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Archive for 26 de abril de 2024

La vida y sus fracturas

Porque en las palabras de estos días

no está la vida sino sus fracturas

no el amor sino el vacío

no la muerte sino la nada

no el canto sino el gato tuerto y el pájaro sin pico

porque nadie logra inventar un lenguaje

que alcance a bendecir lo que somos

en este mundo roto.

Quiero encontrar una palabra sin heridas

donde no esté el dolor

ni la miseria que carcome

y la falta que habla por nosotros.

Una palabra como una hoja larguísima

que avance sobre la página

y deje oír el silencio de las hojas cuando dibujan el otoño

con el sol escondido

detrás de la neblina.

Música extraña

Cada palabra a imagen de otra luz.

Olga Orozco

Ahí está mi casa

y mis libros

el gato y el perro

el jardín

el tiempo en la mirada del reloj

la lámpara encendida y el sombrío del patio

la ventana

y la felicidad de la belleza con sus lágrimas.

Mi gente

mi gente con su algarabía.

Un río en la memoria y los amigos

todos los días de la memoria.

El viento fresco en la mañana

y la luz en los dibujos del paisaje.

Hay agujas en las alas de las mariposas

y sombras en muchas partes.

Los sonidos resbalan en la sombra

la sombra atraviesa el rostro

entra a los ojos y los oscurece.

El viento se detiene en la neblina

y golpea a los desamparados

que miran el picoteo de la lluvia.

El viento muerde el esqueleto de los pájaros

los deja sin lengua

y yo intento aliviar el dolor de las heridas.

Dibujo colores que se detienen en la sombra

atravesada por la luz

mientras pido que los sonidos de la guerra

no

martillen

más.

Día séptimo

Y tú sol,

pon de luto la luz ya para siempre:

apaga y vámonos.

Aníbal Núñez

Son las siete de la noche del día séptimo y no llega el descanso.

De padre a hijo desconocen el rumbo

y de abuelo a nieto caminan desvelados.

Amenaza la quijada del asno con la ruta cruel de los errantes

y el olvido.

Dicen que el mundo se hizo en siete días

y nadie comprende cómo se da muerte al hermano

ni cómo la madre y el padre cayeron en desgracia

y fueron castigados por comer del fruto del bien o del mal.

Es el día séptimo y nadie quiere recordar a Juana incinerada

a Vallejo y tampoco a Gelman que supieron del calvario.

Todos ignoran qué hicieron con Federico

y buscan el lugar de su tumba y su herida.

Nadie quiere saber más de todo aquello

no sea que se escuche el silencio de las celdas

y el estropicio de los días diga que la vida es un ser atormentado

en campo de batalla.

Son las siete de la noche del día séptimo

y no descansa nadie.

Herida

El victimario lava sus manos en el agua del estanque

y ve la ruina de su propia huella.

La víctima deja la sombra de una herida en la piedra

y la imagen de su propio funeral

mientras cava la tierra.

Cicatriz

El sentenciado a muerte

recorre las huellas de los que se fueron

mira a contraluz

y lava sus manos en el estanque.

Se limpia hasta desaparecer.

Tal vez quede la sombra de sus heridas

en la cicatriz de una piedra.

Silencio en ruinas

El viento eleva ruinas y silencio.

Los relámpagos iluminan la estación

donde los desamparados arrastran sus pies.

Escribo en las paredes húmedas

y las letras se desdibujan sin llegar al punto final.

Soy hilo que trenza su quejido.

Escribo

para que encuentren la salida

al menos en mis versos.

Bitácora

De lunes a domingo los días son iguales.

La vida respira en los oficios

y el encierro confunde el canto de los pájaros.

La peste es camaleón en los sonidos de la guerra

aire crispado y zumbido de moscas

en los ojos de los niños con tierra en la boca.

Epitafios

Los pájaros lloran en silencio y un ángel se arrodilla

cierra sus párpados

para no leer los epitafios.

Caligrafía en la sombra. Medellín. Sílaba Editores. 2024. Págs. 11, 14-15, 24-25, 26, 27, 32, 43, 44.

