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Archive for 9 de abril de 2024

AURORA (1887)

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

481.

Dos alemanes.- Si comparamos a Kant y Schopenhauer con Platón, Spinoza, Pascal, Rousseau, Goethe, no en el talento, sino en el alma, se advertirá que los dos primeros pensadores quedan en posición desfavorable: sus ideas no representan la historia de un alma apasionada, no hay en ellas una novela que adivinar, nada de crisis, de catástrofes, de horas de angustia; su pensamiento no es al mismo tiempo la biografía involuntaria de un alama; en el caso de Kant es la de un cerebro y en el caso de Schopenhauer la descripción y el reflejo de un carácter (de un carácter inmutable), y en ambos el placer que produce por sí mismo el espejo, es decir, la alegría de hallar una inteligencia de primer orden. Kant se nos presenta, al transparente detrás de sus ideas, honrado en toda la extensión de la palabra, pero insignificante; carece de amplitud y de potencia; ha vivido pocas cosas, y su manera de trabajar le roba el tiempo que necesitaría para vivir: no hablo, entiéndase bien, de groseros acontecimientos exteriores, sino de las oscilaciones y los destinos a que está sujeta el alma más solitaria y silenciosa, cuando tiene sus ocios y se consume en la pasión y en la meditación. Schopenhauer tiene cierta ventaja sobre aquel. Posee al menos cierta fealdad violenta del carácter, en el odio, en los deseos, en la vanidad, en la desconfianza; tiene inclinaciones más feroces, y por su parte tuvo tiempo y ocio para permitirse esa ferocidad. Pero le faltaba la evolución, lo mismo que faltaba a su círculo de ideas; no tenía historia.

Versión española de Pedro González Blanco

Aurora. Meditación sobre los prejuicios morales. Palma de Mallorca. Jose J. Olañeta. 1984. Pág. 178.

KANT, EL SER PARA OTRO Y LA METÁFORA DEL TEATRO

Por: Augusto Solórzano (19-)

El gran aporte que W. Gilpin y de U. Price hicieron para la conformación de una teoría alrededor de lo pintoresco fe el mostrar que la naturaleza no era algo trascendente, y que en razón de ello, ésta podía ser convertida en un motivo de placer cercano y asequible para todos. Esta idea fue precisamente la que dio origen a la conformación de un jardín paisajístico inglés (1) en el que aparta de hacer latente un discurso, un diseño y un intercambio de significados con la pintura, propicio también, un espacio para que todos aquellos objetos que escapaban a la regularidad de la forma fueran tenidos en cuenta por sus características singulares. Esta perspectiva ha sido la que ha despertado el interés de la gran mayoría de teóricos del arte, quienes se han inclinado más a evaluar la producción y los logros de los artistas de este período, que por estudiar la manera en que lo pintoresco –una vez logra liberar el ojo y la imaginación- configura un nuevo orden de la mirada que captará el mundo de una forma totalmente diferente, y que en razón de dicha configuración, emergerá una nueva manera de socialización entre los individuos fundamentada por lo agradable.

Tal vez la mejor manera para describir cómo los individuos se socializan a partir de este nuevo orden de la mirada y del deseo, sea a través de la metáfora del teatro (2) que también propone I. Kant para el campo de la ética y de la moral, la metáfora que por demás da cuenta de cómo la sociabilidad y la moralidad son fomentadas de forma directa e indirecta a partir del juicio del gusto (3)

La referencia que aparece en su famosa Antropología en el sentido pragmático, es muy sencilla: el mundo es una especie de teatro de lo humano en el que simultáneamente cada persona tiene un papel de actor y otro de espectador dentro de una gran obra llamada simplemente mundo. Podemos conocer el mundo en la medida en que asumimos el papel de espectadores, o bien, podemos tener este mundo a través del rol del actor. Interesa esta alusión aquí, ya que las formas de socialización que provienen de lo pintoresco están basadas en gran parte en esa simultaneidad y cambio constante de roles. A partir de esta convergencia es que emerge libremente la condición de ser para el otro, según la cual, cualquiera de nosotros, en un momento dado, puede ser convertido en motivo pintoresco o curioso para ser contemplado y disfrutado por alguien, bien sea en el rol de un actor que participa individual o colectivamente en una fiesta cuya ocasión es el espectáculo mismo o, sencillamente como espectador que registra al otro, a la naturaleza y a los objetos como simples motivos interesantes para ser observados.

Si se quiere entender la raíz de este problema (4), basta con volcar la mirada al ejemplo que propone Valeriano Bozal de aquel fotógrafo callejero, quien a pesar de ganarse difícilmente la vida, es captado por la mirada del ávido turista como un motivo más del paisaje: cuando el espectador visualiza la tarea del otro como una imagen pintoresca de labor placentera, borra de un tajo el esfuerzo doloroso, la miseria y el trabajo mismo. El otro es puesto en escena y es convertido en motivo de contemplación y gozo temporal para el deleite de quien lo observa. Los lazos pasajeros que a partir de esta experiencia se establecen tienen como esencia misma lo placentero, razón por la cual, predomina un acuerdo tácito de que uno se puede retirar a voluntad, unilateralmente, dado que no se ha establecido con la contraparte ninguna obligación. A través de este sencillo patrón de comportamiento es fácil darse cuenta de cómo el mundo es convertido en ese gran teatro cuya amplia escena nos es común a todos: en él todos somos un motivo pintoresco para alguien: cada persona o cada objeto de la naturaleza adquiere un sinnúmero de significaciones tributarias y de situaciones puntuales que varían de un momento a otro para sacar a flote la condición misma de lo pintoresco: el para otro como fuente potencial de la experiencia placentera.

Los juicios sobre lo agradable que provienen de lo pintoresco hacen que indistintamente cualquier persona u objeto (bien sean las calles de la ciudad, el paisaje urbano, o los tipos ciudadanos y, en general, cualquier objeto que esté dispuesto como un “motivo” que percibimos), sean convertidos de forma instantánea en ese ser para otro.

En ello consiste precisamente ese cambio substancial de la mirada, al que se hacía referencia líneas atrás: una vez ésta se libera del rígido marco que limitaba sus goces a objetos y situaciones específicos, la retina entra en caos intentando descubrir hasta los más ínfimos goces que se hallan plegados en las formas reveladoras de lo cotidiano. Por supuesto, se trata de una revolución del ojo que hace que éste se torne “hiperestésico, delicado y universalmente inclusive” (5) y que hace del otro una fuente proveedora de placer, o, como lo ha dicho recientemente Z. Bauman, un claro medio del tedio.

