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Usted ha escrito muchos ensayos y en particular un libro, Hombres y engranajes, sobre el papel deshumanizador de la ciencia, sobre la “robotización” y la “cosificación” del ser humano por la técnica. Tras haber consagrado parte de su vida a la actividad científica ¿qué le llevó a ese cambio de actitud?
Aunque mi formación fue la de físico y matemático, universo en el que me refugié por ser una especie de “paraíso platónico”, abstracto e ideal, un refugio lejos del caos del mundo, rápidamente comprendí que los científicos y su fe ciega en el pensamiento puro, en la razón y en el Progreso, generalmente escrito con mayúsculas, olvidan -cuando no desprecian- aspectos fundamentales del ser humano como el inconsciente, los mitos que están en la raíz del arte, todo lo que forma el “lado oscuro” del ser humano. Descubrí en el romanticismo alemán, pero sobre todo en el existencialismo y el surrealismo, lo que me faltaba como científico puro: el Mr. Hyde que necesita todo Dr. Jeckill, para ser un individuo completo. Cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y las sinuosidades, encontraba el rostro de los hombres y con ellos me quedé.
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Sin embargo, hay grandes autores contemporáneos que han sabido conciliar su formación científica y la creación…
Si, es cierto, pero creo que la división hasta ahora irreconciliable entre ciencia y “humanidades” marca profundamente nuestra época. Desde la Ilustración y el Enciclopedismo, pero sobre todo con el Positivismo, la ciencia se ha refugiado en el Olimpo, lejos del ser humano. El reino de la Ciencia y del Progreso ha sido incuestionable durante buena parte del siglo XIX y del XX, y ha relegado al individuo al papel de engranaje de una gran maquinaria. Los propios sistemas puros del capitalismo y el socialismo han favorecido esta visión que puede parecer esquemática porque lo es, tristemente, en la realidad: individuos ahogados en la masa, los misterios del alma reducidos a una radiación físicamente mensurable.
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Una corriente filosófica se rebela, sin embargo, ya en el siglo XIX contra Hegel y esa “gran catedral” racional edificada sobre el individuo. Pienso en Kierkegaard, sobre el que usted ha escrito muchas páginas.
Kierkegaard es el primero en preguntarse si la ciencia debe prevalecer sobre la vida y en contestar abiertamente que la vida debe primar. El centro no es más que ese “objeto” edificado por la ciencia, sino el “sujeto”, el ser humano de carne y hueso. Todo esto culmina en la filosofía existencial de nuestro siglo, desde Jaspers a Heidegger, para quien el hombre ya no es más el observador “imparcial” de la ciencia, sino un yo encarnado en un cuerpo, ese “ser para la muerte” del que hablaba y que está en la base de la literatura trágica y metafísica, la más alta que puede existir.
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Pero no la única…
Claro, no la única, pero en todo caso es la que más me importa, por su dimensión trágica y trascendente. Basta pensar en una obra como Las memorias del subsuelo de Dostoyevski: la más feroz diatriba escrita con un resentimiento casi demencial contra los tiempos modernos y sus valores de progreso.
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Sin querer hemos llegado a la literatura…
Nada mejor que la novela para expresar lo que no puede el ensayo o la filosofía: los oscuros dilemas de la existencia, Dios, el destino, el sentido de la vida, la esperanza. Además de ideas, la novela responde con símbolos y mitos, con los recursos del pensamiento mágico. Por otra parte, muchos personajes literarios son tan reales como la realidad misma. ¿Es “irreal” Don Quijote? Si real es lo que perdura, entonces es más real ese personaje de Cervantes que muchos objetos de la vida cotidiana…
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La literatura explicaría entonces, la realidad?
Felizmente el arte y la poesía no han separado nunca lo racional de lo irracional, la sensibilidad de la inteligencia, el sueño de la realidad cotidiana. El sueño, la mitología y el arte tiene una raíz común; provienen de la inconsciencia, manifiestan, “revelan”, un mundo que de otro modo no podría expresarse. Pedir al artista que “explique” su obra es absurdo. ¿Se imagina a Beethoven explicando sus sinfonías o a Kafka diciendo claramente qué quiso decir en El proceso? La pretensión de explicar todo “racionalmente” es el resultado de la mentalidad occidental y positivista que caracteriza los “tiempos modernos”. Una era en que se ha sobrevalorado la ciencia, el razonamiento, la explicación. Este tipo de cultura constituye apenas un breve período en la historia de la humanidad.
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¿Cuáles son los signos de nuestra época que lo han llevado a considerar como el fin de un “gran arco de los tiempos modernos”, que comienza a mediados del siglo XIX para terminar en nuestros días?
No hay que confundir las modas literarias con los grandes movimientos del pensamiento. En este formidable y trágico arco hay idas y venidas, hay movimientos laterales o de vaivén, pero lo que es evidente es que estamos asistiendo al fin de una época. Vivimos la crisis de una civilización y de un cierto enfrentamiento entre las eternas fuerzas de la pasión y el orden, entre el pathos y el ethos, entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
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¿Cómo podrá la humanidad superar esa crisis?