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MANIFIESTO DADA 1918  (FRAGMENTO)

La magia de una palabra –DADA- que ha puesto a los periodistas ante la puerta de un mundo imprevisto, no tiene para nosotros ninguna importancia.

Para lanzar un manifiesto es preciso querer A.B.C., fulminar 1, 2, 3, impacientarse y aguzar las alas para conquistar y esparcir a grandes y pequeños a, b, c, firmar, gritar, jurar, arreglar la prosa a manera de evidencia absoluta, irrefutable, probar su non plus ultra y mantener que la novedad se asemeja a la vida así como la última aparición de una cocotte prueba lo esencial de Dios. Su existencia ya ha quedado probada por el acordeón, el paisaje y la palabra dulce. Imponer su A.B.C. es algo natural –y por consiguiente lamentable. Todo el mundo lo hace a guisa de cristalbluffmadona, sistema monetario, producto farmacéutico, pierna desnuda que convida a la primavera ardiente y estéril. El amor por la novedad es la cruz simpática, es prueba de unmimpotacarajismo ingenuo, signo sin causa, pasajero, positivo. Pero esta necesidad es tan vieja como otras. Al dar al arte el impulso de la suprema simplicidad: la novedad, uno es humano y verdadero respecto de la diversión, impulsivo, vibrante para crucificar al tedio. En la encrucijada de las luces, alerta, atento, al acecho de los años, en el bosque.

Yo escribo un manifiesto y no quiero nada, digo sin embargo ciertas cosas y estoy por principio contra los manifiestos, como también estoy contra los principios (decilitros para el valor moral de toda frase –demasiada comodidad la aproximación fue inventada por los impresionistas). Yo escribo este manifiesto para mostrar que pueden ejecutarse juntas las acciones opuestas, en una sola y fresca respiración; yo estoy en contra de la acción; a favor de la continua contradicción, y también de la afirmación, no estoy ni favor ni en contra y no lo explico porque odio el sentido común.

DADA –ésta es una palabra que lleva a la caza las ideas; cada burgués es un dramaturgo en pequeño, inventa temas diferentes, en vez de colocar a los personajes convenientes al nivel de su inteligencia, crisálida en las sillas, busca las causas o los fines (siguiendo el método psicoanalítico que él practica) para cementar su intriga, historia que habla y se define.

Cada espectador es un intrigante si trata de explicar una palabra (¡conocer!). Desde el refugio enguantado de las complicaciones serpentinas, hace manipular sus instintos. De ahí los infortunios de la vida conyugal.

Explicar: Diversión de los vientres-rojos a los molinos de los cráneos vacíos.

DADA NO SIGNIFICA NADA

Si a uno le parece fútil y si uno no pierde el tiempo con una palabra que no significa nada. El primer pensamiento que revolotea en esas cabezas es de índole bacteriológica: hallar su origen etimológico, histórico o psicológico, por lo menos. Por los diarios se entera uno que a la cola de una vaca santas los negros Krou la llaman: DADA. El cubo y la madre que en cierto lugar de Italia: DADA. Un caballo de madera, la nodriza, doble afirmación en ruso y en rumano: DADA. Hay sabios periodistas que ven esto un arte para los críos, y otros santos jesúsllamandoalosniñitos del día, el retorno a un primitivismo seco y ruidoso, ruidoso y monótono. La sensibilidad no se constituye sobre una palabra; toda construcción converge en la perfección que aburre, idea estancada de una dorada ciénaga, relativo producto humano. La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma, o está muerta; ni alegre ni triste, ni clara ni oscuras, regocijar o maltratar a las individualidades sirviéndoles pasteles de las aureolas santas o los sudores de una carrera arqueada a través de las atmósferas. Una obra de arte jamás es bella, por decreto, objetivamente, para todos. La crítica es por lo tanto inútil, no existe más que subjetivamente, para cada uno, y sin el menor carácter de generalidad. ¿O acaso se ha hallado la base psíquica común a toda la humanidad? Quedan, bajo las alas anchas y benévolas del intento apocalíptico: el excremento, los animales, las jornadas. ¿Cómo es que se quiere ordenar el caos que constituye esa infinita informe variación: el hombre? El principio “ama a tú prójimo” es una hipocresía. “Conócete” es una utopía, pero más aceptable pues hay un contenido de maldad en ella. Ninguna piedad. Luego de la matanza nos queda la esperanza de una humanidad pacificada. Y hablo todo el tiempo de mí, puesto que no quiero convencer, no tengo derecho a arrastrar a otros en mi corriente, no obligo a nadie a seguirme y todo el mundo hace su arte a su manera, si es que conoce la alegría que sube en flechas hacia las capas astrales, o aquella que desciende de las mismas flores de cadáveres y espasmos fértiles. Estalactitas: buscarlas por doquier, en los pesebres agrandados por el dolor, en los ojos blancos como liebres de los ángeles. Así nación DADA de una necesidad de independencia, de desconfianza para la comunidad. Aquellos que nos pertenecen conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Estamos hartos de las academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales. ¿Es que se hace arte para ganar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas suenas a la asonancia de las monedas y la inflexión resbala a lo largo de la línea del vientre de perfil. Todas las agrupaciones de artistas han desembocado en este blanco cabalgando sobre diversos cometas. La puerta abierta a las posibilidades de arrellanarse en los cojines y en la comida.