Tamnbién es a partir de ese cambio que sufre la mirada, que aparecen nuevas formas de sociabilidad mucho más ricas en experiencias insólitas y excitantes. En ese teatro metafórico en el que lo pintoresco suscita el goce inmediato, dicha sociabilidad, en tanto que es tutelada por el gran relato de la igualdad, se convierte en un tema general a todo el mundo moderno, y para que ello fuera posible, se hizo necesario que los juicios estéticos tomaran el carácter de transitoriedad y comunicabilidad. Al tiempo que la humanidad traza alianzas cada vez más fuertes con el sentimiento universal de la simpatía (6) crece también la facultad de comunicar universalmente nuestros sentimientos; se establece así ese vínculo de reciprocidad del que habla M. Maffesoli a través del cual, lo lógico empieza a perder cada vez más terreno frente al despliegue constante de pasiones y afectos; dos dispositivos que favorecen la comunicación, esto es, el poder estar juntos y el poder transmitir e integrarse proxémicamente con los demás en esa especie de ecología natural que pensó recientemente F. Guattari, en la cual, lo cotidiano una vez teje fuertes lazos entre el lugar y el espacio genera una sociedad cuyo único objetivo es el de evitar cuadricular, universalizar, la vida cotidiana.

En el epicentro está la ecología natural, la humanidad logra comunicar sus sentimientos íntimos de simpatía, gracias a que el gusto juzga las ideas éticas sensibilizadas, y son precisamente esas ideas éticas y de cultivo del sentido moral –las que según I. Kant- se constituyen en “la verdadera propedéutica para la fundamentación del gusto (7). Cuando las personas emiten en sociedad sus juicios de agrado emerge lo que él considera la socialidad sociable, un terreno en el cual, la libertad y la felicidad una vez convergen, se tornan análogas para fundirse en la unidad del pluralismo el gusto y del entendimiento humano. La socialidad sociable determina que los hombres pueden conocer mejor el mundo en tanto que pueden sumergirse enteramente en el terreno de lo empírico, un espacio en el cual no se necesita de las opiniones favorables de alguien para determinar si algo es bello o sublime. En este sentido, la socialidad sociable es el calidoscopio que amplía la presencia de lo pintoresco y le permite al hombre reafirmar los juicios transitorios del gusto que se manifiestan abiertamente en sociedad. A su vez, ésta opera como un mecanismo que hace que la libertad y naturaleza se hallen fuera del perímetro de ser instrumentalizados por alguien o para que ese alguien obtenga de ella beneficios por alguien o para que ese alguien obtenga de ella beneficios particulares: símil análogo al de la libertad y dela felicidad que opera en el teatro kantiano bajo la figura del simulacro del bien; en ella la idea de que el gusto se construye colectivamente y de que esté depende de un consenso en común, va en contravía de la mirada estética moderna de la subjetividad que consideró que la experiencia estética de gusto dependía enteramente de un constructo individual. La socialidad sociable en tanto que se opone a la figura del egoísta estético (8), hace posible que el juicio estético sea comunicable en la escena donde participan simultáneamente el actor y el espectador. Con ello se reafirma la reciente apreciación mafessoliana de que más allá de la simple socialidad natural existe una socialidad lúdica que estiliza la existencia del individuo y lo liga completamente a la cultura, la comunicación, el ocio, la moda, el tiempo libre, las relaciones laborales, la palabra compartida etc., y que ella es la que finalmente permite el estar juntos sin ocupación.

1. Retomando los diversos matices que tiene el jardín en los diversos países de Europa, vale decir que en el fondo, bien fuera en Francia, Inglaterra o la misma Holanda, la apropiación del paisaje dará cuenta de los procesos de distribución y apropiación de la tierra. Mientras que públicamente se disponían partes del paisaje para los procesos de producción, otras tantas eran destinadas a los intereses privados de los grandes potentados que hacen de la naturaleza un algo racional o romántico. El jardín pintoresco será plenamente concebido a finales del siglo XVIII y seguirá siendo representado mediante las fuertes pretensiones sensualistas heredadas de Lorraine. Pero a partir de una efectiva revolución avícola que se lleva a cabo en Inglaterra por esos mismos años, empezará un cambio sustancial en la forma de la representación del mismo. Alejándose de los tonos dorados que resaltaban la transformación de la luz del amanecer o del atardecer. Constable contrapondrá verdaderas masas de color que son captadas a plena luz del día. En ningún otro paisajista se encuentra un registro tan veraz del paisaje inglés en su quintaesencia. La forma como espacios cultivados y las grandes zonas verdes se interrelacionan con la arquitectura y forman un todo orgánico, denota tanto un grado racional de distribución territorial como una semantización de dichas vistas. De esta forma es que aparecen en Inglaterra una naturaleza ordenada con el “sentido común” que a la vez se torna altamente civilizada y a la vez idealizada. Raúl Cristancho, El paisaje barroco. Publicación Documentos de Historia y Teoría Textos [2], Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura- Programa de Maestría. Facultad de Artes, Universidad Nacional, sede Bogotá. 1999. pp. 50-55.

2. I. Kant considera que la ética es una obra de teatro, el simulacro del bien. Es la red social de la apariencia permitida. En opinión de Kant, los seres humanos actúan cada vez más a medida que progresa la civilización. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 193.

3. “Pero I. Kant añade también que dado que el gusto es ante todo la capacidad de juzgar las ideas éticas sensibilizadas, la verdadera propedéutica para la fundamentación del gusto sigue siendo la promoción de las ideas éticas y el cultivo del sentido de la moral. Lo último sigue siendo la tarea del hombre en soledad”. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 197.

4. Y así como en la filosofía esta condición empezaba a convertirse en un tema de interés, en el campo del arte sucede exactamente lo mismo. Un bello ejemplo de esta condición es registrado en un boceto sin fechar de Thomas Gainsborough. En él aparece en un primer plano un hombre solitario que reposa a la sombra de un árbol. En la mano izquierda este contemplador anónimo sostiene un espejo ovalado que dirige directamente hacia su cara sin que en él aparezca su reflejo. El espejo ovalado o espejo de “claude” (como fue llamado en esa época haciendo referencia a un supuesto espejo que había utilizado Claudio de Lorena para captar las vistas que más tarde representaría en su sobras) da cuenta de cómo el observador se abstrae completamente de la escena y convierte todo lo que allí se refleja en motivo de su disfrute. Esta situación es cada vez más frecuente en lo referente al turismo: el momento pintoresco emerge cuando el turista establece con el conjunto que observa unos vínculos visuales y emocionales que no van más allá  de lo meramente transitorio. Por encima de todo está el interés de disfrutar y descubrir las escenas simpáticas y curiosas que el lugar y la gente le ofrecen. Esta situación también nos lleva al corazón mismo de los cuentos infantiles de los hermanos Grimm, en los cuales el espejo ovalado cumple la misma función; la imagen que aparece en el espejo es el reflejo del otro, de otro que suscita el placer de la bruja tras corroborar que su belleza no ha sido superada por nadie más. En la película Shrek de 2020, el mismo genio del espejo está dispuesto en un ahí y un ahora para ofrecerle a un diminuto rey diversas posibilidades de elección sobre el conjunto de mujeres que habitan los otros reinos: mirar el mundo a través de este espejo es como si el observador estuviese por fuera del conjunto; el otro que aparece reflejado en el espejo se convierte en la fuente que genera mi placer confirmando así que el narciso ya no muere ahogado al intentar atrapar su propio reflejo, sino que, éste ahora se halla enamorado y seducido por el reflejo que los demás proyectan en ese espejo llamado mundo.

