa del disfraz, de la danza, de la comparsa y de la fiesta!

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La vida atormentada de Goya, sus visiones delirantes y de donde usted extrae el mundo fantástico de Goya que tendrían que ver con el Carnaval de Barranquilla?

Yo creo que la vida atormentada de Goya, sus visiones delirantes y su mundo fantástico están expresados en Los Disparates. Estos  parecen ser la representación pictórica de sus sueños y pesadillas. Sueños y pesadillas que tienen que ver con la vida y la muerte, el amor y el odio, lo femenino y lo masculino, la alegría y la tristeza, lo terrenal y lo fantástico…

El carnaval es el disparate! En el carnaval, al disfrazarse, las personas hacen realidad sus sueños y sus pesadillas. Y proponen una nueva realidad al disfrazarse de marimondas, monocucos, descabezados, monstruos, muerte, diablos, sátiros, animales fantásticos… personajes grotescos, deformes, monstruosos y fantásticos muy cercanos a los de Goya.

Los unos son disparates pintados. Los otros son disparates vividos y representados.

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¿Podría usted hacer con su misma mirada y estudio una serie de esta misma índole y naturaleza, desde otros Carnavales que hay en Colombia o en el mundo?

Creo que no. En el fondo, a pesar de que la obra de Goya trasciende el tiempo y el espacio y a pesar de que todo carnaval es un disparate, yo establecí esa relación con el carnaval de Barranquilla porque dejó en mí huellas de niñez y juventud. Probablemente otros carnavales darían lugar a otra mirada.

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¿Desde su inicial exposición “Erase una vez…” (2002), en qué medida observa y examina usted su evolución sensible y formal, si podemos hablar en esos términos?

Al leer a Machado y escuchar a Serrat, ellos me invitan a decir que en lo personal y en lo formal voy haciendo camino al andar.

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Por: Severo Sarduy (1937-1993)

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Difícilmente puede corroerse una lengua cambiante. Desprendida del modelo castellano y de su rigidez sintáctica o morfológica, variando a la vez por la extensión de los territorios donde se habla y por los elementos halógenos que ha tenido que integrar, el español de América siempre ha estado en ebullición. Poca pesca de origen joyciano en esta red de por sí móvil, injertada en las ruinas de us “orígenes” y en “piezas desprendidas” de la otra América; lengua in progress por definición, y que, al contrario del francés o del inglés, aún puede inventarse: universo en expansión. De ahí nace una condición muy curiosa: América Latina, un trabajo de tipo joyciano en vez de llevar a una desconstitución de la lengua ya hecha, se coloca en el movimiento de una lengua en estado de preconstitución. No se trata de un cuerpo que se vaya a desmembrar, con el que se vaya a “juguetear”, sino de una “fisiología” en formación. A decir verdad, la literatura sudamericana originalmente sólo conoció el joycismo al reconocerse en la cultura católica –humanista- urbana que comparte con Irlanda al hacer fermentar el conjunto cultural recibido.

A fines de los años cuarenta apareció en Argentina una novela de Leopoldo Marechal de título muy explícito: Adán Buenosayres. Adán es un poeta desconocido, de la época de la primera posguerra; dejó dos libros inéditos que un amigo –el narrador de la novela- se cree obligado a publicar. Cuarenta y ocho horas de la vida del héroe, “poeta, joven, católico, tomista y enamorado” (1) describen su recorrido por Buenos Aires desde el momento en que se levanta por la mañana hasta la hora en que vuelve a acostarse por la noche. Inútil insistir en el paralelo, a menudo evidente, entre Adán y su muy respetado modelo, Ulises. Como Dedalus con Mulligan, Adán comienza su periplo con una larga discusión con el filósofo Samuel Tessler. Luego viene el deambular canónico: Adán asiste a una reunión en casa de una dama a la que ama en silencio; luego, en compañía de varios amigos, recorre arrabales, va a un sepelio, discute de literatura, espera turno en un burdel, y regresa borracho, a su apartamento amueblado. Eco literal del Ulises, Adán Buenosayres sólo retiene de la ambición joyciana algo de lo que América tenía enorme necesidad: satisfacer el vértigo de la fundación; reencontrar (inventar) los cimientos míticos de la ciudad a partir de su recorrido compulsivo.

