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Archive for 20 de abril de 2024

LA EXPOSICIÓN DE LOS IMPRESIONISTAS

Por: Louis Leroy (1815-1885)

Dura fue la jornada que pasé a visitar la primera exposición del boulevard Capucines, acompañado de M. Joseph Vincent, paisajista, discípulo de Bertin, varias veces enmedallado y condecorado por gobiernos diversos.

El imprudente se presentó allí, completamente descuidado; creía que iba a ver pintura como la que generalmente se ve, buena o mal, más bien mala que buena, pero no atentatoria contra las buenas costumbres artísticas contra el culto de la forma y el respeto a los maestros. !la forma¡ !Los maestros¡ ¡Ya no son necesarios, mi  buen amigo! Todo eso lo hemos cambiado.

Al entrar en la primera sala, Joseph Vincent sufrió un primer choque ante la Bailarina, de M. Guillaumín.

-Lástima- me dijo-, que este pintor, que posee algún sentido del color, no dibuje mejor: las piernas de la bailarina están  desvaídas como la gasa sus faldas.

-Creo que es usted duro con él -repliqué-. Precisamente ese dibujo está, por lo contrario, muy hecho.

El discípulo de Bertin, creyendo que yo ironizaba, se contento con encoger los hombros, sin tomarse la molestia de responderme.

Luego, muy despacito, y con mi más ingenuo semblante, le conduje hasta el Campo arado, de M. Pisarro (sic). Al ver este formidable paisaje, el pobre creyó que los cristales de sus espejuelos se habían empañado.

Los limpio cuidadosamente y, después, los colocó sobre su nariz.

-¡Michalon nos valga! -profirió-. ¿Qué es esto-?

-Ya lo ve… Escarcha sobre surcos profundamente arados.

-¿Surcos, eso? ¿Escarcha, eso? Pegotes. No son más que pegotes de paleta extendidos sobre un lienzo sucio. Esto no tiene ni pies ni cabeza; da lo mismo mirarlo boca arriba que  boca abajo, por delante o por detrás.

-Es posible…, pero hay en él impresión.

-¡Ya estamos con la necia impresión!… ¡Oh!… ¿Y esto?

-Un Pastor, de M. Sisley. Fíjese en el árbol de la derecha; es alegre y da la impresión…

-¡Déjeme en paz con su impresión! Ni está hecho, ni por hacer. Y ahora vez esa Vista de Melun, de M. Rouart, con no sé qué cosa en las aguas. Y, por añadidura, el sombreado del primer plano es bastante chusco.

-Lo sorprende es la vibración del tono.

-Diga, más bien, la estropajosidad del tono y le entenderé mejor. ¡Ay, Corot, Corot, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Tú has sido quien ha puesto de moda esa factura descuidada, estas veladuras, esas salpicaduras ante las cuales se ha sentido molesto el amante de la pintura durante treinta años, habiéndolas aceptado sólo obligado y forzado por su tranquila tozudez. ¡Una vez más, la gota de agua ha conseguido horadar la roca!

De esta manera iba desbarrando el buen hombre, no demasiado intranquilo, hasta el punto que nada me hacía prever el desagradable accidente que le ocasionaría su visita a esta exposición, en todos los sentidos de la palabra. Soportó incluso, sin grandes consecuencias, la vista de Barcos de pesca, saliendo del puerto, de M. Claude Monet; acaso porque yo le saqué de esa contemplación peligrosa antes que las deletéreas figuritas del primer plano produjesen su efecto. Desdichadamente, cometí la imprudencia de dejarle demasiado tiempo ante el Boulevard des Capucines, de ese mismo pintor.

-¡Ajajá!- soltó al estilo de Mefisto-, este, sí, está bastante conseguido… Aquí hay impresión, o yo no sé lo que me digo. Solamente le ruego me diga usted  qué representan esas innumerables manchitas negras, ahí, en el fondo del cuadro.

-Pues… -le respondí-, paseantes.

-¿Así que yo parezco eso cuando me paseo por el boulevard des Capucines?… ¡Rayos y truenos! ¿Es que se está burlando usted de mí?

-Le doy mi palabra, M. Vincent…

-Esas, esas manchas se han obtenido con el procedimiento que se emplea para imitar, salpicando, la piedra de granito. ¡Paf, paf!! ¿Bli bla! ¡Ahí  va eso! ¡Esto es inaudito, espantoso! ¡Me va a dar algo, seguro!

Trataba yo de calmarlo, mostrando el Canal de Saint-Denis , de M. Lépine y la Butte-Montmartre, de M. Ottin, ambos bastante finos de tono; pero la fatalidad era más fuerte; las Coles, de M. Pisarro (sic), le hicieron detenerse y, entonces, de rojo, pasó a ponerse escarlata.

-Son unas coles- le dije bajito, persuasivamente.

-¡Ay, desgraciadas, como las han caricaturizado!

¡Juro no comerlas más en mi vida!

-Sin embargo, no es falta de ellas que el pintor…

-¡Cállese, o cometo un desaguisado!

De pronto, al ver La casa del ahorcado, de M. Paul Cézanne, lanzó un grito enorme.

Los prodigiosos empastamientos de esta pequeña joya dieron fin a la obra que había comenzado en el Boulevard des Capucines; el maestro Vincent deliraba ya.

Su locura, al principio, fue bastante moderada. Colocándose en el punto de vista de los impresionistas, se expresaba como ellos.

-Boudin tiene talento-me dijo ante una playa de este artista-; pero ¿por qué unta de ese modo sus marinas?