5. Estas tres características son enunciadas por Marshall Macluhan para referirse a los cambios substanciales que acarreó el hecho de transcribir el alfabeto fónicamente, cambios que bien puede ser equiparables con la revolución que trajo consigo a la mirada lo pintoresco y la inclusión del otro como motivo del disfrute. Marshall Macluhan, Comprender los medios de comunicación. Ed. Paidós. Barcelona, España. 1992. p. 101.

6. Basta con revisar el parágrafo sesenta y nueve de la Antropología pragmática de I. Kant titulado El gusto encierra una tendencia a fomentar exteriormente la moralidad, para evidenciar aún más cómo es que la comunicabilidad social del gusto se halla fuertemente ligada a la moralidad. Immanuel Kant, Antropología en el sentido pragmático. Ed. Revista de Occidente. Madrid, España. 1935. pp. 138.

7. Agnes Heller, Una filosofía de la historia en fragmentos. p. 195.

8. Por egoísta estético I. Kant entiende a todo aquel individuo al que le basta su propio gusto. Se trata de un individuo aislado que se priva de la idea ilustrada de progreso, y que se adula a sí mismo sin importarle la censura que los demás hagan de su gusto. Inmmanuel Kant, Antropología en el sentido pragmático. Parágrafo 2. p. 16.  

El tiempo de lo neopintoresco. “Un recorrido por las sendas de lo agradable”. Medellín. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana. 2008. Págs. 84-89.

CURSO DE FILOSOFÍA EN SEIS HORAS Y CUARTO

Por: Witold Gombrowicz (1904-1969)

Lección segunda

Lunes, 28 de abril de 1969

KANT: LAS CATEGORÍAS

Hay dos elementos que no pertenecen a la realidad exterior sino que son inyectados por nosotros en el objeto: el espacio y el tiempo.

El espacio no es un objeto, sino la condición de todo objeto posible.

El mismo razonamiento vale para el tiempo.

El tiempo no es una cosa que pueda experimentarse, sino que todas las cosas están en el tiempo.

Podemos imaginar muy bien el tiempo sin fenómeno, pero es imposible imaginar un fenómeno sin el tiempo.

El mismo argumento que con el espacio.

No podemos imaginar tiempos diferentes (como los objetos: mesa, silla). El tiempo es siempre el mismo, no proviene de nuestra observación del mundo exterior, sino que es una intuición directa, un saber intuitivo, es decir, un saber inmediato.

Hay que añadir que el tiempo es lo que hace posible los juicios sintéticos a priori en la aritmética. Las impresiones que tenemos del mundo exterior se suceden unas tras otras; esto es la aritmética: 1-2-3-4. La sucesión.

Los juicios sintéticos a priori se confirman en la experiencia, pues se realizan en el tiempo. Asimismo todos los juicios que pertenecen a la matemática son juicios sintéticos a priori que se confirman en la experiencia.

Analítica trascendental

La analítica trascendental tiene por objeto las ciencias físicas, porque la física reúne todo lo que sabemos acerca del mundo.

Repito: Kant no habla mucho de la conciencia, sino de la razón pura.

¿Por qué?

Porque se trata de un saber organizado, racional, que se manifiesta en la ciencia. Con ello llegamos a una inspiración kantiana muy buena que se parece a la revolución copernicana. Igual que Copérnico detuvo el sol y puso a la tierra en movimiento, Kant demuestra que sólo la correlatividad del objeto y el sujeto puede formar una realidad. El objeto debe ser tomado por la conciencia para formar la realidad en el tiempo y el espacio. En la física (Newton) tenemos un saber directo, referido, a priori, a las cosas.

Ejemplo: podemos afirmar para siempre (absoluto) que todos los fenómenos están sometidos a la ley de la causalidad o que, por ejemplo, la famosa ley de Newton, acción igual reacción [frase incompleta].

Una vez más: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori en la física?

El gran golpe de Kant: nuestro saber referido a las cosas se expresa mediante juicios.

Kant toma la clasificación de los juicios de la lógica de Aristóteles (que era válida en la época de Kant).

Los juicios de Aristóteles pueden clasificarse según:

1.º La cantidad. Ejemplo: juicios individuales que se refieren a un solo fenómeno. Pero si enunciáis un juicio como: “algunos hombre son blancos”, expresáis entonces un juicio particular.

También puede expresarse como juicio que todos los hombres son mortales.

2.º La cualidad. Juicios afirmativos A. Negativos B. Infinitos C.

(qué conduce a un juicio infinito: ejemplo, los peces no son pájaros).

El descubrimiento de Kant consiste en deducir –extraer- de cada uno de estos juicios una categoría.

Ejemplo: A. juicio afirmativo: “Usted es francés”

(categoría: LA UNIDAD).

B. juicio particular: “Algunos hombres son mortales”

(categoría de lo MÙLTIPLE).

C. juicio universal: “Todos los hombres son mortales”

(categoría del conjunto: TOTALIDAD).

La conciencia es elemento fundamental.

Objeto-sujeto: nada más.

1.º La  conciencia no puede ser un mecanismo, ni puede descomponerse en parte, puesto que no tiene partes. Es completa.

2.º La conciencia no puede estar condicionada por la ciencia. Ella es la que permite la ciencia, pero la ciencia no puede explicarnos nada de la conciencia.

La conciencia no es el cerebro, ni el cuerpo, pues yo soy consciente del cerebro, pero el cerebro no puede ser consciente.

CUIDADO: no hay que imaginar la conciencia como un organismo o un animal.

Hay una importante frontera entre la ciencia y la filosofía. La ciencia establece sus métodos y sus leyes mediante la experiencia, pero no es válida más que en el mundo de los fenómenos. La ciencia puede darnos la relación entre las cosas pero no el conocimiento directo de la esencia de las cosas.

A primera vista hay una contradicción, porque si la conciencia es elemento fundamental, ¿cómo puede ésta tener categorías? ¿Cómo podemos dividirla como si fuera un mecanismo analizado científicamente?

Las categorías y los juicios no pueden pertenecer a la conciencia.

En la obra kantiana la conciencia se juzga a sí misma. El problema fundamental de Kant es: ¿cómo es posible nuestro saber acerca del mundo? Precisamente es nuestra conciencia la que se da cuenta de la limitación de nuestra conciencia. Aquí podríamos pensar que retrocedemos un paso para formar otra conciencia que juzga a la primera. En este caso, una tercera conciencia debe juzgar a la segunda, etcétera (Husserl).