Paradiso,(2) de José Lezama Lima, no es una simple isomorfia del Ulises sino su metáfora: se trata de trasladar al español de América, sobre todo a su teatralidad barroca, la voracidad enciclopédica joyciana, de hacer una novela concebida como ópera bufa, una suma literaria, una “empresa que debe intervenir en su cultura tomada en conjunto, mediante una asimilación completa, una destrucción crítica y una reconstrucción radical” (3) Empresa realizada con tono oratorio –la hinchazón académico-electoral de la conversación cubana-, con un énfasis que remeda la liturgia y la elocuencia sagrada, y que de pronto chotea la desconcentración agresiva con que el cubano aborda los temas más serios.

Igual que Stephen Dedalus, José Cemí –el héroe cuya formación “espiritual” describe Paradiso– tiene predisposición natural al tomismo, y a veces conduce la novela al debate teológico-macarrónico: largos pasajes en los que se enfrentan Fronesis y Cemí ilustran, en latín habanero, la coincidentia oppositorum previamente encarnada en la díada Dedalus/Bloom, Shem/Shaum. En el triángulo Stephen-Bloo-Molly, figura de la Trinidad, se superpone, para un altar sincrético a la cuanba –ofrendas de ron- el triángulo Cemí-Fronesis-Rialta. Si esta última –madre de Cemí- llega, por su vocación mariana, a la cúspide y, a la vez, se encuentra en el origen de Paradiso, libro-cosmos, es a manera de homenaje a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Virgen mestiza, patrona de la catolicidad cubana. Epifanización de un real desorden que descifra desde Dante hasta Joyce, desde el tabaco hasta el azúcar.

En fin, José Trigo, del mexicano Fernando del Paso, y Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, restituyen no ya una temática o un episteme joyciano, sino la serie de artificios estilísticos puestos en clave por Joyce y con los que se busca producir la “sugerencia”. Son analogías sonoras, juegos de palabras, onomatopeyas, aliteraciones y retruécanos que constituyen la urdimbre misma del libro, urdimbre que constituye su “tema”. Desde el título –un trabalenguas cubano- hasta el personaje central quien, no por casualidad, se llama Bustrófedon –manera de escribir, practicada antiguamente en Grecia, que consiste en que un renglón se lee de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda- todo en Tres tristes tigres constituye una apuesta: demostrar que las palabras, una vez liberadas, acaban por significar cualquier cosa y que el sentido no pasa de ser un resultado.

Por encima de todo ello, Joyce en América Latina, posiblemente y ante todo, encarna el inevitable respeto a los tres mandamientos que formuló  practicó con todo rigor el último de los Ulises.

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1. Emir Rodríguez Monegal, Narradores de esta América. Alfa, Montevideo.

2. Umberto Eco, Opera Aperta, Bompiani, 1962; traducción francesa L´Oeuvreouverte, Seuil. (Hay traducción al español.)

3. Paradiso, Era, México, 1968, traducción al francés por Didier Coste, Seuil.

4. Fernando del Paso, José Trigo, Siglo XXI, México; G. Cabrera Infante, tres tristes tigres, Seix Barral, Barcelona, 1965; traducción al francés por Albert Bensoussan, Gallimard, París, 1970.

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Antología. México. Fondo de Cultura Económica. 2000. Págs. 171-173.

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Por: Hans Mayer (1907-2001)

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Hans Mayer

.2. EL EXPRESIONISMO COMO LUCHA DE GENERACIONES

.En el diario de Georg Heym puede leerse: “Yo hubiese llegado a ser uno de los más grandes poetas de no haber tenido tal cerdo por padre.” Con notable regularidad pueden encontrarse similares arrebatos entre otros expresionistas nacidos entre 1887 y 1890, para quienes, por lo tanto, sería decisiva, en su desarrollo espiritual y artístico, la primera década del siglo XX. Por cierto que el año 1887 no ha sido escogido arbitrariamente, pues es el año en que nacieron Georg Heym y Georg Trakl, Jakob von Hoddis y el dramaturgo ReinhardGoering. Gottfried Benn era un año mayor, Werfel y Hasenclever nacieron en el curso de 1890. Así pues, todos eran jóvenes, y también hijos rebeldes.