-¡Ah!, ¿cree usted que su pintura está demasiado hecha?

-Indudablemente. ¿Y qué me dice usted de Mlle. Morisot? Esa personita no se divierte si no es reproduciendo multitud de detalles innecesarios. Cuando pinta una mano (la Lectura), de tantas pinceladas largas como dedos tiene, y asunto concluido. Los bobalicones que busca los detallitos en una mano, no entienden nada del arte impresionista y el gran Manet los expulsaría de su república.

-Así, pues, M. Renoir está en el buen camino. No hay nada excesivo en sus Segadores. Me atrevería a decir incluso, que sus figuras…

-…Todavía resultan demasiado estudiadas.

-¡Cómo…, monsieur Vincent! Vea ahí esos tres toques de color que se considera representan a un hombre en un trigal.

-Tiene dos pinceladas de más; con una sola bastaba.

Eché una ojeada al discípulo de Bertin: su rostro iba poniéndose rojo oscuro. Me parecía inminente una catástrofe. A M. Monet estaba reservado asestarle el último golpe.

-¡Ah! ¡aquí está, aquí está!- profirió ante el número 98-. ¡Lo reconozco como el favorito del maestro Vincent! ¿Qué representa este lienzo? Mire el catálogo.

-“IMPRESION. Sol levante”

-Impresión: estaba seguro de ello. Me estaba diciendo a mí mismo que, pues estoy impresionado, debe de haber impresión ahí dentro… ¡Y qué libertad, que facilidad en la factura! ¡El papel pintado en estado embrionario está más hecho aún que esta marina!

-Sin embargo, ¿qué habrían dicho Michalon, Bidault, Boisselier y Bertin ante este lienzo impresionista?

-No me hable usted de esos odiosos vejestorios- aulló el maestro Vincent-. Cuando vuelva a casa, voy a rasgar todas esas pantallas de chimenea.

(¡El pobrecillo renegaba de sus dioses!)

En vano traté de reanimar su razón expirante, mostrándole el Levée d¨etang, de M. Rouart, al que falta poco para estar completamente bien; un estudio de castillo, en Sannois de M. Ottin, muy luminoso y fino; pero lo horrible le atraía. La lavandera, tan mal lavada, de M. Degas, le hacía soltar gritos de admiración.

Hasta Sisley le parecía amanerado y preciosista. Así que, para seguirle la corriente, y por temor a irritarle, buscaba yo cuanto había de admirable en los cuadros “de impresión”, y reconocía yo, sin demasiado esfuerzo, que el pan, las uvas, y la silla del Almuerzo, de M. Monet, eran buenas muestras de pintura. Pero él rechazaba estas concesiones.

-No, no- profirió… Monet flaqueó ahí. Hace sacrificios a los falsos dioses de Meissonier. Demasiado hecho, demasiado hecho… Hábleme de Una moderna Olimpia, en seguida.

¡Ay, vaya a verla, a esa. Una mujer plegada en dos, a quien una negra quita el último velo para mostrarla, con toda su fealdad, a la mirada encantada de un monigote oscuro. ¿Se acuerdan de la Olimpia, de M. Manet? Pues bien, comparada con la de M. Cézanne, era una obra magistral de dibujo, de corrección, de terminación.

Por último, el vaso se desbordó. El cerebro clásico del maestro Vincent, atacado por demasiados lados a la vez, se trastornó completamente. Habiéndose detenido ante el guardián de París que custodia estos tesoros, y tomándole por un retrato, se puso a hacerme de él una crítica muy acentuada.

-Es bastante malo- dijo, encogiendo los hombros-. De frente tiene dos ojos… y una nariz… y una boca. Los impresionistas no se habrían sacrificado así al detalle. Con cuanto el pintor ha malgastado en inutilidades en esta figura, Monet hubiese hecho veinte guardianes en París.

-¡Por favor, circule un poco! ¡Usted -le dijo el retrato.

-No le está oyendo? No le falta siquiera hablar. ¿Había necesidad de que el pedantón que lo ha pintarrajeado gastase tiempo en hacerlo?

Y, para dar a su estética toda la seriedad debida, el maestro Vincent se puso a bailar la danza de scalp ante el estupefacto guardián, mientras gritaba con estrangulada voz:

-¡Hugh! ¡Yo soy la impresión que avanza, la espátula vengadora, el Boulevard des Capucines, de Monet, La casa del ahorcado, y Una moderna Olimpia , de M. Cézanne. ¡Jugh!, ¡hugh!, ¡hugh!

Le Charivari”, 25 de abril de 1874. Exposición  del 15 de abril al 15 de mayo de 1874.Taller de Nadar -Félix Tournachon-.

Traductor: JULIO GÓMEZ DE LA SERNA

El impresionismo. Jacques Lassaigne. Madrid. Aquilar Ediciones. 1968. Págs. 78-81.

EL IMPRESIONISMO / POR: JACQUES LASSAIGNE (1911-1983)

Por: Jean Tardieu (1903-1995)

PRÓLOGO

Hemos de reconocer que la palabra fue todo un hallazgo. Concisa, evocadora, tan ambigua como se quiera, la palabra «impresionismo» cundió y, yendo más allá de los pro­blemas propios del arte pictórico, no tardó en designar una nueva manera de ver y sentir, un nuevo modo del ser, en suma, algo como un nuevo imperio, rebosante de luz y de es­pacio, conquistado a las tinieblas polvorientas de la ciénaga académica. Pronto (un poco después, o incluso mucho después) se observó la saludable influencia de este soplo y de esta luz en la poesía, la música e incluso la novela.