La conciencia no puede ser juez. La conciencia (según la definición de Alain), es saber que se sabe y nada más. E incluso esta definición es mala porque divide a la conciencia. La conciencia es indivisible e incondicional. En filosofía, a decir verdad, no puede decirse nada.

¿Qué son las categorías de Kant?

¿Son las condiciones que hacen posible la conciencia?

En Kant se da (en mi opinión) este proceso: la conciencia es juzgada por otra conciencia que va hacia atrás. Se trata solamente de establecer cuáles son las condiciones de esta primera conciencia para la segunda.

Se trata solamente de saber cuáles son las condiciones indispensables para esta segunda conciencia, para que la primera conciencia pueda ser pensada sin sus elementos. La conciencia, para nosotros, es imposible de imaginar.

Las categorías kantianas son la condición para el sujeto de ser consciente del objeto. Pero estas condiciones no pueden tener un sentido absoluto. Las categorías se nos aparecen como la condición de todo juicio de la realidad.

Es preciso decir (igual que para el tiempo) que las categorías están en nosotros. Somos nosotros los que podemos captar la realidad al inyectarle las categorías.

Nada ha quedad de estas hermosas teorías de Kant; ni siquiera ha permanecido la categoría más importante, que proviene del juicio condicional (hipotético) por ejemplo: “Si yo…, luego yo…”.

Pero ahora la filosofía se ocupa de algo distinto. Fueron descubrimientos formales, pero considerables puesto que revolucionaron absolutamente la concepción de la conciencia, de la relación sujeto-objeto y, por tanto, del hombre y del universo.

Prólogo de CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

Traducción de JOSÉ MARÍA VENTOSA

Curso de filosofía en seis horas y cuarto. Barcelona. Tusquets Editores. 1997. Págs. 35-41.

DE LO ARTÍSTICO COMO EXPRESIÓN DE LO INEFABLE

Por: Lucy Carrillo (19-)

El espíritu como facultad para conferir vida propia a la obra de arte se  funda en la capacidad de crear para ella un horizonte, un mundo propio cuyo carácter esencial reside en la inagotabilidad de lo que la obra de arte como mundo autónomo nos dice desde su propia interioridad. No se trata de que tal inagotabilidad consista en la imparable posibilidad de determinaciones objetivas que pudiéramos dar al objeto representado, pues, en ese sentido, cualquier cosa natural que no esté representada necesariamente de modo artístico, está expuesta a incontenibles modos de cuestionamiento acerca de cualquier verdad que respecto a ella nuestra actitud cognoscitiva esté dispuesta y preparada para desentrañar. La inagotabilidad de lo que nos dice una obra de arte consiste en la posibilidad infinita de repetir la experiencia estética, repetición que no puede nunca ser la misma, la cual significaría que la experiencia estética de la misma se podría agotar, gastar o terminar. Más bien la reiterabilidad de la experiencia de una obra de arte consiste en la posibilidad de hacer de la obra una experiencia nueva en cada oportunidad y, por tanto, cada vez una experiencia irrepetible. La manifestación del espíritu como principio vivificante de una obra de arte, es su manifestación mediante ideas estéticas (1) cuya esencia percibimos como lo innombrable, lo indecible que mora en la obra de arte. El fondo mismo del mundo expresado en el arte es todo cuanto en la obra reluce como inefabilidad, porque todo cuanto nos sea posible decir y nombrar jamás agotará lo puesto de manifiesto en él.

Las ideas estéticas que un genio expresa en su obra están preñadas de lo que sólo podemos sentir como el espíritu de lo más recóndito de nuestro ser. En la consideración de esas ideas, nuestra mirada se enzarza en un laberinto indescifrable en conceptos, que de todos modos penetramos, y que superándonos a nosotros mismos podemos apreciar la grandeza del genio puesta en la obra. Genialidad que concebimos como renovación y ampliación de lo nombrable en virtud de la técnica capaz de engendrar ese movimiento interior de las formas que, percibido desde el punto de vista de su exterioridad, nos mueve a trasladarlo al punto de vista de nuestra propia interioridad; genialidad, entonces, que nos mueve a percibir las formas, por así decir, ya no con la mirada corpórea sino a través de una mirada espiritual (2)

Todo cuanto en la obra reluce como inefabilidad es lo que la hace obra de arte. Y esta inefabilidad no tiene nada que ver con lo que a primera vista nos parece en ella exótico o con lo que nos habla de su mayor o menor antigüedad, pues lo que pudiéramos llamar exótico o antigüo de una obra de arte lo podemos conocer por la historia del arte. Ciertamente, conocer el lugar y la fecha de los que proviene una obra nos ayuda a entender lo que en ella hay de fáctico, pero no a penetrar en el espíritu de la misma. Indudablemente todo artista genial es humano de su tiempo y como tal se expresa mediante el lenguaje del arte de su tiempo. En ese sentido, lo que hace grande al arte de cualquier tiempo no reside en lo que en él podamos leer como mera historiografía o verdad histórica, sino más bien en lo que en cada obra –si hablamos de las obras maestras del arte- se revela como lo que va más allá de lo que es la concepción del mundo de una determinada cultura en una determinada época histórica. Si bien es cierto que toda obra de arte es susceptible de ser considerada desde la perspectiva de la Historia o de una tradición cultural, de todos modos lo que hace obra de arte a esa obra es su magistralidad, que a su vez se muestra en su ejemplaridad, en cuanto ésta no es mera reproducción de la maestría de sus antecesores, sino “sucesión” en tanto “expresión correcta del influjo de un creador ejemplar en ella” (3), para citar un caso, tal como lo expresa la ejemplaridad del arte medieval en el prerrafaelismo.

Si se puede afirmar que en las ideas estéticas expuestas en una obra se alberga la originalidad y ejemplaridad de la misma, es porque ellas son la vida de la obra, capaces de soportar el paso del tiempo. Es propiamente la espiritualidad de la obra que escapa al tiempo de la historia la que es capaz, a la vez, de traducir la profundidad del mundo del cual surgió. Sentimos que participamos de ese mundo, que lo penetramos con nuestra propia interioridad, pero no porque la obra nos diga explícitamente cómo vivía, cómo sentía, por qué se luchaba o qué se buscaba realmente en esa época histórica, lo cual –obviamente- también puede ser dicho o puesto de manifiesto por la obra. Pero no se trata de eso. Se trata más bien de que mediante la espiritualidad del arte llegamos a comprender el espíritu de los tiempos: en el espíritu mismo de los anhelos de los humanos de aquellos tiempos, que son en el fondo los mismos indecibles anhelos de los humanos en todos los tiempos.