Bien es sabido que la oposición de las generaciones fue uno de los motivos fundamentales del Expresionismo. Ello va desde el drama expresionistas ejemplar Der Sohn, 1914 (“El hijo”), de Hasenclever hasta la pieza Vatermord, 1914 (“Parricidio”) de Arnolt Bronnen, la cual tuvo que esperar el fin de la guerra para alcanzar un gran éxito, aunque ya antes de 1914 había sido concebida por un “hijo” imberbe.

Hoy, sin embargo, gracias a tantos documentos ha sido posible comprobar que este esquema de la literatura Padre-Hijo no era sólo un clisé literario. En las familias de esos hijos expresionistas se había presentado el conflicto real. Deben haber vivido en un infierno familiar. Sería un gran error hablar aquí de hipersensibilidad de los jóvenes poetas. Estas vidas comienzan casi en forma de clisé, ya sea en Viena (Bronnen), o en Praga (Kafka), en Munich (Becher), en Greifswald (Hans Fallada, cuyo desarrollo muestra una sorprendente similitud con las biografías típicamente expresionistas, aunque sólo en sus primeras novelas Der JungeGoedeschaly AntonundGerdaadopta la dicción expresionista, que inmediatamente había de abandonar) o en Aquisgrán (Hasenclever). Tenemos hoy estremecedores apuntes de Hasenclever; Becher y Fallada son desesperados hijos de grandes juristas, y pasan por dramas juveniles, con intentos de asesinato y de suicidio, y de encubrimiento por complacientes neurólogos. Bronnen lucha enloquecido contra su padrastro, catedrático de la universidad. La enorme y terrible carta de Franz Kafka a su padre resume todo representativamente.

Dos cosas están por comprobarse: que el hogar burgués debió de ser temible en la Alemania imperial, y que la revolución se limitó a las clases burguesas, por lo que debió carecer de toda la furia de una lucha intersocial. Los poetas alemanes del SturmundDrang habían formado antes de 1789 la revuelta de la juventud burguesa contra  la preponderancia de los aristócratas. Más de cincuenta años después, Friedrich Hebbel dramatizaba en la tragedia burguesa María Magdalena la desesperada trayectoria de los pequeños burgueses en su mundo de clase media. Los jóvenes expresionistas de 1910 en un principio siguieron siendo hijos de familia. Aún estaban lejos de pasarse a la posición de enemigos de su clase. No había salida de aquella situación. El parricidio no podía ser una solución, pues padres y burgueses resurgían continuamente. Así, todas estas tragedias individuales parecen al sociólogo un mero inventario de los aparentes problemas que se presentan en el interior de un mundo burgués en desintegración. Un aburguesado partido de los trabajadores no pareció ser una solución. Los conflictos vitales de los verdaderos expresionistas y su literatura: ambos se desarrollan ni más ni menos que en el medio burgués. No sólo se trata de la revuelta de los hijos contra sus padres. También estaba allí la “Lucha de los Sexos”. En el movimiento juvenil burgués, que entre 1907 y 1913 había significado un punto de reunión espiritual de los hijos de burgueses se manifestaron nuevas y notables formas de rebelión: la mocedad contra la vejez; el culto de ser joven; ciertas asociaciones de hombres típicamente alemanas, y formas típicamente alemanas de la huída de las ciudades. Empero, corresponde también a los temas característicos del expresionismo de la preguerra el que por vez primera brote aquí con fuerza una poesía de la gran ciudad. Sin embargo, la gran ciudad de Heym y de Stadler, del joven Becher y del joven Benn muestra rasgos siniestros. Resuena una sofocante añoranza por la vida en el campo, en el pueblo y en el bosque. Lo que esa poesía revelaba se había vivido junto a las fogatas de los excursionistas, en los paseos de los grupos juveniles. Aquí, en las asociaciones de la gente joven se hallaba también un singular ideal de comunidad, idealista y rousseauista. Desde luego, se trataba de una comunidad de los fines de semana, de las vacaciones. Aún no producía ningún contrato social.