Aquí echamos el ancla en la tierra feraz.

Aquí tenemos derecho a proclamar, pues hemos conocido los escalofríos y el despertar. Resucitados ebrios de energía, clavamos el tridente en la carne despreocupada. Nosotros somos arroyadas de maldiciones en abundancia trópica de vegetaciones vertiginosas, goma y lluvia son nuestro sudor, nosotros sangramos y consumimos la sed, nuestra sangre es vigor.

El cubismo nació de la simple manera de mirar el objeto: Cézanne pintaba una taza 20 centímetros más bajo que sus ojos, los cubistas la miran desde arriba, otros complican la apariencia al hacer una sección perpendicular y colocándola sensatamente de lado. (No olvido a los creadores, ni las grandes razones de la materia que ellos volvieron definitivas.) El futurista ve la misma taza en movimiento, una sucesión de objetos uno al lado del otro que maliciosamente hace atractiva con algunas líneas de fuerza. Ello sin perjuicio de que el lienzo sea una buena o mala pintura destinada a la inversión de capitales intelectuales. El pintor nuevo crea un mundo, cuyos elementos son también los medios, una obra sobria y definida, sin argumento. El artista nuevo protesta: ya no pinta (reproducción simbólica e ilusionista) sino que crea directamente en piedra, madera, hierro, estaño, organismos locomotores a los que pueda voltear el viento límpido de la sensación momentánea. Toda obra pictórica o plástica es inútil; que sea un monstruo que asuste a los espíritus serviles, y no dulzona para exornar los refectorios de animales con hábitos humanos, ilustraciones de esta triste fábula de la humanidad. –Un cuadro es el arte de hacer que se encuentren dos líneas geométricamente comprobadas paralelas, en un lienzo, ante nuestros ojos, en la realidad de un mundo transpuesto según nuevas condiciones y posibilidades. Este mundo no está especificado ni definido en la obra, sino que pertenece en sus innumerables variaciones al espectador. Para el autor, ese mundo carece de causa y teoría. Orden = desorden; yo = no-yo; afirmación = negación: resplandores supremos de un arte absoluto. Absoluto en pureza de caos cósmico y ordenado, eterno en el glóbulo segundo sin duración, sin respiración, sin luz, sin control. Me gusta la obra antigua por su novedad. Tan sólo el contraste nos enlaza con el pasado. Aquellos escritores que enseñan moral y discuten o mejoran la base psicológica tienen, además de un deseo oculto de ganar, un conocimiento ridículo de la vida, a la que han clasificado, dividido, canalizado; se empeñan en hacer bailar a las categorías al ritmo que ellos tocan. Sus lectores se ríen y prosiguen: ¿y de qué sirve?

