Contrariamente a lo que cabría esperar, el jardinero no sale de una semilla, ni de una yema, ni de una cebolla, ni de un bulbo, ni de un mugrón: se convierte en jardinero por la experiencia, bajo la influencia del vecindario y de las condiciones naturales. Mientras fui joven, tenía para con el jardín de mi padre la actitud de un enemigo e incluso de un destructor, porque tenía prohibido pisar los arriates y coger los frutos verdes. Adán también tenía prohibido en el Paraíso Terrenal pisar los arriates y coger los frutos del Árbol del Conocimiento, porque todavía no estaban maduros; sólo que Adán –como nosotros, los niños- cogió el fruto verde y, por esta razón, fue expulsado del Paraíso. Desde aquel momento, y para siempre, el fruto del Árbol del Conocimiento sigue estando verde.
Mientras está en la flor de la juventud, uno piensa que una flor es algo que se pone en el ojal y que se ofrece a las muchachas. No se tiene absolutamente ningún sentimiento de que una flor es algo que inverna, que se labra, se abona, se riega, se trasplanta, algo que hay que podar, atacar, escardar, librar de los líquenes, las hojas secas, el pulgón y los mohos; en vez de labrar los arriates uno anda de picos pardos, satisface su ambición, goza de los frutos de la vida que no ha hecho brotar él mismo y, en suma, tiene una actividad puramente destructiva. Se necesita cierta madurez, diría incluso cierta edad de paternidad para poder convertirse en jardinero aficionado. Por otra parte, es necesario tener un jardín. Generalmente se encarga a un jardinero profesional, y uno se dice que irá a dar una vuelta por el jardín después del trabajo para gozar de la visión de las flores y escuchar el gorjeo de los pájaros.
Un buen día, plantáis con vuestras propias manos una flor (en mi caso fue una jusbarba); en el transcurso de la operación, por un arañazo o de cualquier otro modo, un poco de tierra penetra en vuestro organismo y determina una especie de inflamación o de intoxicación; en una palabra, os convertís en jardineros fantásticos. Sólo se ha enviscado una pata y el pájaro entero ha quedado atrapado. Otras veces uno se convierte en jardinero porque se contamina de los vecinos; veis, por ejemplo, en casa de vuestro vecino una planta magnífica y os decís: “Al diablo, ¿por qué no podría tener una yo también? ¡Y sería bonito ver que en mi casa se da mejor!” A partir de entonces el jardinero se hunde cada vez más profundamente en esta pasión nueva, alimentada por los éxitos y sobreexcitada por los fracasos posteriores; la codicia del coleccionista nace en él y le empuja a cultivar todas las plantas, siguiendo el orden alfabético desde la Acaene hasta la Zauschneria. Posteriormente se desarrolla en él la pasión de la especialización, que hace de un hombre hasta entonces refractario a un maníaco exaltado que no vive más que para las rosas, las dalias o alguna otra planta. Otros sucumbirán a la pasión estética y se pondrán a transformar sin cesar, a cambiar, a modificar la composición de su jardín: buscarán armonías de colores, trasplantarán matas de plantas y cambiarán de arriba abajo todo lo que crece en su casa, excitados por que se ha dado en llamar la inquietud creadora. Que nadie se imagine que la verdadera jardinería consiste en una actividad bucólica y meditativa: es una pasión que no se puede saciar, como todo aquello a lo que se consagra un hombre serio.Os diré en qué podéis reconocer a un verdadero jardinero. “Tiene que venir a verme un día –os dice-, es necesario que le haga visitar mi jardín”. Cuando vais, para complacerle, veis su trasero sobresaliendo entre las plantas. “Enseguida estoy con usted –dice por debajo de los brazos-, el tiempo de plantar esto”. “Por favor, no se moleste”, decís amablemente. Al cabo de un rato, sin duda ha terminado de plantar; en todo caso, se levanta, os ensucia la mano y, con el rostro radiante de hospitalaria benevolencia, dice: “Venga a ver: es un jardín pequeño, es cierto, pero… un momento”, dice; y se inclina sobre una arriate para arrancar unas malas hierbas. “Venga, pues, le voy a enseñar un Dianthus Musalae, ya verá como le gustará. ¡Dios mío, me olvide de cavar aquí”, dice, mientras se pone a raspar el suelo. Al cabo de un cuarto de hora, se endereza: “Ah, quería enseñarle esta campanilla, la Campanula Wilsonae. Es la campanilla más bonita que… Espere, tengo que sujetar esta Delphinium”. Cuando lo ha hecho, reflexiona: “Ah sí, usted quiere ver mi Erodium. Un minuto –gruñe-, el tiempo de trasplantar este Aster, tiene demasiado poco espacio”. Tras lo cual, os marcháis de puntillas, dejando su trasero sobresaliendo entre las plantas.Y cuando después os volvéis a encontrar con él, os dic: “Tiene que venir necesariamente a hacerme una visita; tengo una rosa como nunca hará visto otra igual. Entonces ¿vendrá? ¿Sin falta?”
Venga, vayamos a hacerle una visita y observémosle, a lo largo de todo el año.
Ilustraciones de JOSEF CAPEK
Traducción de ESTEVE SERRA
El año del jardinero. Palma de Mallorca. José J. de Olañeta, Editor. 2009. Págs. 13-16.
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