Por ello, el estallido de la Guerra Mundial –y ello era de preverse- fue recibido por una buena parte de la juventud como liberación y salida. El delirio del entusiasmo bélico de agosto de 1914 no puede aclararse si sólo se le considera como explosión del nacionalsocialismo. Una forma de vida sin horizontes pareció, por fin, haber sido desechado, mediante una poderosa presión del exterior. El cuartel, la camaradería, el fin de la rutina diaria y de la seguridad burguesa: evidentemente, todo esto terminaba. Creían escapar del mundo del káiser y del burgués, y sólo después de algún tiempo, sin duda hacia 1915, se dieron cuenta de que, en realidad, estaban atendiendo los negocios del káiser y del burgués.

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Traducción de Juan José Utrilla.

De la literatura alemana contemporánea. México. Fondo de Cultura Ecónomica. 1975. Págs. 200-203.

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NIZA

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

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Friedrich Nietzsche

Friedrich Nietzsche

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A Reinhardt von Seydlitz

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Niza, Pensión de Genéve, 12 de febrero de 1888

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Querido amigo: No ha sido un “orgulloso silencio” el que últimamente me ha sellado los labios para casi todo el mundo, sino más bien el humilde silencio de un sufrimiento que se avergüenza de revelar todo lo que padece. Cuando se encuentra enfermo, un animal se agazapa en su guarida: pues lo mismo hace la betephilosphe. Son tan raras las ocasiones en las que acude a mí encuentro una voz amiga. En estos momentos estoy solo, absurdamente solo. En mi inexorable lucha subterránea contra todo lo que hasta ahora han amado y venerado los hombres (mi fórmula es “transmutación de todos los valores”) me he convertido inadvertidamente en algo así como una cueva –algo oculto e imposible de encontrar aun cuando se acuda expresamente en su busca. Pero nadie se dispone a buscarla… Entre nosotros, te diré que no es imposible que yo sea el primer filósofo de mi época, incluso algo más todavía, algo decisivo y fatal enclavado entre dos siglos. Esta singular posición tiene que expiarse constantemente –con una separación siempre creciente, férrea, siempre cortante. ¡Y nuestros buenos alemanes…! En Alemania, a pesar de que ya he cumplido 45 años y he escrito aproximadamente quince obras (entre ellas el non plus ultra, el Zaratustra), ni siquiera han publicado todavía aunque sólo fuera una recensión medianamente digna de consideración, y ni siquiera de uno de mis libros. Se consuelan con palabras como “excéntrico”, “patológico”, “psiquiátrico”. Y no faltan golpes mal intencionados y calumniosos contra mí; en las revistas, ya sean eruditas o no, reina un tono adverso –pero, ¿cómo es posible que nadie proteste contra esta situación? ¿Qué nadie se indigne cuando me dirigen estos insultos? Los años van pasando sin consuelo, sin una gota de humanidad, sin un aliento amoroso.

Bajo semejantes condiciones es preciso irse a vivir a Niza. En esta ciudad hormiguean ahora los ociosos, grecs y otros filósofos, hormiguean “mis semejantes”: y con su habitual cinismo, dios deja que el sol resplandezca mucho más hermosamente sobre nosotros que sobre la muy distinguida Europa del señor Bismarck (que despliega una actividad febril para armarla hasta los dientes y está adquiriendo en la actualidad todas las trazas de un erizo en actitud heroica). Los días tienen aquí una belleza desvergonzada –nunca hemos tenido un auténtico invierno. ¡Y los colores de Niza…! me gustaría mandártelos. Todos los colores filtrados por un reluciente gris plateado; espirituales, colores rebosantes de espiritualidad; ni el mejor vestigio de la brutalidad de los tonos fundamentales. La ventaja de esta región costera entre Alassio y Niza es su proximidad al africanismo en los colores, en las plantas y en la sequedad del aire: algo impensable en el resto de Europa.