De este movimiento, llamado a tener tan prolongada descendencia, el libro de Jacgues Lassaigne ofrece una relación ejemplar, atractiva como un relato, precisa como un análi­sis científico, sensible y coloreado como un cuadro de los maestros que evoca.

Su libro me ha hecho meditar. A través de él, a través de muchos pasajes donde señala el lazo que indudablemente existió entre el impresionismo pictórico y los descubrimientos científicos e incluso las ideas filosóficas de aquella época; comprendo el alcance conside­rable de tal giro de la pintura.

Esta revelación del «impresionismo», que nos permite captar en todo su frescor el ins­tante fugitivo y eterno, la imagino como la intuición, primero familiar, luego generalizada, de un universo en expansión, que en adelante no dejará de buscarse y superarse, tanto en nuestro espíritu como en nuestra experiencia.

Se le dio entonces al arte francés el singular poder de expresar esta nueva visión de las cosas, como si solo al lenguaje de los pintores estuviera reservada la posibilidad de ser al mismo tiempo eco, anuncio y símbolo de un cambio total en las formas del pensamiento.

Más aún: parece que nuestro arte, obsesionado ya por el presentimiento de este uni­verso inmediato y sin trabas, hubiera encontrado en el «impresionismo» una de las, cimas de su propio genio. Ya lo hemos dicho: un nombre hallado felizmente no tarda en conver­tirse en «concepto» y tiende a ensanchar sus límites originarios.

Así -prosiguiendo la meditación- creo ver ampliada en la historia la noción de impre­sionismo a mucho antes y a mucho después de Monet o Renoir.

Advierto ese estremecimiento de la mirada, ese temblor de la verdad sensible en las notas de un Joseph Joubert, ya desde los primeros años del siglo XIX, cuando escribe por ejemplo: «La luz vaporosa, la luz en arroyos, la luz rosácea…» (Diario íntimo, 21 de noviembre de 1806).

Cien años después, cuando Proust descubre el valor de la sensación rememorada como intuición metafísica, le vemos en todo momento tomar de los pintores impresionistas una parte capital de su lenguaje, al extremo de damos la sensación de estar ante un cuadro de Claude Monet (o del “pre-impresionista” Boudin), por ejemplo, en la deslumbrante apa­rición de las “jóvenes” en la playa de Balbec: “… Y esta ausencia en mi visión, de las demarcaciones que pronto establecería entre ellas, propagaba a través de su grupo una flotación armoniosa, la traslación continua de una belleza fluida colectiva y móvil…”

¿Quién no ve que en los dos extremos de este centenar de años se da el mismo “toque” de sensibilidad que brilla y se estremece como el toque de color en la punta del pincel, con el mismo modo de descomponer la luz a través del prisma, de disociar las formas en una nube de “impresiones” directas?

Un poco antes o un poco después, creo captar una técnica semejante en el verso de Mallarmé, por ejemplo, en la versión definitiva de La siesta de un fauno (¿1866?), donde la aliteración desempeña a menudo el papel de una vibración coloreada:

 … tan claro

su rosicler, que revolotea en el aire

adormecido de sueños espesos…

Pasan unos decenios y, hacia el momento de apoteosis de los pintores impresionistas, Bergson, el filósofo entonces en boga, parece obsesionado por ellos cuando escribe (Materia y Memoria, 1896: “Se nos ha dado una continuidad movible, en la cual todo cambia y permanece a la vez”

La música parecía seguir un camino paralelo. La búsqueda del “color” orquestal se había ya manifestado, de modo evidente, en las audacias sonoras y rítmicas de Berlioz, primero, y de Bizet y Chabrier, después. Más próximo a nosotros, la influencia de la pintura se observa, aún de manera más evidente, ­en el genio inventivo de Debussy, cuando reaviva con sus “disonancias” la sensibilidad del  oído, al igual que los pintores impresio­nistas habían aclarado nuestra mirada al disociar los tonos.

Y de pronto, pintura, poesía y música se unen el día en que Mallarmé, cuyo Fauno había ilustrado su amigo Edouard Manet, escucha y da su aprobación al Preludio que compone Claude Debussy inspirado en este poema (1894)…

Así, a partir del impresionismo propiamente dicho, cabría sin duda, multiplicando las búsquedas y ejemplos (a riesgo de cometer algunas equivocaciones o, al menos, ciertas extrapolaciones temerarias), seguir la huella, «hacia arriba», de los signos precursores que lo anunciaron; después, «hacia abajo», las crecientes señales de su influencia, y ver poco a poco colorearse con los mismos matices, muy característicos, nuestro horizonte intelectual a finales del siglo pasado y al comienzo de este, desde el pensamiento hasta la música, desde la poesía hasta la novela, como si, en un concreto período histórico, se hubiera concentrado todo un conjunto de riquezas que existía “antes” y que subsiste «después» en la manera de ver y de entender, de sentir, comprender y expresar.

En efecto, no se trata de residuos de un pasado muerto, a menudo detestado por las generaciones siguientes y que nos hubiera dejado de interesar por completo. No olvidemos -y Jacques Lassaigne recuerda este punto capital, con mucho tacto, en el último capítulo de su obra- que tres de los más grandes impresionistas, Renoir, Cézanne, Monet (sobre todo los dos últimos), son los mismos que superaron ampliamente el movimiento por ellos engendrado.

Debido a un esfuerzo audaz de su imaginación creadora y porque entra en la lógica de todo artista excepcional llegar hasta el límite de sí mismo, estos dos gigantes, Cézanne y Monet, pasan a ser al final de su vida los iniciadores y profetas de los nuevos tiempos.

