Por: Jean Luc-Godard (1930-)
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A la pregunta ¿Qué es el Arte? la crítica moderna responde sólo con dudas, porque le asustan un poco sus propias ilusiones. Pero borremos éstas del panorama y obtendremos entonces una imagen aterradora: la bancarrota del arte contemporáneo aparece en toda su extensión. ¿No os dais cuenta de que el arte ha abandonado lo que durante siglos fue el orgullo de los más grandes maestros, léase “artesanos menores”: el retrato individual? Los falsos razonamientos vinieron luego a justificar estos excesos. ¿Acaso no resulta muy curioso que hoy sea necesario admirar y elogiar a Matisse, al final de su vida, la finura del trazo, algo que en tiempos de Boticelli o Tiziano, e incluso de Ingres o David, era para los pintores una simple cuestión escolar?
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Se puede despreciar, claro está, la falta de gusto de Aragon y protestar contra su elogio excesivo de la pintura soviética, pero en todo caso hay que aplaudir la forma en que el autor de Libertinaje condena lo que otrora parecía admirar. Nuestro hombre es demasiado consciente de las promesas del arte moderno para no desconfiar. Preciarse de tener veleidades metafísicas es de buen tono en los salones. Es la moda. Pero no juzguemos el poder de ésta. Por ella, las ideas, como las mujeres, aceptan afearse. La moda es algo que logra ridiculizar a la juventud y hacer de la belleza algo peligroso. Esta absurda oposición del artista a la naturaleza es tanto más absurda y vanidosa cuanto que nada, ni Manet, ni Schumann, ni Dostoievski, la prefiguraba. ¡Pobre novela, que hace del equívoco su máxima ambición! ¡Pobre pintura, que sufre de horror al parecido! En pocas palabras, yo elogiaría sin reservas a Aragon, si, a su vez, éste deplorase la moral mil veces demasiado ambigua de nuestra época y su arte.
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¡Y qué!: ¿nos avergonzamos acaso de un arte piadosamente realista, el cine, si no fuera porque un malvado deseo de transformar el mundo nos roe por dentro? Pero es que en el cine la creación artística no consiste en pintar nuestra alma en las cosas, sino en pintar el alma de las cosas. Hay un precioso instante de Madame Bovary, de Jean Renoir, cuando al salir Emma y León de la iglesia creemos sentir el dolor de las piedras y, junto con él el insípido brillo de la existencia en Ruán y las frustradas ambiciones de Emma Bovary.
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Sin embargo, el hecho de que un paisaje sea un estado de ánimo no implica necesariamente que la poesía se capte sólo por casualidad, tal como quieren hacérnoslo creer nuestros excesivamente listos documentalistas, sino que el orden de las cosas responde al sentimiento y el espíritu. Después de todo, el genio de Flaherty no está muy lejos del de Hitchcock, y Nanouk acechando su presa es similar al asesino que espera a su víctima; hay que identificar en el tiempo el deseo que lo devora, en el sufrimiento la falta y en el placer el temor y el remordimiento, y hacer del espacio el lugar palpable de nuestras inquietudes. El arte nos ata antes que nada por lo que revela de más secreto en nosotros. Y de lo que quiero hablar es de esta especie de profundidad. Naturalmente, ella supone una idea del hombre que no es revolucionaria y que, desde Griffith hasta Renoir, los grandes cineastas han sido demasiado conservadores para atreverse a rechazar. De modo que a la pregunta ¿Qué es el cine?, yo respondería primero que nada: es la expresión de los bellos sentimientos.- (H.L.)
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(Les Amis du Cinéma, nro 1, octubre de 1952.)
Traducción de Gustavo Londoño.
Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard. Barcelona. Barral Editores. 1971. Págs. 27-28.
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