Hay una literatura que no le llega a la masa voraz. Obra de creadores, procedente de una verdadera necesidad del autor, y para él. Conocimiento de un supremo egoísmo, donde se ajan las leyes. Cada página debe reventar, ya sea merced a la seriedad profunda y grave, el torbellino, el vértigo, lo nuevo, lo eterno, merced a la burla aplastante, merced al entusiasmo de los principios o la manera en que queda impresa. Y queda un mundo bamboleante y los medicastros literarios con ganas de mejoramiento.

(…)

Traductor: HUBERTO HALTTER

Siete manifiestos Dada. Barcelona. Tusquets Editores. 1972. Págs. 11-15, 101-103.

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ENTREVISTA CON FREUD (1856-1939)

A los jóvenes y a las almas novelescas que, porque este invierno está de moda el psicoanálisis, necesitan figurarse como una de las más prósperas agencias del charlatanismo moderno, la consulta del profesor Freud, con aparatos para transformar los conejos en sombreros y el determinismo azul a modo de papel secante, no me molesta decirles que el más célebre psicólogo de este tiempo habita una casa de apariencia mediocre en un barrio perdido de Viena. “Muy señor mío, me había escrito, al no disponer de mucho tiempo libre estos días, le ruego que venga a verme el lunes (mañana día 109 a las tres de la tarde en mi consulta. Suyo afectísimo, Freud.”

Una placa modesta en la entrada: Pr. Freud, 2-4, una sirvienta no demasiado guapa, una sala de espera con los muros decorados con cuatro grabados débilmente alegóricos: El Agua, el Fuego, la Tierra y el Aire, y una fotografía que representa al maestro entre sus colaboradores, una decena de consultores del aspecto más ordinario, una sola vez, después del campanillazo, algunos gritos: nada con lo que alimentar el más mínimo reportaje. Esto hasta que la famosa puerta acolchada se entreabre  para recibirme. Me encuentro en presencia de un viejecito fachendoso que atiende a sus visitas en su pobre gabinete de médico de barrio. ¡Ah!, no le gusta demasiado Francia, la única que ha permanecido indiferente ante sus investigaciones. Sin embargo, me enseña orgullosamente un folleto que acaba de aparecer en Ginebra y no es más que la primera traducción francesa de cinco de sus lecciones. Intento hacerle hablar arrojando en la conversación los nombres de Charcot, de Babinski, pero ya porque sean recuerdos demasiado lejanos, o porque esté ante un desconocido con una actitud de prudente reticencia, no saco de él más que generalidades como “Su carta, la más conmovedora que recibí en mi vida” o “Afortunadamente, esperamos mucho de la juventud”.

CLARAMENTE

Una corriente novelesca, nacida de la agitación poética de estos últimos años, ha alzado últimamente unos contra otros a algunos individuos que hasta ahora habían expresado aquí mismo (1) y en otras partes su común deseo. En lo más agudo de la crisis (agosto de 1921–marzo de 1922) y en vísperas de su resolución (julio-agosto de 1922), Littérature dejó de aparecer. Mientras tanto, Philippe Soupault y yo habíamos intentando hacer una diversión sin gran éxito con números de sombrero de copa. Pero pronto nos dimos cuenta de que vivíamos en un compromiso.

Cierta oscuridad rodea actualmente este hito en la historia de Littérature, en el cual Dada –por decirlo así- tomó posesión de una revistita de tapas amarillas que había disfrutado en sus comienzos de una distinguida consideración. Es evidentemente molesto que la llegada a París de Tristán Tzara no sea ajena, al parecer, a esta modificación, aunque, a mi modo de ver, ha sido infinitamente menos operante que, por ejemplo, el encuentro que tuvo en 1915 con Jacques Vaché y sobre todo, que la muerte de este último, la cual recibí en pleno corazón hacia febrero de 1919. Sin embargo, confieso haber puesto en Tzara alguna de las esperanzas que Vaché, si el lirismo no hubiese sido su elemento, no hubiera defraudado jamás. De ahí, sin duda, el error de Huelsenbeck, que en una obra, de la cual publicamos aquí mismo importantes fragmentos, pronuncia por otro lado contra Tzara una requisitoria que me parece fundamentada en todos sus puntos.