Tanto el primero, hombre-roca, como el segundo, hombre-río, parecen llevar por adelan­tado, en la prodigiosa diferencia de sus caracteres, dos de las principales tendencias entre las cuales iba a vacilar después la pintura, dividida entre la búsqueda de una estructura y el estallido de las formas, entre el dominio del espíritu y una especie de absoluto de la sensa­ción coloreada, entre la mayor sujeción y una creciente libertad.

Pero todo eso es de incumbencia de los pintores. Lo que en último término nos con­cierne a todos, en cuanto que existimos, es que el impresionismo trajo también al mundo otra clase de revelación o de liberación. Autorizó al hombre a destruir los tabús que le impedían avanzar. Le permitió, incluso le aconsejó, buscar en la vida inmediata, en un modo de ver mejor lo que vemos, esa superación espiritual que anteriormente solo se creía hallar en la negativa a vivir.

El impresionismo fue el primero que dio cima a la ardua tarea de sacralizar como tal y no como símbolo de algo trascendente, la realidad visible, y ello de un modo que no era anecdótica, débil o superficial, sino que, por el contrario, parecía provenir de un antiquísimo tesoro de sabiduría, conocimiento y consenso, de una especie de panteísmo primitivo, de una alegría esencial que ya no conocemos y que solo podemos redescubrir en esta pintura.

Porque esta pintura significa un momento de equilibrio preservado, uno de los secretos de la dicha de vivir, un secreto que se nos debería permitir -al margen de toda ideología y determinación histórica y social- descubrir de nuevo en el fondo de nosotros mismos.

Guiados por la mano muy segura, muy inocente y muy sabia de estos pintores «locos de luz» (como Hokusai estaba «loco de dibujo»), recordaremos siempre con nostalgia, en los paraísos perdidos de estos jardines soleados, esas tardes tranquilas en que se mueve en el suelo la sombra azul de los árboles, zumba la avispa estival y la mirada, con los párpados entornados, de las mujeres sonríe al calor del día.

Traductor: JULIO GÓMEZ DE LA SERNA

El impresionismo. Madrid. Aguilar Ediciones. 1968. Págs. 7-9.

LA RECUPERACIÓN DEL OBJETO

Por: Joaquín Torres García (1874-1949)

LECCIÓN V (FRAGMENTO)

A partir de 1900, el arte enferma. Debemos estar bien persuadidos de esto (y mucho conviene que lo estemos, por lo que luego se verá); y de por qué vino eso (sin querer buscar causas demasiado remotas), y qué género de dolencia le aquejó. Todo eso, porque conviene salir de ese ambiente, para ver claro, ya que es, éste, un momento en que conviene estar preparado, en vista de lo que puede venir (y debe venir) y a fin de no dar paso en falso.

Los impresionistas fueron gente sana y equilibrada. Superficiales, si se quiere, pero… hicieron pintura (y la hicieron de verdad). ¿Puede decirse otra cosa? No; de ninguna manera.

Dejemos eso: hubo equilibrio y salud en ellos. Y esto es lo único que ahora deseo que se admita.

Vino Cezanne, y, a pesar de traer todo un mundo nuevo, no perdió el equilibrio. Su arte se mantuvo sano. ¿Por qué? Hay que ver cómo recomienda, sobre todo en una de sus cartas (fechada en Aix 26 de mayo de 1904) en la que dice: “No se es ni demasiado escrupuloso, ni demasiado sincero, ni demasiado sumiso a la naturaleza; pero se es más o menos, dueño del modelo, y sobre todo de los medios de expresión: penetrar aquello que tenemos delante, y perseverar en expresarlo lo más lógicamente posible”. Según él, éste es el único trabajo que puede hacernos realizar un progreso. Cortas palabras, pero que van al fondo de la cuestión: se tiene la naturaleza delante y tratamos de realizar o resolver el problema que nos plantea. Yo creo que no hay otro camino, y que, abandonado éste, lo demás conduce al abismo.

Pues bien, por faltar eso, el arte enfermó. Los impresionistas no se preocuparon de ir en profundidad, pero se mantuvieron dentro del equilibrio: la naturaleza y el artista. Después, ya bajando desde 1900 se abandonó eso.

Por ejemplo: si contemplamos una línea vertical, como que tenemos, diríamos en sí, el sentido de la verticalidad, presto nos daremos cuenta de si, la tal línea, se inclina a la derecha o a la izquierda. Así podemos encontrar siempre el equilibrio. Pero, el artista que da un corte a la naturaleza (es decir, que la quiere olvidar) ya no posee más el sentido de la verdad de las cosas.

Los impresionistas fueron superficiales (no lo fueron en el mal sentido; pero pasemos eso), no llegaron a lo abstracto. Bien; pero, ¿y los griegos o los egipcios? Fueron abstractos, profundos, todo lo que se quiera, pero frente a la naturaleza, por su objetividad, puede decirse que es el sistema clásico. Grito es, pues, del romántico, ese yo que se yergue altanero proclamándose centro del universo; donde todo hará como demiurgo, a su antojo, cortando con el resto. Es el grito del diablo. El cual grito, al fin, se trocará en grito de desesperación.

Bien: estamos en eso. Toda la producción de los modernos, revela dolor, exasperación, desesperación. Contemplan los modelos antiguos, quisieran llegar a tal altura, y ante la impotencia, y siempre por inspiración del diablo, se cae en brazos de la extravagancia. Ya no hay ni paz ni salud en el arte; ya no hay nadie en serenidad para la contemplación; todos están con tal virus en la sangre; y hay morbo, enfermedad; y, lo peor, enfermedad en la psiquis.