No es la verdad histórica ni el exotismo ni la antigüedad de una obra lo que nos pueda dar cuenta acerca de aquello en lo que consiste su inefabilidad. En tanto lo inefable de una obra se substrae a lo explicable y factible, podemos decir que es lo que en la obra nos desconcierta en la medida en que tiene el poder de arrancarnos de la inmediatez de las urgencias de la cotidianidad. Es lo que invoca en nosotros un especial modo de mirar y nos mueve a transformar nuestra actitud. No quiere decirse con esto que lo sorprendente o extraño con que la obra puede aparecer, sea una acometida contra la lógica inmanente al apercibirnos de las cosas y de nosotros mismos. Si esta lógica fuera violentada, no podríamos apercibirnos de la peculiaridad de la manera como en realidad la obra nos habla y logra disponernos a acogerla, a colocarnos en el horizonte de su propio lenguaje, sólo inteligible en su plenitud a la reflexividad de nuestra actitud. Por eso no escuchamos una sonata de Brahms del mismo modo que meramente oímos el ruido del tráfico en la calle; no contemplamos un cuadro de Rembrandt del mismo modo que miramos la primera plana de un diario; nos sumergimos en el mundo del cine de Marcel Carné de una manera que nada tiene que ver con ese librarnos al entretenimiento que nos da una serie de televisión. Es lo que hay de inefable en la música de Brahms, en la pintura de Rembrandt o en el cine de Carné lo que nos enajena de la mera facticidad, lo que nos transporta a nuestra propia, indecible interioridad; lo que tiene el suficiente poder para imponérsenos en su soberanía  que está lejos de solicitar alguna explicación o interpretación.

Toda obra de arte tiene, ciertamente, un aspecto objetivo que no se puede desconocer. Bien podemos preguntar, como de hecho lo hacemos, qué representa una pintura de Pollock o qué quiere decir un poema de Tristán Tzara. Lo representado en la obra siempre será objeto para el entendimiento; pero no es meramente lo representado lo que nos traduce el espíritu de la obra. Sólo el modo como aparece lo representado, su composición, habla de la espiritualidad de la obra. Concebimos como difíciles de comprender las obras en las que lo representado no es identificable, tal como puede suceder con la pintura de Pollock o de Mondrian o con la música de Stockhausen o Pierre Boulez que no tiene ningún parecido con los esquemas armónicos de la música a que estamos habituados, y esa dificultad es propia de todas las artes contemporáneas que conservan el espíritu propio del llamado arte abstracto (3)

En la consideración del arte abstracto como arte de las formas puras sentimos que nos es totalmente imposible la identificación, la mínima determinación de lo que este arte representa. Y es esto, precisamente, lo que evidencia que el lenguaje propio del arte no está dirigido al entendimiento, porque no busca en modo alguno la explicación o interpretación. Y, sin embargo, sí se necesita educación del gusto para acceder a la transparencia de la espiritualidad expresada en las obras de arte. Sólo por esta educación podemos adquirir familiaridad con las dificultades con que a primera vista se nos ofrece el arte. Necesitamos, por ejemplo, familiaridad con las dificultades con que a primera vista se nos ofrece el arte. Necesitamos, por ejemplo, familiaridad con el espíritu de la música para disfrutar de las disonancias de la música de Stockhausen. Si nuestros oídos están habituados a los esquemas armónicos y melódicos propios de la música de los siglos XVIII y XIX, sentiremos como imposible, sin una previa preparación, sumergirnos en el mundo de la música de Bartok, Schöenberg o del propio Stockhausen. Pero esta educación no tiene nada de común con el esfuerzo y el trabajo que supone la tarea de llegar a manejar los elementos formales de la composición musical o, en general, con el aprendizaje de técnicas especializadas o el hallazgo de explicaciones fundamentadas. Una educación del gusto musical es más bien aprender a escuchar, a dejarnos interpelar y llevar por el flujo de las diferentes tonalidades de los diferentes sonidos en el juego de los mismos y que responde, en todos los casos –tanto en Bach como en Bartok, en Chopin como en Stockhausen- a esquemas compositivos que sostienen y expresan la espiritualidad propia del mundo de la música (4). En el fondo, nuestra experiencia de todas las artes es como nuestra experiencia de la música: la dificultad del esquema que da curso al espíritu de la música, es decir, la composición –por más complicada que ésta sea-, se diluye en lo que ella expresa propiamente, en el modo como está dispuesta esa composición, despertando en nosotros cierta calidad de representaciones y estados de ánimo a los que nos entregamos, en los que nos vamos sumergiendo más profundamente, en la medida en que transcurre, de tal modo que para esa actitud de entrega a lo representado no subsiste ya más una dificultad, porque lo representado en el modo de su representación habla de modo transparente al ánimo que sólo quiere escuchar.

El espíritu de la obra revela el espíritu que hace al genio: la liviandad o gravedad de la obra de arte le es transferida por la liviandad o gravedad del espíritu que anima las facultades de su creador, por lo que sustenta el mundo mismo que es y tiene el propio autor de la obra. Ahora bien, el mundo que cada uno de nosotros tiene depende en su objetividad del vuelco de nuestra interioridad en la exterioridad del mundo que conocemos. Pero el mundo que cada uno de nosotros somos, si bien mediado por el mundo exterior, es animado por ideas inexponibles y sólo concebibles como inagotabilidad de posibilidades aprehensibles como raudo juego de las representaciones de nuestra imaginación. De este modo, el espíritu que la obra de arte expresa, expresa lo que hay de común entre el mundo del artista y el mundo de cada uno de nosotros: la espiritualidad de una obra de arte es lo que ella irradia en la superficie de su pura forma, que sentimos como su profundidad. El espíritu de la obra llega a ser en virtud del espíritu del artista, aunque para llegar a ser plenamente una obra de arte, la obra tiene que apelar al propio espíritu que da vida al ánimo del espectador.

El artista impregna de espíritu su obra, pero ese espíritu sólo se expresa a quien contempla la obra: Rembrandt ha puesto su mundo en su obra, por ejemplo. Luego, cuando contemplamos a El hombre del yelmo de oro nos sumergimos en el mundo de Rembrandt como si ese mundo nos hablara de la profundidad del mundo del artista, la de nuestro propio mundo. Y, sin embargo, la inagotable profundidad del mundo del artista, la de nuestro propio mundo, y la del mundo de la obra no son lo mismo: el mundo del artista es lo que confiere una especial espiritualidad a su sobras, la peculiar atmósfera que en ellas respiramos, lo que ellas nos sugieren, hacia donde ellas arrastran nuestro ánimo librado de él. La profundidad del Mundo que tenemos y que somos nosotros mismos reside en el vigor de la infinitud de los anhelos apenas presentidos de plenitud, en el afán de su realización que, no obstante, no llegará a realizarse jamás. En cambio, la inagotable profundidad de las obras de arte consiste en su ser inabarcable, inacabable, que sentimos de todos modos como plena realización en cada experiencia de ellas.