Con cuanto placer me sentaría junto a ti y a tu querida y venerada mujer bajo un cielo homérico-feacio… pero no puedo seguir hacia el sur (-los ojos me obligarán pronto a regresar a los insulsos paisajes nórdicos). Escríbeme de nuevo, por favor, y dime cuando estarás de nuevo en München, y perdóname esta lóbrega carta!

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Tú fiel amigo

Nietzsche

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Selección y traducción de EDUARDO SUBIRATS,  a partir de la edición de KARL SCHLECHTA.

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Por: Héctor Rojas Herazo (1921-2002)

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Héctor Rojas Herazo

Héctor Rojas Herazo

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El Nadaísmo fue hasta hace poco una especie de larva de aburrimiento. Nuestros jóvenes vivían en el tedio sin tener la lucidez del tedio. Y el tedio es ese aire enrarecido y morboso que despide la multitud atenazada por el Leviatán capitalista.

Estos muchachos que ahora oscilan entre los quince y  los treinta años, llegaron a la vida como toda juventud, cargados de esperanzas. Venían de lejos desde los orígenes del hombre, con derecho a crecer, a destruirse, como cumple en este juego de la existencia, pero con una íntima y profunda alegría. Y se vieron de manos a bocas con un mundo prefabricado, con un cartabón vital donde incluso la risa y el asombro estaban previstos, cristalizados, cortados a la medida de una vasta y monstruosa emasculación de los instintos.

El ímpetu quedaba, pues, frustrado definitivamente. Este y no otro era el programa que se les ofrecía. Esta y no otra era la vida que debían vivir en medio del olor a gasolina, la triste penumbra de las alcobas, la melancolía de las avenidas, las universidades y los parques.

El amor, el amor poderoso y animal, el entusiasmo de la sangre, la virilidad y el apetito del ser quedaban desterrados en esta etiqueta de la derrota.

Y esta juventud nadaísta, como es lógico, no cree en el infierno ni en el cielo. Cree en la Tierra. Está aquí. Nos recuerda que la existencia es un acontecimiento extraordinario. Que nuestra lucha es entre los frutos, el polvo, los seres y las cosas de la tierra. Por eso no le interesa los tratados. Por eso no le interesa jugar la existencia en una posteridad aleatoria. En el fondo de su ser han abolido todo apetito de salvación o perdición. Son animales tercamente afianzados a su estar, a su historia, a sus instintos. En esto, me parece a mí, radica la magnitud y el desinterés de su ademán. Por eso tienen derecho a que nosotros esperemos en ellos. Recuerdan a los donceles del pozo de Nabucodonosor cantando entre las llamas.

Asistimos, pues a un proceso que se explica creciendo a algo que se hace posible en la medida de su necesidad de expansión. Tal vez como en ningún otro de nuestros movimientos, en el nadaísmo debe cumplirse una función aluviónica. Por inercia, por larvados apetitos, se irán depositando en su cauce una serie de fuerzas insospechadas que le darán un empuje y un esplendor sin antecedentes. Y esto es hermoso.

La labor del nadaísmo es por eso una labor política. Ellos tienen con el desplante, con la brusquedad verbal, con el impulso de la inteligencia que despertar esta sociedad empeñada en sus conformismos y en su onirismo bursátil. El Nadaísmo, por ello mismo vive en germen en cada uno de nosotros. Aún en aquellos que, aparentemente situados en una orilla opuesta lo han hecho posible. Lo importante de esta juventud en su “asumimiento” su virilidad para padecer en carne propia un pecado que pertenece a las anteriores generaciones.

Porque estos nadaístas se han despojado de sus verdades, de sus enlutadas y amargas y trágicas verdades de hombres, con el único y exclusivo objeto de hacer una radiografía, en el orden individual, único en el cual se logran los mayores efectos, de lo que somos como comunidad iletrada.

No se trata de que esta sociedad se dedique a dibujar una gran caricatura de la piedad. Se trata, eso sí, de la auténtica caridad. De esa que anhela transformar, de la raíz a la copa, la equivocación del hombre, y eso que transforma al hombre es la labor que están cumpliendo en Colombia los Nadaístas.