Yo señalé el camino de la salvación: construir, pero sin olvidar la naturaleza. En eso, y sólo en eso, está el equilibrio. Y no darle más a la cabeza buscando un mito: algo que no existe por más que se busque: ¡lo nuevo, lo moderno, lo sensacional! ¿Será todo ello más que un fruto del orgullo? ¿Qué les pasó a los ángeles rebeldes? Que fueron precipitados al abismo. ¡Sublime alegoría!

Tales juegos, es claro, no han venido solos, como traídos al azar; ni tampoco la exaltación, la extravagancia y la locura, fueron traídas por la voluntad de los hombres; no hubieran medrado a encontrar terreno propicio. Ese episodio del arte no es, si bien se piensa, más que un detalle dentro de una mayor desorientación y desconcierto: el mundo está enfermo.

Prosperó todo eso porque era parte de lo otro: dieron fruto las peores semillas.

Yo no sé si ha llegado al máximo tal estado de cosas con respecto al arte, pero lo que hay de cierto es que hay una grande inquietud: miedo. Mucho dolor. Hay desesperación. Es que algo muere; algo se acaba irremisiblemente. ¿Y entonces?

(…)

Agosto 22 de 1948

Cuidado del texto a cargo de JOSÉ PEDRO BARRÁN y BENJAMÍN NAHUM

Prólogo de ESTHER DE CÁCERES

La recuperación del objeto. Tomo I. Montevideo. Biblioteca Artigas. Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. 1965. Págs. 48-51.

EL IMPRESIONISMO(FRAGMENTO)

Por: Pierre Francastel (1900-1970)

En 1867, al verse en la imposibilidad de tener acceso a la Exposición universal, Manet decidió realizar, siguiendo el ejemplo de Courbet, una exposición privada de sus obras al margen de la manifestación oficial. Pues esta vez, después de cierto alivio de la tensión en los Salones de 1865 y 1866 que, como consecuencia de la cuestión de los Rechazados, aceptaron la Olympia de Manet, la Camille de Monet, paisajes de Sisley, Bazille, Pisarro y de las hermanas Morisot, la hecatombe era más radical que nunca. El Salón, presidido, sin embargo, por Théodore Rousseau, el antiguo proscrito, había rechazado los envíos de 2.000 pintores de los 3.000 que habían acudido. La Exposición universal, que presentaba, aparte, una retrospectiva desde 1855, había advertido con antelación a la mayoría de los pintores que era inútil que se presentaran. Manet, al que, incluso en el año de indulgencia de 1866, se le había rechazado Le Fibre y el Acteur tragique, sigue siendo el centro de las polémicas suscitadas en torno a la joven generación. Un artículo de Émile Zola –que firma Claude- publicado en L´Événement, predice su porvenir y le profetiza un puesto en el Louvre. Ante estos estímulos, y con el propósito de hacer frente a la adversidad oficial, decide, pues, llevar a cabo aquella exposición libre y privada. El prefacio del catálogo tan sólo reclama el derecho del artista a mostrarse ante el público. Pero el público se retrajo. Situado en el Quai de l´Alma, su barracón, vecino del de Courbet  -que vuelve a empezar- tuvo un fracaso completo, total, radical.

En aquel año fue cuando Manet conoció en el Louvre a Berthe Morisot, quien pronto, en calidad de alumna y de modelo, se convirtió en asidua de su taller. Todos están de acuerdo en decir que fue ella la que condujo a Manet al Impresionismo. ¿Por qué ha de privársele de este modo a Manet del mérito de ser uno de los activos creadores del movimiento? Nos contestan que, antes de conocer a Berthe Morisot y a Claude Monet, Manet no pintaba “al aire libre”: su Déjeuner sur l´herbe están realizadas totalmente fuera, de acuerdo con la nueva doctrina. Sin embargo, desde los comienzos de su carrera de pintor, se encuentran en su obra tentativas muy concretas –magistralmente realizadas- para reflejar el efecto de descomposición de una potente luz sobre una multitud congregada a cielo abierto –lo cual constituiría uno de los objetivos favoritos de los Impresionistas, diez o quince años más tarde-. (…)

(…)

A pesar de esta acogida, los impresionistas no se desalentaron en su propósito de mostrar periódicamente sus obras. Dos años más tarde, se abría una nueva exposición y luego, en 1877, una tercera. Al decir de Georges Riviére, amigo de Degas y asiduo de los cafés donde se reunían los círculos artísticos y literarios del momento –la Brasserie des Martyrs, la Nouvelle Athénes, donde Manet acudía casi a diario a encontrarse con Degas, Marcelin Desboutin, Forain, Lamy y algunos más-, esta exposición, la más importante de todas, fue un éxito. El público, ciertamente, no cesaba en su hostilidad, y los periodistas continuaban con sus bromas; pero el grupo de amigos se ampliaba y las voces que confesaban su simpatía por los reprobados eran cada vez más numerosas. Las cuarta exposición en 1879, acusa algunas bajas: Cézanne, la pesadilla de los críticos, que ya se abstuvo en 1876, se abstiene de nuevo, seguido de Renoir y Berthe Morisot. Pero, sea por curiosidad, o por verdadero interés, el número de visitantes creció hasta alcanzar la cifra de 15.400, y de allí en adelante, una tras otra, las exposiciones impresionistas constituyen acontecimientos parisienses. En 1880 es Monet quien se abstiene, en puertas de una exposición particular de sus obras, en común con Rodin. Renoir y Sisley, recibidos el año anterior en el Salón Oficial, también se abstienen, y es Pisarro, secundado por Degas, quien se convierte en el jefe del grupo. Introduce en él a Gauguin, que en lo sucesivo habría de exponer con ellos. Cézanne, principal obstáculo para el éxito del grupo, se había retirado de la vida parisiense y es olvidado.  En 1881, no quedan, de los fundadores, más que Degas, Guillaumin, Berthe Morisot, Pisarro y Henri Rouart, pero el grupo se enrique con Mary Cassatt y Forain; en 1882 se les encuentra de nuevo a todos agrupados, a excepción de Degas. En esta ocasión exponen bajo el nombre de “Artistas Independientes” y el “Salón de los Independientes”, fundado dos años más tarde y que sigue funcionando, adopta ese nombre. Las ventas van mejorando.