Ya sea en parte don de la naturaleza, en parte espíritu, lo que impregna a la obra de arte de esa inagotable profundidad, de todos modos ella no llegaría a ser obra de arte si no contara entre los elementos que la constituyen al gusto, en tanto fundamento de la posibilidad de su propia expresión.

1. Una idea estética es “una representación de la imaginación que da mucho que pensar y que, no obstante, ningún pensamiento determinado puede llegar a serle adecuado, es decir,… ninguna lengua puede alcanzar plenamente ni hacer comprensible” (CJ, 49, B 195)

2. “Toda obra de arte es hija de su tiempo, pero madre de nuestros sentimientos… el artista procura despertar los sentimientos más sublimes e innominados… de una delicadeza que las palabras no pueden  jamás llegar a expresar”. W. Kandinsky: De lo espiritual en el arte, Buenos Aires, 1957, pp. 14ss.

3. “El arte como arte puro de la forma es lo que se repite en todas las configuraciones del “arte abstracto”. Porque este arte es arte de la forma, del arte abstracto es arte puro… esto lo podremos comprender en la medida en que reflexionemos sobre lo que Kant ha pensado y constituye la esencia del arte”. Walter Bröcker: Was bedeutet die Abstrakte Kunst?, Kantstudien 48, 1956-1957, p. 487.

4. Cfr. CJ, 53, B 219s.

Tiempo y mundo de lo estético. Sobre los conceptos kantianos de mundo, tiempo, belleza y arte. Medellín. Editorial Universidad de Antioquia. 2002. Págs. 43-49.

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POESÍAS

Por: El conde de Lautreámont (1846-1870)

I (FRAGMENTO)

La feroz rebelión de los Troppmann, de los Napoleón I, de los Papavoine, de los Byron, de los Víctor Noir y de las Charlotte Corday será mantenida a distancia de mi severa mirada. Aparto con un ademán a esos grandes criminales, con méritos diversos. ¿A quién creen engañar aquí?, pregunto con una lentitud que se interpone. ¡Oh caballitos de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Fantoches de tripa! ¡Cordones usados! Que se acerquen los Conrado, los Manfredo, los Lara, los marinos parecidos al Corsario, los Mefistófeles, los Werther, los Don Juan, los Fausto, los Yago, los Rodin, los Calígula, los Caín, los Iridion, las arpías al modo de Colomba, los Ahrimán, los manitúes maniqueos que embadurnados de sesos, que cobijan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades del antiguo Egipto consideradas anómalas, los brujos y las potencias demoníacas de la Edad Media, los Prometeos, los Titanes de la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses Malignos vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros, toda la estruendosa cáfila de diablos de cartón. Con la certidumbre de vencerlos empuño el látigo de la indignación y de la concentración que sopea, para esperar a esos monstruos a pie firme como su previsto domador.

LAS PEREGRINACIONES DE CHILDE-HAROLD

Por: Lord Byron (1788-1824)

PREFACIO

La mayor parte del siguiente poema se ha escrito en el lugar mismo de los sucesos que narra. Empezóse en Albania, y los pasajes referentes a España y Portugal han sido escritos en presencia de las notas recogidas en estos países. He aquí lo que quizás era necesario advertir para responder de la exactitud de las descripciones. Los sitios que he intentado bosquejar corresponden a España, Portugal, Epiro, Acarnania y Grecia. El poema queda por ahora interrumpido de la acogida que le dispense el público depende que el autor se aventure o no a conducir a sus lectores a través de la Jonia y de la Frigia hasta la capital del Oriente. Estos dos primeros cantos no son más que un ensayo.

He introducido en el poema un personaje imaginario para el enlace de las partes todas unas con otras, sin que esto quiera decir, sin embargo, que pretenda haber dado cima a una obra regular. Algunos amigos, cuyas opiniones tengo en mucha estima, me han observado que corría el riesgo de que se sospechara que yo había querido pintar un carácter real en el personaje de Childe-Harold. Pido, pues, permiso para decirlo de una vez para siempre: Harold es el hijo de mi imaginación, creado por el motivo que antes he significado; en algunas triviales circunstancias, y en los detalles puramente locales, pudiera ser fundada aquella suposición, pero me atrevo a esperar que no lo será en los puntos principales.

Considero poco menos que superfluo decir que el nombre de Childe, al igual que Childe Waters, Childe Childers, lo he adoptado como más apropiado al metro antiguo, por mí elegido. Los adioses que se encuentran al principio del canto me los han sugerido “las buenas noches” (good night) de lord Maxwell, en las antiguas baldas de las fronteras escocesas (the Border Minstrelsy), publicada por Soctt (1). Se hallarán, tal vez, en el canto primero, algunos pasajes que parecerán reminiscencias de distintos poemas publicados en España; pero esto es sólo efecto de la casualidad, pues, excepción hecha del algunas estrofas, casi todo el Childe-Harold se ha escrito en Levante.

Las estrofas de Spencer permiten, según la opinión de uno de nuestros primeros poetas, una gran variedad de tonos. “No ha mucho –dice el doctor Beattie-, que empecé un poema en el estilo y metro de Spencer; y me he propuesto satisfacer mis aficiones, pasando sucesivamente del tono festivo el patético, del descriptivo al sentimental, y del tierno y delicado al satírico, según el estado de mi ánimo, pues el metro que he adoptado consiente todos los géneros.” Escudado con una tan gran autoridad, y con el ejemplo de algunos poetas italianos de mérito reconocido, no tengo necesidad de justificarme por haber empleado tal variedad de tonos, persuadido como estoy de que si no salgo airoso en mi empresa, la falta deberá buscarse en la ejecución, pero no en el plan consagrado por el ejemplo de Ariosto, de Thomson y de Beattie.

1. Sir Walter Scott (1771-1832)

Selección, edición y notas sobre traducciones clásicas ALBERTO LAURENT

Londres, febrero de 1812.  

Obras escogidas. Barcelona. Edicomunicación. 1999. Págs. 23-25.