Por eso encarnan el peligro, el frenesí, el desorden, la claridad y la esperanza.

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De la Nada al Nadaísmo. Bogotá. Ediciones Tercer Mundo. 1966. Págs. 7-8.

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Por: R. Buckminster Fuller (1895-1983)

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R. Buckminster Fuller

R. Buckminster Fuller

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Todo esto traerá profundos cambios en la educación. Dejaremos de entrenar a individuos para ser profesores, ya que lo que casi todas las jóvenes que estudian magisterio quieren saber es cómo se van a ganar la vida si no se casan. Gran parte del sistema educacional hoy en día se centra en contestar: “¿Cómo voy a sobrevivir? ¿Cómo voy a encontrar trabajo? Debo ganarme la vida”. Este es el tema prioritario sobre el que trabajamos constantemente: la idea de tener que ganarse la vida. El problema de “¿cómo me voy a ganar la vida?” va a saltar por la ventana de la historia, para siempre, en la próxima década, y la educación va a desembarazarse del coco invisible de las prioridades prácticas. La educación se concentrará primeramente en explorar para descubrir más no sólo sobre el universo y su historia, sino sobre lo que el universo está intentando hacer, sobre por qué el hombre es una parte de él, y sobre cómo podemos y debemos funcionar mejor en nuestra evolución universal.

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Edición a cargo de JOSÉ MARÍA TORRES NADAL.

Selección de artículos e introducción SALVARDOR PÉREZ ARROYO.

Traducción de ANDREA MORALES VIDAL.

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Sin título

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Coja un periódico.

Coja unas tijeras.

Escoja el periódico un artículo que tenga la longitud que piensa darle a su poema.

Recorte el artículo.

Recorte a continuación con cuidado cada una de las palabras que forman ese artículo y métalas en una bolsa.

Agítela suavemente.

Saque a continuación cada recorte uno tras otro.

Copie concienzudamente el poema en el orden en que los recortes hayan salido de la bolsa.

El poema se parecerá a usted.

Y usted es “un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido por el vulgo”.

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Anal´antiphilosophie.

Littérature, nro 15

Julio-agosto de 1920

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Traducción: Maria de la Calonje y Mariano Antolín Rato.

La aventura dada. Ensayo, diccionario y textos escogidos. Georges Hugnet. Madrid. Ediciones Júcar. 1973. Pág. 281.

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Por: Albert Cossery (1913-2008)

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Albert Cossery

Albert Cossery

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Hay que decir en su favor -característica infrecuente entre los poetas- que Yeghen no se consideraba un genio. Pensaba que a los genios les falta alegría. La inmensa empresa de desmoralización que ciertos espíritus considerados superiores ejercían sobre la humanidad le parecía tener que ver con la peor criminalidad. Su estima se dirigía más bien hacia personas anónimas, que no eran ni poetas ni pensadores ni ministros sino simplemente  gentes que estaban henchidos por una alegría nunca extinguida. El verdadero valor para Yeghen se medía por la cantidad de alegría contenida en cada ser. ¿Cómo se podía ser a la vez inteligente y triste? Incluso delante del verdugo, Yeghen no podría haber dejado de ser frívolo; otra actitud le habría parecido hipócrita y lastrada de una falsa dignidad. Así era su poesía; era la lengua auténtica del pueblo entre el que vivía; un lenguaje en el que el humor florecía pese a las peores miserias. Su popularidad en la ciudad indígena equivalía a la del que exhibía monos o a la del titiritero. Yeghen pensaba incluso que sus méritos no estaban a la altura de esos amenizadores públicos; su ambición hubiera sido ser como ellos. En él no había ninguna relación con el literato preocupado por su carrera y por su fama inmortal; no buscaba ni la gloria ni la admiración. Los poemas de Yeghen estaban compuestos con simples palabras cotidianas; se hallaban al alcance de la comprensión tanto de un niño como de un adulto, sentidos con un infalible instinto de la vida, con todo lo que está tiene de más auténtico.

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Traducción: MAURICIO WACQUEZ.

Mendigos y orgullosos. Logroño. Pepitas de calabaza. 2011. Págs. 54-55.

Sin título

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