Con la colaboración de GALIENNE FRANCASTEL

Versión española SOFÍA NOEL

Historia de la pintura francesa. Desde la Edad Media hasta Picasso.  Madrid. Alianza Editorial. 1989.  Págs. 302-303, 313-314.

IMPRESIONISMO OBJETIVO

Por: Mark Rothko (1903-1970)

Hemos apuntado que, en este sentido, el impresionismo del último cuarto de siglo XIX inició el movimiento, alejándose de la aceptación de las apariencias concretas como nociones de la realidad. En este momento apareció Cézanne en escena, quien llegó a desempeñar un papel muy importante en el mundo de la filosofía plástica.

Podríamos decir que Cézanne fue una reacción a Monet. También podríamos decir que desempeñó el mismo papel en cuanto a las leyes del impresionismo que los artistas renacentistas jugaron en su época al desechar la manifestación de las leyes de la perspectiva como objetivo del arte. Cézanne era esencialmente pragmatista. Vio claramente que con la búsqueda de las preocupaciones de Monet todos los fenómenos visuales se desintegraban en una serie de borrones igualmente matéricos; que significaban la disolución total de la realidad, pues el resultado sería una verdadera monotonía en la que lo semejante aniquilaría todas las diferencias; una situación que no concuerda con nuestra consciencia consciente. Pues él sabía que el hombre era sensible a las limitaciones, a las diferencias de peso o a las formas claramente diferenciadas, y a una variedad de propiedades intrínsecas. Sabía que una piedra angular de la vida mental era la apercepción de las distinciones basadas en la referencia a las similitudes y que el énfasis en la uniformidad lleva a la muere de la conciencia de los contrastes. Así, aumentar la conciencia de los contrastes sería una herramienta para resaltar aún más la realidad de nuestras percepciones sensitivas; que se con este fin que deberíamos emplear nuestros recursos plásticos antes que utilizarlos para disolver las diferencias.

Puesto que la preocupación de Cézanne era sobre todo conferirle mayor cualidad tangible a la existencia física de los objetos, en particular, la demostración de esa existencia a través del peso, encontramos que el proceso desarrollaba una serie de manifestaciones que apuntan a las corrientes de arte que habrían de seguir. Cézanne no estaba interesado en la apariencia de los detalles de los objetos. Su pintura era una demostración de cómo percibimos o captamos la abstracción de la verdadera existencia del peso de los objetos como unidades. Fue una reacción a la disolución de la unidad de formas concretas que había encontrado en el impresionismo de Monet. De ahí que podamos llegar a decir que su pintura era la demostración de la abstracción de las diferencias de peso, pues sólo era a través de la representación de volúmenes comparativos que pudo plasmar este tipo de forma en los detalles. Por consiguiente, su manifestación reducía sus formas concretas a abstracciones, como si fuera ésta la manera en que mejor podía transmitir la imagen clara del relieve estructural. Y así, inusitadamente, señaló la dirección en la que más tarde se desarrollaría el arte: hacia un equivalente plástica de la noción de Platón de las ideas abstractas. Puesto que él también utilizaba el color de forma estructural a fin de realizar su apercepción de la existencia de color, necesitaba descubrir la función estructural del color.

Cézanne no era ciego a los corolarios que surgieron a raíz de sus inquietudes. Pues a medida que se desarrollaron, modificó los factores, uno por uno, al demostrar el uso de estas nuevas técnicas. Empezó intentando crear una sensación de relieve con el método de un escultor, realizando un verdadero relieve escultural mediante el uso del impasto o emplaste. Aumentó la sensación de relieve introduciendo estas prominentes masas acumuladas en el espacio por medio del color. Más tarde, abandonó este método porque cayó en la cuenta de que el color en sí tenía una función táctil y, por lo tanto, este tipo de relieve físico era innecesario. Descubrió que la sensación se veía muy directamente afectada por la cualidad del color en sí. También se dio cuenta de la naturaleza de lo que estaba demostrando y por ello explicó su empleo de las formas como abstracciones. En este sentido, Cézanne comprendió y expuso la función simbólica de todos los elementos de sus cuadros y, más tarde, lo vemos abandonando su romanticismo -es decir, la representación de la emotividad humana- por una sensualidad plástica y táctil.

En otras palabras, la suya fue una reacción a la noción de fluctuación y una reafirmación del principio de estabilidad. La tarea coloraria consistió en la reafirmación de la importancia de la estabilidad del equilibrio supremo de todo el cuadro y de todos los recursos de distorsión y abstracción. Esto también se tradujo en una inmovilidad general que incluso confirió a su representación de organismos vivos.