La literatura, de la cual yo y algunos de mis amigos usamos con el desprecio ya conocido, no es tratada por nosotros como una enfermedad (nos hemos visto obligados a resignarnos a estas burdas imágenes). Escribiría y no haría más que eso si, a la pregunta: ¿Por qué escribe usted? pudiera responder con toda franqueza: Escribo porque es, a pesar de todo, lo que mejor hago. No es éste el caso y pienso que la poesía, que es lo único que me ha sonreído en la literatura, emana más de la vida de los hombres, escritores o no, que de lo que han escrito o de lo que se supone que pudieran escribir. Aquí nos acecha un malentendido enorme, ya que la vida, tal como la entiendo, no es ni siquiera el conjunto de actos finalmente imputables a un individuo, ya se haya inclinado por el cadalso o el diccionario, sino a la manera con la que parece haber aceptado la inaceptable condición humana. No es más que esto. Pese a todo –y no sé por qué- es en los campos que lindan con la literatura y el are, donde la vida, concebida de este modo, tiende a su verdadera realización.

Quiérase o no, hay hombres que participan más o menos de esa angustia. Su gran preocupación es, hoy en día, evitar que se trasluzca nada de ello: según ellos han ejercido siempre el arte como un oficio. Hace unos días me encontré en casa de un fotógrafo amigo mío con el señor Henri-Matisse. NO hay pintor que pretenda haberse tomado menos confianza con la naturaleza. ¿Sus obras anteriores? Ensayos que a sus ojos tienen el único mérito de haber permitido sus realizaciones actuales. De estos hay actualmente una decena, los Valéry, los Derain, los Marinetti, al borde la zanja, la caída, que reciben bromeando vuestras quejas y os dejan después de haberos dado cita sentenciosamente para dentro de diez años.

Existen otros, como el señor Cocteau, por escribir cuyo nombre pediría disculpas si no me pareciera urgente señalar que viven del cadáver de los primeros y si sus lucubraciones, a la larga, no terminasen por causarnos un malestar intolerable. Quien no ha leído en el Intransigeant una carta del señor Cocteau, en la que se empeña en divulgarnos su “arte poética”, ignora todavía lo que puede producir en materia tan delicada un autor que posee, a la vez, el genio del contrasentido y el de las desiadealización.

A Dios gracias, nuestra época está menos envilecida de lo que se dice: nos quedan Picabia, Duchamp, Picasso. Os estrecho la mano Louis Arango, Paul Éluard, Philippe Soupault, queridos amigos de siempre. ¿Os acordáis de Guillaume Apollinaire y de Pierre Reverdy? ¿No es cierto acaso que les debemos algo de nuestra fuerza? Pero ya nos aguardan Jacques Baron, Robert Desnos, Max Morise, Roger Vitrac, Pierre de Massot. No se podrá decir que el dadaísmo haya servido para algo que no sea mantenernos en ese estado de disponibilidad perfecta en el que nos hallamos y del que ahora vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos llama.

1. En Littérature.

Traductor: MIGUEL VEYRAT

Los pasos perdidos. Madrid. Alianza Editorial. 1972. Págs. 89-90, 101-103.

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EL DIABLO EN EL CUERPO (FRAGMENTO)

Es raro que se produzca un cataclismo sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austríaco, la tormenta del proceso Caillaux, propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de la guerra precede a la guerra.

Fue así:

Mis hermanos y yo nos burlábamos siempre de nuestros vecinos, un tal Maréchaud, tipo grotesco, enano de perilla blanca y tocado con capucha, concejal del ayuntamiento, nos guardábamos de saludarle, lo cual le encolerizaba tanto que un día, no resistiendo más, nos abordó en la calle y nos dijo:”¿Con que no se saluda a un concejal, eh?” Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de esta impertinencia, las hostilidades fueron ya manifiestas. Pero, ¿Qué podía contra nosotros un concejal? Mis hermanos, cuando iban y volvían del colegio, tiraban de su campana con toda audacia, ya que el perro, que no podía tener mi edad, no era de temer.