DIARIOS / LORD BYRON (1788-1824)

PENSAMIENTOS AISLADOS (15 DE OCTUBRE, 1821 – 18 DE MAYO, 1822)

115  

Volví a visitar la galería de Florencia, etc. Mis primeras impresiones se vieron confirmadas; pero había allí demasiados visitantes como para permitirme sentir algo con propiedad. Cuando todos (unos treinta o cuarenta) nos vimos embutidos en el gabinete de joyas y adornitos varios en una esquina de una de las galerías, le dije a Rogers que «me sentía como si estuviese en el calabozo». Dejé que rindiese homenaje a algunos de sus conocidos y paseé a solas los pocos minutos en que aún podía sustraer algún sentimiento a las obras que me rodeaban. No quiero decir que la culpa la tengan mis conversaciones críticas con Rogers, que posee un gusto excelente y un profundo amor por las Artes (sin duda, mucho más de ambos que yo, pues del primero no tengo gran cosa (1), sino la muchedumbre de arrolladores mirones y charlatanes de paso que me rodeaba. Escuché a un intrépido británico declarar a la mujer que iba asida a su brazo, mientras miraba a la Venus de Tiziano: «Vaya, vaya, este es sin duda muy bonito…». Una observación que, como aquella del tabernero en Joseph Andrews “acerca de la certeza de la muerte”, era como observó la esposa del tabernero) “extremadamente cierta” (2). En el palacio Pitti no olvidé la recomendación de Goldsmith a un connoisseur, a saber, que los cuadros hubieran sido mejores si el pintor hubiera puesto más cuidado, y la otra, elogiar las obras de Pietro Perugino” (3).

1. Tras aquella visita, Samuel Roger comentaría que Byron, al igual que Walter Scott, no apreciaba las bellas artes (Samuel Rogers, Recollections of the Table-Talk [1856], p. 237).

2. Henry Fielding, Joseph Andrews, I, 11: “Señaló entonces que todas esas cosas ya habían tocado a su fin, ya habían pasado, tal y como si nunca hubieran ocurrido; y concluyó con una excelente observación acerca de la certeza de la muerte, a lo cual su mujer repuso que era verdad muy cierta”.

3. Oliver Goldsmith, El vicario de Wakefield, XX.

Diarios. Barcelona. Galaxia Gutenberg. 2018. Págs. 323-324.  

LORD BYRON (1788-1824)

[A AUGUSTA LEIGH]

Venecia, 13 de enero de 1817

Mi querida Augusta – entre el mes pasado y lo que va de éste te he escrito dos veces. Tu carta del 4 ha llegado hoy. Veo que ya tienes los poemas. Haz el favor de decirme si Murria ha omitido alguna estrofa en la publicación. Si es así, me enfadaré con él muy seriamente. El número de las que envié era de 118 para el tercer Canto. No mencionas las últimas cuatro dedicadas a mi hija Ada; esperaba que te gustarían al menos a ti. A estas alturas no me importan mucho las opiniones y en mi fuero interno estoy convencidote que este Canto es lo mejor que he escrito; tiene profundidad de pensamiento a lo largo de todo el Canto y la fuerza de una pasión reprimida que es preciso sentir antes encontrarla; pero hay que leerlo más de una vez, porque es algo metafísico, y de un tipo de metafísica que no todo el mundo entenderá. Jamás pensé que fuera a ser popular y si lo fuera no lo tendría en mucho, pero gustará a aquellos a quienes va dirigido. No te olvides de decirme si se ha suprimido algo en la publicación. Los versos sobre Drachenfels, dirigidos a ti, deberían estar (y supongo que están) en el centro del Canto, y el número de estrofas en total es de 118 –más cuatro de diez versos que empiezan por “Drachenfels”, los versos que te envíe entonces desde Coblenza junto con las violetas, querida.

¿Has recibido también Chillón y el Sueño? Y este último, ¿lo has entendido? Si Murray ha mutilado el manuscrito por sus  tendencias tories o por sus ideas sobre el respeto a la famili, no se lo perdonaré, y tarde o temprano me enteraré, de eso estoy segur, y de decirle lo que pienso, también.

El otro día te escribí acerca de Ada, si todavía se niegan a responder, tomaré medias legales para obligarles a hacerlo, y he dado órdenes a H [anson] en este sentido. Recuerda que yo no lo he buscado, que no lo deseo y lo lamento, pero exijo una promesa explícita de que Ada no saldrá del país bajo ningún pretexto, tanto si su madre se va como si no y por lo más sagrado que no hay medida que yo no tome para impedirlo si no responden a mi justicia petición. Esto digo y esto haré. Acabarán por volverme loco, y lo que me extraña es que todavía no lo esté.

De Venecia ya te conté cosas en una de mis cartas, no tengo mucho que añadir. Ya te dije que me había enamorado, que probablemente me quedaré aquí hasta la primavera y que estoy estudiando el idioma armenio. Marianna no se encuentra muy bien hoy y esta tarde me quedaré a cuidarla. Es Carnaval, pero las mascaradas aún no están en su apogeo. Catalini llega el día 20, pero ya tenemos música soberbia y una ópera mejor que en Londres y un teatro más bonito llamado la Fenice, donde tengo un palco que me cuesta unas 14 libras esterlinas por toda la temporada, en vez de las cuatrocientas de Londres y el palco es mejor, y la ópera también, además de la música, la puesta en escena es insuperable. También hay un ballet, inferior al canto. La Sociedad es como toda Sociedad extranjera. También hay un Ridotto. Se me acabó el papel. 

Siempre tuyo,

B

[A THOMAS MOORE] 

Venecia, 2 de febrero de 1818

Hasta hoy no ha llegado tu carta del 8 de diciembre debido a algún retraso común pero inexplicable. Tu tragedia doméstica es horrible (1) y te acompaño con el sentimiento hasta donde yo mismo me atrevo a sentir. Durante toda nuestra vida lo que tú pierdes lo pierdo yo y lo que tú ganas yo lo gano; y aunque se me secara el corazón siempre me quedaría una gota para ti entre los restos.

Puedo imaginar cómo te sientes (el egoísmo es siempre el substrato de nuestra condenable arcilla); yo mismo estoy muy apegado a mis hijos. Además de mi hija legítima, he tenido desde entonces otra ilegítima (por no hablar del anterior) (2), y confío en que uno de ellos sea el báculo de mi vejez, en el supuesto de que llegue (lo que espero que no suceda) ese desolador período. Tengo un gran cariño por mi pequeña Ada, aunque quizá ella me torturé como * * *

*

El prólogo que me propones será tan aceptable como tú  desees. No me preocupa mucho lo que piensen de mí los miserables de este mundo – eso ya pasó – pero me importa mucho lo que pienses de mí; por  lo tanto, di lo que quieras. Tú sabes que no soy hosco y, en cuanto a salvaje, eso depende de las circunstancias. Sin embargo, no tiene ningún mérito estar de buen humor en tu compañía; lo contrario sería difícil, por no decir absurdo.

No sé lo que Murray puede haber estado diciendo o citando. Yo llamé a Crabee y Sam [Rogers] los padres de la poesía actual; y dije que creía que, salvo ellos, todos “nosotros los jóvenes” llevábamos un rumbo equivocado. (3) Pero nunca dije que no supiéramos navegar. Nuestra fama se verá dañada por la admiración y la imitación. Cuando dije nosotros me refería a todos (los Lakistas incluidos), excepto la coletilla de los Augustos. La próxima generación (por la cantidad y facilidad de la imitación) se romperá la crisma al caer de nuestro Pegaso, que se aleja corriendo con nosotros; pero nosotros nos mantenemos sobre la silla porque supimos domar a ese bellaco y sabemos cómo cabalgarlo. Pero aunque fácil de montar, el maldito es difícil de dirigir; y los que vienen detrás tendrá que volver a la escuela de equitación y al picadero y aprender a montar el “gran caballo”.

