Por: Severo Sarduy (1937-1993)
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Difícilmente puede corroerse una lengua cambiante. Desprendida del modelo castellano y de su rigidez sintáctica o morfológica, variando a la vez por la extensión de los territorios donde se habla y por los elementos halógenos que ha tenido que integrar, el español de América siempre ha estado en ebullición. Poca pesca de origen joyciano en esta red de por sí móvil, injertada en las ruinas de us “orígenes” y en “piezas desprendidas” de la otra América; lengua in progress por definición, y que, al contrario del francés o del inglés, aún puede inventarse: universo en expansión. De ahí nace una condición muy curiosa: América Latina, un trabajo de tipo joyciano en vez de llevar a una desconstitución de la lengua ya hecha, se coloca en el movimiento de una lengua en estado de preconstitución. No se trata de un cuerpo que se vaya a desmembrar, con el que se vaya a “juguetear”, sino de una “fisiología” en formación. A decir verdad, la literatura sudamericana originalmente sólo conoció el joycismo al reconocerse en la cultura católica –humanista- urbana que comparte con Irlanda al hacer fermentar el conjunto cultural recibido.
A fines de los años cuarenta apareció en Argentina una novela de Leopoldo Marechal de título muy explícito: Adán Buenosayres. Adán es un poeta desconocido, de la época de la primera posguerra; dejó dos libros inéditos que un amigo –el narrador de la novela- se cree obligado a publicar. Cuarenta y ocho horas de la vida del héroe, “poeta, joven, católico, tomista y enamorado” (1) describen su recorrido por Buenos Aires desde el momento en que se levanta por la mañana hasta la hora en que vuelve a acostarse por la noche. Inútil insistir en el paralelo, a menudo evidente, entre Adán y su muy respetado modelo, Ulises. Como Dedalus con Mulligan, Adán comienza su periplo con una larga discusión con el filósofo Samuel Tessler. Luego viene el deambular canónico: Adán asiste a una reunión en casa de una dama a la que ama en silencio; luego, en compañía de varios amigos, recorre arrabales, va a un sepelio, discute de literatura, espera turno en un burdel, y regresa borracho, a su apartamento amueblado. Eco literal del Ulises, Adán Buenosayres sólo retiene de la ambición joyciana algo de lo que América tenía enorme necesidad: satisfacer el vértigo de la fundación; reencontrar (inventar) los cimientos míticos de la ciudad a partir de su recorrido compulsivo.
Paradiso,(2) de José Lezama Lima, no es una simple isomorfia del Ulises sino su metáfora: se trata de trasladar al español de América, sobre todo a su teatralidad barroca, la voracidad enciclopédica joyciana, de hacer una novela concebida como ópera bufa, una suma literaria, una “empresa que debe intervenir en su cultura tomada en conjunto, mediante una asimilación completa, una destrucción crítica y una reconstrucción radical” (3) Empresa realizada con tono oratorio –la hinchazón académico-electoral de la conversación cubana-, con un énfasis que remeda la liturgia y la elocuencia sagrada, y que de pronto chotea la desconcentración agresiva con que el cubano aborda los temas más serios.
Igual que Stephen Dedalus, José Cemí –el héroe cuya formación “espiritual” describe Paradiso– tiene predisposición natural al tomismo, y a veces conduce la novela al debate teológico-macarrónico: largos pasajes en los que se enfrentan Fronesis y Cemí ilustran, en latín habanero, la coincidentia oppositorum previamente encarnada en la díada Dedalus/Bloom, Shem/Shaum. En el triángulo Stephen-Bloo-Molly, figura de la Trinidad, se superpone, para un altar sincrético a la cuanba –ofrendas de ron- el triángulo Cemí-Fronesis-Rialta. Si esta última –madre de Cemí- llega, por su vocación mariana, a la cúspide y, a la vez, se encuentra en el origen de Paradiso, libro-cosmos, es a manera de homenaje a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Virgen mestiza, patrona de la catolicidad cubana. Epifanización de un real desorden que descifra desde Dante hasta Joyce, desde el tabaco hasta el azúcar.
En fin, José Trigo, del mexicano Fernando del Paso, y Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, restituyen no ya una temática o un episteme joyciano, sino la serie de artificios estilísticos puestos en clave por Joyce y con los que se busca producir la “sugerencia”. Son analogías sonoras, juegos de palabras, onomatopeyas, aliteraciones y retruécanos que constituyen la urdimbre misma del libro, urdimbre que constituye su “tema”. Desde el título –un trabalenguas cubano- hasta el personaje central quien, no por casualidad, se llama Bustrófedon –manera de escribir, practicada antiguamente en Grecia, que consiste en que un renglón se lee de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda- todo en Tres tristes tigres constituye una apuesta: demostrar que las palabras, una vez liberadas, acaban por significar cualquier cosa y que el sentido no pasa de ser un resultado.
Por encima de todo ello, Joyce en América Latina, posiblemente y ante todo, encarna el inevitable respeto a los tres mandamientos que formuló practicó con todo rigor el último de los Ulises.
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1. Emir Rodríguez Monegal, Narradores de esta América. Alfa, Montevideo.
2. Umberto Eco, Opera Aperta, Bompiani, 1962; traducción francesa L´Oeuvreouverte, Seuil. (Hay traducción al español.)
3. Paradiso, Era, México, 1968, traducción al francés por Didier Coste, Seuil.
4. Fernando del Paso, José Trigo, Siglo XXI, México; G. Cabrera Infante, tres tristes tigres, Seix Barral, Barcelona, 1965; traducción al francés por Albert Bensoussan, Gallimard, París, 1970.
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Antología. México. Fondo de Cultura Económica. 2000. Págs. 171-173.
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