Por: Walt Whitman (1819-1892)
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Enero 1 de 1880.- Al diagnosticar esta enfermedad llamada humanidad –y admitiendo que ella sea la característica predominante de Poe- he pensado que los poetas actuales presentan los más acusados síntomas de ella. Si abarcamos a los artistas en masa –músicos, pintores, actores, etc.- y los consideramos a todos y a cada un como a radios de esta remolineante rueda, la poesía, centro y eje del todo, ¿dónde podrán investigarse mejor las causas, desarrollo y aspectos principales del mal de la época?
Por consenso común no hay nada mejor para un hombre o mujer que una vida perfecta y noble, moralmente sin tacha, felizmente equilibrada en la actividad, físicamente sana y pura, ofreciéndose en las justas proporciones el emocional elemento humano –una vida sin apresuramiento, incansable hasta el fin-. Y no obstante existe otra forma de personalidad más cara en el sentido artístico (que se complace con el juego de luces y sombras más acentuadas), en la que el carácter perfecto, lo bueno, lo heroico, si bien jamás alcanzado, nunca se pierde de vista, sino que vuelve constantemente a él a través de fracasos, dolores y caídas temporales; y a pesar de que se le viole tan a menudo, se mantiene firmemente mientras la mente, los músculos y la voz obedezcan a esa fuerza que llamamos volición. Esa clase de personalidad la observamos más o menos en Burns, Schiller, Byron y George Sand. Pero no en Edgar Allan Poe. (Esto es el resultado de la frecuentación, durante los tres últimos años, de su volumen de poesías –lo llevaba en mis paseos hacia el estanque y allí lo leía-.) En cuanto al carácter señalado anteriormente, el servicio prestado por Poe es realmente ese entero contraste y contradicción el que contribuye más que nada a ejemplarificarlo. Prácticamente carentes de aquel signo de principio moral, o de solidez en lo concreto del heroísmo o de los más simples afectos del corazón, los versos de Poe denotan una intensa facultad para la belleza técnica y abstracta, con el arte de rimar hasta el exceso; una incorregible propensión a los temas nocturnos, un demoníaco fondo sombrío en cada página –en último caso se cuentan entre los faros de la literatura imaginativa, brillantes y cegadores, pero sin calor-. Existe un increíble magnetismo en la vida y reminiscencias del poeta, como también en los poemas. Para quien pueda descubrir las sutiles huellas retrospectivas, esto último servirá de estrecho nexo entre el nacimiento y antecedentes del autor, su infancia y juventud, su físico, su educación, sus estudios y vinculaciones, los círculos literarios y sociales de Baltimore, Richmond, Filadelfia y Nueva York de aquella época, no solamente los lugares y circunstancias en sí mismos, sino a menudo, muy a menudo, en el extraño desprecio y rechazo que todo esto le inspiraba.
Lo que sigue, extraído del Washington Post del 16 de noviembre de 1875, más o menos en la fecha que se efectuó en Baltimore la remonición de los restos del poeta y la erección de un monumento en su tumba, tal vez nos permita ir un poco más lejos en torno a su interesante figura y a su influencia en nuestro tiempo:
“Estando de visita en Washington por aquel entonces, “el viejo gris” se dirigió a Baltimore, y a pesar de la parálisis consintió en ir, mansa y silenciosamente, a ocupar un asiento en la tribuna, pero se negó a pronunciar cualquier discurso, alegando: “Un incontenible impulso me ha traído hasta aquí para sumar mi recuerdo al homenaje a Poe, pero no siento el menor deseo de pronunciar un discurso.” En un círculo más íntimo, después de la ceremonia, dijo Whitman: “Durante mucho tiempo y hasta hace poco, sentí disgusto por los escritos de Poe. Deseaba, y todavía sigo deseando por la poesía, el calo sol brillante y el soplo de aire fresco –la fuerza y el poder de la salud, no del delirio, hasta en medio de las más tempestuosas pasiones- siempre en el fondo la moral eterna. Sin conformarse a estos requerimientos, el genio de Poe ha alcanzado un especial reconocimiento por sí sólo, y así lo admito plenamente, apreciando de igual modo la obra y el poeta.”
“En un sueño vi una vez un buque en el mar, a media noche, en medio de una tempestad. NO era un barco plenamente equipado, ni un majestuoso vapor avanzando firmemente, sino que parecía uno de esos soberbios yates que frecuentemente vi anclados, meciéndose graciosamente en las aguas de Nueva York o Long Island. Navegaba sin control con las velas deshechas y los mástiles rotos por la furiosa ventisca de nieve y las olas. Sobre la cubierta se encontraba la hermosa y esbelta figura de un hombre, disfrutando, al parecer, del terror, la lobreguez y el disloque, del cual él era el centro y víctima. Esta figura de mi sombría pesadilla podría ser un exponente de Edgar Poe, su espíritu, su suerte y sus poemas; ellos mismos no son sino espeluznantes pesadillas.”
Podría decirse mucho más, pero quiero insistir en la idea ya expuesta al principio. Los calibres de una época se miden de manera inequívoca por sus poetas populares, por sus corrientes subterráneas, en ocasiones más significativas que las de la superficie. Lo lujurioso y lo macabro que tanta difusión consiguieron entre los poetas del siglo XIX, ¿qué significan? La gradual tendencia hacia lo mórbido, o refinamiento técnico-; la inmolación de los fundamentos democráticos reales y perennes, el cuerpo, la tierra y el mar, el sexo, etcétera, y su sustitución por cosas artificiosas, ¿qué relación guardan con los estudios patológicos actuales?
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Traducción de: Francisco J. Herranz.
Días ejemplares de América. Buenos Aires. Los libros de Plon. 1980. Págs. 153-154.