Hablando de caballos he llevado los míos, cuatro en total, al Lido (que significa eso: playa), una franja de unas diez millas a lo largo del Adriático a una milla o de la ciudad; así que no sólo doy un paseo en mi góndola sino una maravillosa galopada de varias millas cada día a mocco, lo que contribuye considerablemente a  mantener mi salud y mi estado de ánimo.

La semana pasada casi no pegué ojo. Estamos en los estertores de los últimos días del Carnaval y tendré que pasarla noche entera en vela, y la de mañana también. Este Carnaval he tenido algunas aventuras enmascaradas curiosas; pero como todavía no han terminado no diré más. Explotaré la  mina de  mi  juventud hasta las últimas vetas de mineral y luego – buenas noches. He vivido y me doy por satisfecho.

Hobhouse se fue antes de que empezara el Carnaval, así que tuvo poca o ninguna diversión. Además, se necesita cierto tiempo para adaptarse a los venecianos; pero de esto te hablaré en otra carta, pronto. * * *

He de vestirme para la velada. Hay una ópera y un Ridottoy no sé qué más, aparte de los bailes; así que quedo  siempre y siempre tuyo,

B

P. S. Te envío esta carta sin revisión, disculpa por los errores. Celebro la fama y  fortuna detalla, y te felicito una vez más por tu merecido éxito.

1. La muerte de la hija de Moore, Bárbara, en septiembre de 1817.

 2. En 1809 Byron había tenido un hijo ilegítimo con una sirvienta de Newstead de nombre Lucy.

  3. Ver carta del 15 de septiembre de 1817 a Murray.

[A JOHN MURRAY]

Venecia, 22 de febrero de 1819

Estimado señor – En los últimos dos meses, o más bien tres, le he enviado por carta en varias ocasiones varias adiciones a “Don Juan”, que debían incluirse en los lugares indicados. ¿Ha recibido alguna, o varias, o ninguna? Le escribo con prisas – es el penúltimo día de Carnaval y en los últimos diez días no me he acostado hasta las siete o las ocho de la mañana. Es muy probable que decida publicar Don Juan. Todavía no he empezado a copiar el segundo canto, pero el primero podría salir  solo.

Suyo affmo,

B

Le he escrito varias veces – también había una nota de respuesta a Hazlitt (1) que debía acompañar a Mazeppa.

1. La nota, que no se publicó en la primera edición, pero que Murry añadió en posteriores ediciones de las obras de Byron, iba unida a la segunda estrofa del Canto I de Don Juan. Empieza diciendo: “En la octava y última conferencia de los cánones de crítica de Mr. Hazlitt, pronunciada en la Surrye Instituion, se me acusa de haber “ensalzado a Bonaparte hasta las más altas cumbres en el momento de sus éxitos, para descargar luego de mala manera mi decepción sobre el dios de mi idolatría”. Luego continúa refutando esta acusación de inconstancia, alegando que siempre había actuado con “imparcialidad y discernimiento”.

[A DOUGLAS KINNAIRD]

Venecia, 22 de febrero de 1819

Querido Douglas- Hanson cifra el interés de las 66.000 y 200 en 2.525-5-0 y tú en 2.400. ¿Cuál de los dos está en lo cierto? Me gustaría saberlo. No puedo decir que apruebe en absoluto los fondos, en los que no tengo ninguna fe – y quiero poner el dinero en deuda hipotecaria o, si no, en cualquier cosa antes que en unos bienes tan precarios como a mi juicio son los fondos. ¿Y por qué no al 5 por ciento en un lugar de al tres por ahora? No sé nada de estos asuntos, pero me parece que me habéis “recordado la Canción” de la manera más penosa. Dile a Hobhouse que hay que publicar “Don Juan”; la pérdida del copyright me partiría el corazón. Todo lo que dice está muy bien y es muy cierto pero mi “consideración por mi dinero” es la pasión dominante y lo necesito. Le he escrito dándole permiso para omitir los dos “bobs”, alto y seco, a rajatabla, y considero que el resto es muy decente. Mr. Murray no ha contestado, aunque le he escrito a menudo con notas adicionales, etc. Si ese ilustre Caballero no presta atención a los modales, no le molestaré más. Reescribo con prisas, es el penúltimo día de Carnaval y en los diez últimos he estado levantado hasta la ocho de la mañana. El mes pasado estuve enfermo, con el estómago deshecho, la gente dice que por las mujeres pero yo digo que por un resfriado; sea como sea, estuve enfermo e incapaz de retener nada en el estómago – pero ya estoy mejor.

Tuyo,

[trazo sin firma¨]

No olvides que  el año en que se efectúe el pago también debe devengar intereses.

Edición, traducción y prólogo de EDUARDO MENDOZA.

Débil es la carne. Correspondencia veneciana (1816-1819).Madrid. Tusquets Editores. 1999. Págs. 71-72 y 171-172.

AURORA (1887)

Por: Friedrich Nietzsche (1844-1900)

549. Huir delante de sí mismo.- Los hombres de las luchas intelectuales, que son impacientes consigo mismos y sombríos como Byron o Alfred de Musset, y que en todo lo que hacen parecen caballos desbocados, esos hombres que no encuentran en su propia obra más que una corta satisfacción y un fuego que casi hace estallar las venas, y en seguida la fría esterilidad y el desencanto, ¿cómo soportarían el profundizar en sí mismos? Tiene ansia de disolverse en algo diferente de su yo: si el que siente esa sed es cristiano, querrá anonadarse en Dios e identificarse con él; si es Shakespeare, se contentará con confundirse en las imágenes de la vida pasional; si Byron, estará siendo de actos, porque éstos nos apartan de nosotros mismos más que los pensamientos, los sentimientos y las obras. ¿Será, pues, en el fondo, la necesidad de la acción equivalente a la necesidad de huir de nosotros mismos? Eso preguntaría Pascal. Y efectivamente, los representantes más nobles de la necesidad de la acción confirmarán esta hipótesis. Bastaría considerar, por de contado, con la ciencia y la experiencia de un alienista, que los cuatro hombres más sedientos de acción de todas las épocas fueron epilépticos (me refiero a Alejandro, César, Mahoma y Napoleón). También lo fue Byron, que padecía la misma enfermedad.

Versión española de PEDRO GONZÁLEZ BLANCO

Aurora. Meditación sobre los prejuicios morales. Palma de Mallorca. Jose J. Olañeta. 1984. Pág. 199.

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