La víspera del 14 de julio de 1914, yendo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver una aglomeración de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos recortados dejaban ver su quinta al fondo el jardín. Desde las dos de la tarde su criadita, que se había vuelto loca, estaba refugiada en el tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, aterrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de forma que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre un tejado se acrecentaba al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, se indignaban de que sus señores no hicieran nada por salvar a esta desgraciada. Ella daba ahora traspiés sobre las tejas, sin tener, con todo, el aspecto de una borracha. Hubiera querido poderme quedar allí siempre, pero nuestra criada, envida por mi madre, vino a devolvernos a los deberes. Si no, me quedaría sin feria. Me marché, con el alma en los pies, y rogando a Dios que la criada siguiese sobre el tejado cuando fuera a la estación a buscar a mi padre.

Seguía, en efecto, en su puesto, pero los raros transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no hace tarde al baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia.

Por lo demás, hasta ese momento, para la criada se trataba sólo de un ensayo más o menos público. Debía debutar, según la costumbre, por la noche, con los surtidores luminosos haciendo de verdaderas candilejas. Había, a la vez, los de la avenida y los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondeantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.

Como los bomberos de un pequeño municipio son “voluntarios”, se ocupan a lo largo del día más de otras cosas que de bombas de incendio. Son el lechero, el pastelero, el cerrajero, quienes, terminado su trabajo, irán a extinguir el fuego, si no se había extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que había patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron estos valientes, abriéndose paso entre la multitud.

Una mujer se les acercó. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, estaba compadeciendo escandalosamente a la loca. Dio unas recomendaciones al capitán: “Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde constantemente se la golpea. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo de ser despedida, de encontrarse sin trabajo, dígale que yo la tomaré en mi casa. Le doblaré el sueldo”.

Esta caridad escandalosa produjo escaso efecto entre la multitud. Aquella señora les molestaba. No se pensaba más que en la captura. Los bomberos, en número de seis, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando la verja y rodearon la casa, trepando por todos los lados. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar, previniendo a la víctima.

-¡Callaos! –gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los: “¡ahí va uno!, ¡ahí va uno!” del público. Con los gritos, la loca, armándose de tejas, tiró una sobre el casco del bombero que había alcanzado el remate. Los otros cinco bajaron rápidamente.

Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los tiros al blanco, los tiovivos, las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, una noche en la que los ingresos debían ser tan fructuosos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se apiñaban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a las voces la certeza de que se tiene razón, de que todo mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la para la parada de Vincennes, se contentaban quemando luces de bengala y cohetes.

Imagínese la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio de ese ruido y de esos resplandores.

El concejal, el esposo de la señora caritativa, improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.

Creyendo que era a ella a quien se aplaudía, la loca saludaba, un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que un casco relucía. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Me imaginaba a una chica, capitán pirata, que permanece sola en su barco que zozobra.

La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para saciar esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de tiovivos en montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Pero aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisface más. “Qué pálido estás”, había dicho mi madre. Le puse el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.

-De todas formas tengo miedo de que esto le impresione demasiado –le dijo a mi padre.

-¡Oh! –respondió él-, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, menos desollar un conejo.

Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que él también estaba trastornado. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. Lo que iba, en realidad, era a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.

Ahora ya no se contaba más de una veintena de personas. Oímos las cornetas. Eran para anunciar el desfile de las antorchas.

Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, después de la delicada luz de las baterías, estalla el magnesio para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que iban a cogerla, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse sobre los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportar todo, a pesar de que me zumbaban los oídos y el corazón me fallaba. Pero cuando oí gritar a algunos: “Vive todavía”, caí, sin conocimiento, de los hombros de mi padre.

Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos la yerba.

A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.

Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor que cualquier otro extraño período de la guerra, y cuánto me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.

Traductor: VICENTE MOLINA-FOIX

El diablo en el cuerpo. Madrid. Alianza Editorial. 1987. Págs. 16-22.

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