Sin embargo, siempre fue impresionista. Pues, al igual que otros, estaba interesado en la reafirmación de la realidad por medio de la luz que es el transmisor de la realidad al hombre, el medio por el cual el hombre reconoce la realidad del universo de las apariencias. Por lo tanto, mientras despojaba las formas de las apariencias, seguía reteniendo sus particularidades porque nunca perdió de vista su objetivo original y sempiterno: la reafirmación de la realidad visual del mundo, de la realidad de las cosas que aceptamos como reales según nuestra experiencia visual. Su uso de los factores abstractos estaba destinado a incrementar la sensación del mundo de las apariencias. Este uso era directamente opuesto al de aquellos que desarrollaron sus métodos para demostrar la participación de la experiencia en las generalizaciones del mundo de las ideas.

Cézanne también consiguió la reconstrucción de la pintura. Como ya hemos dicho, su propósito era reafirmar la realidad del mundo de las apariencias. Esta realidad no era simplemente la de los objetos concretos, sino que había también que aplicarla a las interrelaciones de éstos. Lo cual era posible porque la generalización de la validez de la apariencia significaba que la percepción de la solidez de todas sus interrelaciones tuviese la misma validez. Por tanto, trasladó esta solidez a cada centímetro cuadrado del cuadro. Esto fue, a su vez, una reacción a aquellos que disolvieron lo concreto tanto del espacio como de los objetos contenidos dentro de él, convirtiéndolo en incertidumbres del romanticismo. Los pintores, al poner excesivo énfasis en el estado de ánimo, se tornaron descuidados al representar la realidad de aquellos elementos a los que aplicaban su estado de ánimo. Las partes que no eran tan importantes como el objeto central de sus ilustraciones románticas las fueron descuidando cada vez más. La pintura se había convertido en la extensión del estado de ánimo a los objetos perceptibles, cuando ya no había más objetos que pudieran recibir tales extensiones. En este sentido, el arte de Cézanne era una protesta en dos direcciones contra la disolución del mundo de la materia; argumentaba en contra del sacrificio de lo táctil a favor de la emoción romántica, aun cuando éste contradecía la disolución de la apariencia táctil, es decir, se alejó de la manera en que Monet y otros había divido la apariencia táctil a través de la representación de la mecánica de la visión.

En este sentido, él era exactamente opuesto a los pintores que vinieron después de él. Porque él era consciente del mundo de las apariencias y dedicó su vida a la reafirmación de la existencia de ese mundo. Sin embargo, sus seguidores, aunque se imbuyeron de su predilección por la integridad estructural y la continuaron, abandonaron el mundo directo de las apariencias e intentaron ratificar esa integridad estructural mediante referencias a la generalización de las formas.

Traducción MARÍA ISABEL ABDALA BASILA 

La realidad del artista. Filosofías del arte. Madrid. Editorial Síntesis. 2004. Págs. 176-179.

CABALLO, DANZA Y FOTO (FRAGMENTO)

Por: Paul Válery (1871-1945)

El caballo anda de puntillas. Cuatro uñas le llevan. Ningún animal tiene tanto de primera bailarina, de estrella de la compañía, como un pura sangre en perfecto equilibrio al que la mano del jinete parece mantener suspenso mientras avanza a pasitos a pleno sol. Degas lo ha pintado de un verso; dice de él:

Nerviosamente desnudo en su falda de seda

en un soneto muy bien hecho en el que se entretuvo y se afanó en concentrar todos los aspectos y funciones del caballo de carreras: adiestramiento, velocidad, apuestas y fraudes, belleza y elegancia suprema.

Fue uno de los primeros en estudiar las verdaderas figuras del noble animal en movimiento por medio de las fotografías instantáneas del mayor Muybridge. Por lo demás, amaba y apreciaba la fotografía en una época en que los artistas la desdeñaban o no osaban confesar que se servían de ella. Las hizo muy bellas: conservo celosamente cierta ampliación que me dio.

Junto a un gran espejo puede verse a Mallarmé apoyado en la pared, y a Renoir en un diván sentado enfrente. En el espejo, en estado fantasmal, se adivina a Degas y el aparato, y a la señora y la señorita Mallarmé. Nueve lámparas de petróleo y un terrible cuarto de hora de inmovilidad para los modelos fueron las condiciones de esta especie de otra maestra. Tengo ahí el retrato de Mallarmé más hermoso que haya visto, dejando aparte la admirable litografía de Whistler cuya ejecución fue para el modelo otro suplicio soportado con toda la gracia del mundo: durante cantidad de sesiones debió posar casi pegado a una estufa, y encima encendida, sin osar quejarse. El resultado valió el martirio. Nada más delicado, más parecido espiritualmente que ese retrato.

Los clichés de Muybridge ponían de manifiesto los errores que escultores y pintores habían cometido al representar los distintos pasos del caballo.

Se vio entonces lo inventivo que es el ojo, o más bien cuánto elabora la percepción lo que nos ofrece como resultado impersonal y cierto de la observación. Toda una serie de operaciones misteriosas intervienen entre el estado de manchas y de cosas u objetos, coordinan lo mejor que pueden datos brutos incoherentes, resuelven contradicciones, introducen juicios formados desde la primera infancia y nos imponen continuidades, asociaciones, modos de transformación que agrupamos bajo los nombres de espacio, tiempo, materia y movimiento. De modo que se imaginaba al animal en acción cuando se creía verlo; y si se examinaran con la suficiente sutileza esas representaciones de antaño quizás se encontrara la ley de las falsificaciones inconscientes que permitían dibujar momentos del vuelo de los pájaros o de los galopes del caballo como se hubieran podido observar a placer: pero esos momentos interpolados son imaginarios. Se atribuían figuras probables  a esos veloces móviles, y no carecería de interés tratar de precisar, comparando documentos, esa suerte de creación mediante la cual el entendimiento colma las lagunas del registro sensorial.