Sólo saldremos de esta angustiosa crisis si rescatamos al hombre que vive y sufre entre el chirrido de los engranajes de esa gigantesca maquinaria que nos está aniquilando. Aunque es bueno recordar, en vísperas del nuevo milenio, que los siglos no terminan para todos al mismo tiempo, al son de un silbato único. En el siglo XIX, cuyo pilar es el Progreso escrito con mayúsculas, hay escritores como Nietzsche y Kierkegaard, que no pertenecen sólo a su tiempo sino que, en medio del optimismo cientificista, percibieron la catástrofe que se nos venía encima y que luego escritores como Kafka, Sartre y Camus reconocieron.
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¿Es ésa acaso la razón por la que usted ha negado la existencia de un “progreso” en el arte?
El arte no progresa por el mismo motivo que no progresan los sueños. ¿Acaso las pesadillas de nuestra época son mejores que las de la época del bíblico José? La matemática de Einstein es superior a la de Arquímedes. Pero el Ulises de Joyce no es “superior” a la Odisea de Homero. Hay un personaje de Proust, una de esas señoras ridículas, que cree que Debussy es superior a Beethoven nada más que porque viene después. No estoy seguro de los músicos, pero sí de la brillante broma de Proust. Un artista logra cada vez lo que podríamos llamar un absoluto, o un fragmento del Absoluto con mayúscula. Así sea una estatua de la época del naturalismo griego o una estatua de Donatello. En el arte, pues, no hay progreso: hay cambios, alteraciones, que provienen no sólo de la sensibilidad de cada artista sino también de la metafísica, explícita o tácita, de la época, de su cultura. Lo que s es cierto es que cada época, aunque sea posterior a otra, no tiene por qué ser necesariamente más apta para descubrir esos valores absolutos.
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¿No cree usted, entonces, que haya valores estéticos universalmente compartidos?
Hay una relatividad histórica que se traduce en una relatividad estética. Cada época tiene un valor dominante que tiñe todo lo demás según su color. En unas culturas reina por encima de todo un valor religioso, o uno económico o un teorético. Basta pensar en una cultura religiosa que cree en la eternidad. Para ella es más “verdadera” la estatua de Ramsés II, hierática y geométrica, que una estatua naturalista. La historia demuestra que lo que ha sido considerado como paradigma para una cultura negra no lo es en una cultura blanca. Las valoraciones de poetas, pintores y músicos van y vienen, su fama crece o decrece, como en una balanza.
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¿Es posible hablar de la primacía de una cultura sobre otra?
¡Qué lejos estamos hoy de la soberbia positivista y del “pensamiento ilustrado” en general! A partir de Lévy-Bruhl, un sabio honesto que, después de cuarenta años de trabajos, admitió que no hay progreso del pensamiento lógico sobre el mágico, sino que ambos coexisten en el hombre, todas las culturas merecen el mismo respeto. Se ha terminado por hacer justicia a las culturas a las que antes se llamaba peyorativamente “primitivas”.
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¿Usted se ha manifestado insatisfecho con la enseñanza tal como se la imparte hoy en liceos y universidades. ¿Cuáles son sus principales críticas?
A lo largo de mis estudios primarios y secundarios me inyectaron un montón de informaciones y conocimientos que he olvidado. De los infinitos puntas y cabos que memoricé sólo me han quedado el cabo de la Buena Esperanza y al el cabo de Hornos, seguramente porque a cada paso aparecen en los periódicos. Alguien ha dicho que la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado la erudición. El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento y la invención. Debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar. De otra manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de biblioteca y loros repetidores de libros santificados. El libro es una magnífica ayuda, cuando no se convierte en un estorbo.
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¿Cuál es a su modo de ver la misión del educador?
En el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar hacia afuera lo que aun está en germen, realizar lo que sólo existe en potencia. Esta labor de “partero” del maestro muy raramente se lleva a cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema educativo. Hay que forzar al discípulo a plantearse interrogantes, no sólo para prepararlo para la investigación, sino para “pensar” por sí mismo, para discrepar incluso. También hay que equivocarse, ensayar preguntas y métodos, pro muy disparatados que parezcan. Una vez en esa disposición espiritual el alumno comprende que la realidad es infinitamente más vasta y misteriosa que lo que nuestra ciencia domina. Lo demás viene por su propio peso. Ahí nacen las preguntas, las verdaderas, las que hacen la dinámica de la cultura, la tradición y la renovación. Como decía Kant, no hay que enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. La educación debe basarse en un sistema al modo de los Diálogos de Platón, que suscite los interrogantes y nos haga tomar conciencia de nuestra esencial ignorancia, un sistema dialogante, conversacional.
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¿Algún ejemplo concreto?
Hace muchos años, mientras recorría la Patagonia en un jeep, el ingeniero forestal Lucas Tortorelli me explicaba el dramático avance de la estepa en cada incendio de bosques y la función defensiva de los cipreses en esos casos: duros y estoicos, aguantando la adversidad, cubriendo a toros árboles como una legión suicida de retaguardia. Entonces pensé lo que podría llegar a ser la enseñanza de la geografía si se la vinculara con la lucha de las especies, con la conquista de los mares y continentes, con una historia del hombre patéticamente unida a las condiciones terrestres. Aventura que el discípulo debe sentir como tal, en un combate emocionante contra las potencias de la naturaleza y la historia. No enciclopedismo muerto, ni catálogo, ni ciencia hecha, sino conocimientos que se van haciendo cada vez en cada espíritu, como una forma de participar en esa historia milenaria. Así, por ejemplo, los accidentes geográficos, las montañas, golfos y mares de la geografía americana quedarían grabados de modo indeleble, y de manera existencial, no meramente informativa, si se los enseñara a través de aventuras de grandes exploradores como Magallanes o conquistadores como Cortés. No información, sino formación. “Saber de memoria no es saber”, sostenía Montaigne. ¡Cuánta geografía y etnología puede aprender un adolescente que lee La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne! Hay que promover el asombro ante los profundos y misteriosos problemas que plantea la realidad. A poco que se considere, “todo” es asombroso. Estamos embotados por la costumbre y ya nada nos sorprende. Hay que recuperar esa virtud: la capacidad de asombro.
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Usted ha llegado, incluso, a preconizar una enseñanza “al revés”, empezando por el presente y remontándose al pasado…
Sí, creo que la mejor manera de interesar a los estudiantes por la literatura sería partir de los escritores contemporáneos que tienen un lenguaje y una problemática más cercanos a las angustias y esperanzas de los jóvenes. Sólo entonces podría apasionarse con lo que Homero o Cervantes escribieron sobre el amor y la muerte, sobre la desdicha y la esperanza, sobre la soledad y el heroísmo. El mismo método podría aplicarse a la historia: remontar las raíces de la actualidad, encontrar el origen de los problemas.
Además no hay que pretender enseñarlo todo. Hay que enseñar pocos episodios y problemas, desencadenantes, estructurales. Y pocos libros, pero leídos con pasión, única manera de vivir algo que no se convierta en un cementerio de palabras. Lo único que vale es lo que se lee por necesidad espiritual. Porque el seudo enciclopedismo está siempre unido a la enseñanza libresca, que es una forma de la muerte. ¿Acaso no hubo cultura antes de la invención de Gutenberg?
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Durante años usted ha denunciado la amenaza de un holocausto nuclear, del armamentismo y de la polarización ideológica del mundo. Frente a los cambios acelerados de los últimos años, por no decir de los últimos meses ¿considera usted que esos peligros están en vías de desaparecer?
No estoy tan seguro. Por un lado, porque la proliferación de la energía nuclear es un hecho. Muchos países tienen “bombas atómicas” de bolsillo y no es imposible imaginar una reacción en cadena a partir de un terrorista irresponsable. Pero éste aspecto meramente “físico” de la cuestión, por muy espantoso que pudiera ser. Lo que creo verdaderamente serio es la catástrofe espiritual de nuestra época: el triste resultado de la proscripción de las fuerzas de nuestro inconsciente en la sociedad contemporánea. Vivimos una época de neurosis, de angustia e inestabilidad que se traducen en la proliferación de enfermedades psicosomáticas, en la violencia y la drogadicción. No es un problema policial, sino filosófico. Hasta hace poco, las regiones “periféricas” del mundo escapaban a este proceso. En Oriente, por ejemplo, las tradiciones cosmogónicas y filosóficas aseguraban una cierta armonía del hombre con el mundo. En Africa y Oceanía pasaba otro tanto. Sin embargo, la invasión brutal y desenfrenada de la técnica y de los valores occidentales han provocado verdaderos desastres. Los “capitanes” de la revolución industrial han llevado -para dar un solo ejemplo- “trapos” fabricados en Manchester a pueblos capaces de producir hermosos textiles. Creo que esta “catástrofe espiritual” puede terminar en una espantosa explosión psicológica y espiritual, con suicidios en cadena y fenómenos de histeria y locura colectivos. Las tradiciones milenarias no se superan con la producción masiva de transitores.
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¿No hay notas positivas en este panorama?
Sí, puede ser, pero en general pienso que pertenezco a una raza en extinción. Creo en el diálogo, creo en el arte, creo en la dignidad de la persona, creo en la libertad. ¿Quiénes y cuántos creen todavía en esas paparruchas? El diálogo ha sido reemplazado por el insulto, la libertad por el secuestro y las cárceles políticas, de un signo o del signo inverso. ¿Qué diferencia hay entre una dictadura policial de derecha y una de izquierda? ¡Qué atrasado soy! Creo en la gris y mediocre democracia, la única que en definitiva permite pensar libremente y preparar una sociedad mejor.
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Correo de la Unesco. París. Agosto. 1990. Págs. 4-9.
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