En lo que concierne al vuelo de los pájaros, de paso diré que la fotografía instantánea ha corroborado las imágenes que de él habían dado Leonardo da Vinci en sus croquis y los japoneses en sus estampas, uno quizás por reflexión, y los otros acaso por sensibilidad y paciencia en la observación.

Degas encontraba en el caballo de carreras un tema raro que satisfacía las condiciones que su naturaleza y su época imponían a su elección. ¿Dónde encontrar algo puro en la realidad moderna? Pues, bien, el realismo y el estilo, la elegancia y el rigor se acordaban en el ser lujosamente puro del animal de raza. Aparte de que nada podía seducir mejor que esa obra maestra angloárabe a un artista tan refinado, tan difícil y tan amante de la preparación prolongada, la selección exquisita y la finura en el montaje. Degas amaba y conocía el caballo de montar hasta el punto de reconocer los méritos de artistas muy distantes de él cuando en sus trabajos encontraba el caballo bien estudiado. Un día en Durand-Ruel me tuvo muchísimo tiempo ante una estatuilla de Meissonier, un Napoleón ecuestre en bronce, de un codo de alto, y me estuvo detallando las bellezas o mejor exactitudes que reconocía en esa pequeña obra. Caña, cuartilla, menudillo, planta, cuartos traseros… Hubo que oír todo un análisis crítico y finalmente elogioso. También me elogió el caballo de la Juana de Arco de Paul Dubois que está delante de Saint-Augustin. Se le olvidó hablar de la heroína, cuya armadura es tan exacta.

Traductor JOSÉ LUIS ARÁNTEGUI

Piezas sobre arte.  Barcelona. Visor Distribuciones. 1999. Págs. 40-42.

EL MUSEO DE NANTES

Por: Claude Monet (1840-1926)

-Este otoño visité su museo de Nantes. Hacía años que mi viejo amigo Clemenceau insistía en que fuera a visitarle a su pueblo, en Vendée. Y un buen día decidí acercarme. En mi camino de regreso paré en Nantes para ver el admirable retrato de Ingres, Madame de Sennones.

Se dice que el retrato fue rajado por el cuñado de la modelo, que se oponía a la boda del Vizconde Alexandre de Senonnes con esa fofa y desconocida romana. Cierto es que el lienzo tiene una herida a la altura del cuello de la señora. Una herida apenas perceptible que no enturbia un cuadro que bien podría considerarse la obra maestra de Ingres. Lo eché en falta en la exposición antológica organizada en 1920 en rue de Ville-l´Éveque. Me habría gustado ver Madame de Senonnes junto a Monsieur de Villers, ese retrato en negro y plata de la colección Bernhein-Jeune. Nunca logró Ingres tanta excelencia con tanta sencillez.

El museo cuenta también con un Watteau muy particular y muy bello, la Marche de soldats… Por el contrario, no me gusta mucho el Courbet, Les Cribleuses de blé. Resulta deshilvanado, un tanto pesado. Pero no deja de ser una maravilla cuando se compara con el revoltijo acumulado en la sala de sus coetáneos. ¡Cuánto ganarían los museos si se deshicieran de no pocos cuadros!

Edición y traducción de PAUL CHATENOIS

La pintura desde el jardín. Conversaciones con Marc Elder.Madrid. Casimiro libros. 2012. Pág. 30.

AUGUSTE RENOIR (1841-1919)

Algunos de esos recién llegados habrían querido reanudar la cadena de una tradición cuyos inmensos beneficios sentían inconscientemente. Pero para ello era necesario aprender, ante todo, el oficio de pintor, y cuando uno está librado a sus propias fuerzas, tiene que partir necesariamente de lo simple para llegar a lo complicado, de la misma manera que, para leer un libro, es preciso comenzar por aprender las letras del alfabeto. Se entiende, pues, que, para nosotros, la gran búsqueda haya sido la de pintar lo más sencillamente posible.

*

Afuera hay una variedad de luz mayor que la del taller, que es siempre la misma; pero precisamente, afuera uno es apresado por la luz, no tiene tiempo de ocuparse de la composición; y además, afuera no se ve lo que se hace. Recuerdo que un día pintaba en Bretaña, bajo una cúpula de castaño, en otoño. ¡Todo lo que ponía en mi tela, negro o azul, era magnífico! Pero lo que hacía mi tela era la transparencia dorada de los árboles; en cuanto regresé a mi taller, con una luz normal, la tela se convirtió en una cosa vulgar […] Al pintar en medio de la naturaleza, el pintor llega a buscar sólo el efecto, a no componer ya, y muy pronto cae en la monotonía.

*

En la pintura hay algo más, que no se explica, que es lo esencia. Uno llega ante la naturaleza con sus teorías, y la naturaleza lo derriba todo […] La verdad es que, en la pintura lo mismo que en las otras artes, no existe un solo procedimiento, por pequeño que sea, que acepte ser ubicado en una fórmula.

Traducción directa de FLOREAL MAZÍA

Antología de escritos sobre el arte. Luz y moral. Paul Eluard. Buenos Aires. Editorial Proteo. 1967. Págs. 141-142.

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