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Archive for 17 de abril de 2024

 “Hay que escribir –afirmaba Deleuze– de forma líquida o gaseosa porque  la percepción normal y la opinión ordinaria son sólidas, geométricas”.  Creo que no existe otro grito de guerra que pueda definir mejor el compromiso que debe animar al escritor frente a la sordidez y al desencanto que produce la avalancha estremecedora de palabras y de proporciones sin sentido a las que  tenemos que asistir cotidianamente.  Por todas partes se nos bombardea con informaciones innecesarias.  Cada vez se hacen más confesiones que no conducen  a nada. Parece que el único fin de las palabras fuera acuñar soluciones parásitas, huecas, desprovistas de sentido y por tanto poseedoras de una gravedad contagiosa:  La imagen es todo, destape de la corrupción, fuerzas oscuras, claridad meridiana, el oficio del escritor, la lucha por el pueblo, investigación exhaustiva, ayudas humanitarias, la ebriedad de los poetas, la búsqueda de la verdad informativa, el diálogo histórico, escribir por necesidad, el encuentro consigo mismo, la obligación de acabar con las desigualdades sociales…  Expresiones corroídas, hijas del desgaste y del desatino.  Monedas de cobre.  Calderilla barata que se ofrece en la plaza pública con la misma dignidad del oro.  Siempre se ha dicho que el lenguaje es un sistema de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten.  Pero este pasado también nos condena.  Nuestra herencia politiquera no va más allá de discursos lastrados, afectados, en donde lo único que interesa es ocultar, maquillar, interferir de tal modo la palabra que finalmente convierte en algo absurdo lo que a ella se confía.  Aun muchos de nuestros escritores sólo buscan el lugar común,  cuando lo esencial de cualquier escritor es su poder de resistencia.   Ese poder ausente, aquel soñar particular que reinventa y a la vez cuestiona.  Algo así como una manera ejemplar de llevar la palabra hasta el límite donde estalla con el ímpetu de un haz de luz.  He aquí el por qué hablo de Levedad y al referirme a la escritura le señalo ese camino incuestionable.  Ser leve es tocar y salir.  Tocar la conciencia para despertarla asignándole una gran contundencia a las palabras.  Salir para dejar una impresión limpia y depurada.  La levedad es el acierto intangible.  Es el toque mágico con que el artista supera sus fantasmas para entregarnos una obra digna y libre de cualquier halago.  Máxime en estos tiempos de penuria donde es imperativo lanzar la palabra como una bola de nieve que arrastre el sin sentido que apesta y deforma el verdadero valor de la  expresión.  El escritor y el poeta deben siempre oxigenar.  Hay que decir las cosas de una manera efectiva, sin olvidar que la escritura está permeada por una búsqueda estética y a la vez por una gran preocupación ética.

Paul Valéry solía decir que el porvenir es de los renovadores y agregaba que el paraíso de los visionarios se encontraba en lo ilimitado.  El verdadero escritor no debe buscar la oscuridad, pero tampoco ha de temerle.  De lo único que debe huir es de la afectación.  Es necesario tomar conciencia del papel revelador de las palabras.  Es imperativo expurgar la más mínima expresión.  Hay que pulir, madurar.  La literatura propende hacia lo enigmático, hacia el terreno de lo indefinible para aclararlo.  Escribir bien debe convertirse en un recurso contra la facilidad.  La obligación del escritor es cargar las palabras con la mayor significación de las que les concede el idioma corriente y retener al lector en una especie de duelo, duelo que finalmente ha de producir ese estallido revelador que significa la lectura de un buen libro.  Y  para ello es imprescindible aprender a corregirse, a rectificarse.  Entre nosotros es una rara virtud el saber  esperar.  Y es que la escritura no alcanza su incandescencia y su dimensión verdadera sino en el asilo de un edificante silencio; sus más grandes destellos siempre han tenido algo de cosa secreta, insólita y salvaje.

Los buenos escritores tienen que descubrir la grieta profunda que separa el destino finito del hombre de sus potenciales infinitas y el instrumento no es otro que la palabra.  Valéry, al momento de escribir, se fundaba en su entrañable fórmula: nada me seduce tanto como la claridad.  Para Canetti las más bellas intuiciones de los poetas eran las aventuras olvidadas de Dios.  René Char amaba las palabras solas.  Como poeta, decía, vivo en una época anterior a la escritura, en la época del grito.  Creo que entre estos abismos oscila el péndulo de la escritura.  Y aunque sé que son injustificables las definiciones, cada vez se hace más palpable aquello de que el artista debe pensar que escribe sobre el agua y modela sobre la arena.  Ahora lo único que cuenta es el poder de aventurarse, de correr riesgos.  Ser a la vez incandescencia y abismo.  Ser vuelo y vacío.  Y para hacerlo hay que armarse de esa integridad y de ese júbilo que sólo puede darnos la comunión con las fuentes prístinas de nuestro inconsciente.  Algo así como desnudarse ante la hoja en blanco hasta alcanzar un grado tal de sinceridad que la palabra sólo nos devuelva  la chispa que ella misma produce, olvidándose de esa sombra que la moldea y que se llama escritor.  Si antes el artista hundía sus raíces a cien pies bajo tierra en busca de cenizas y de zapatos viejos, a nosotros nos corresponde elevarnos en búsqueda de turbulencias, o ser igual a libélulas que danzan y juegan sobre el agua.

La levedad debe ser la respuesta natural ante la manipulación y la grosería a la que constantemente se ve sometida la palabra.  Debemos ir en contravía de lo estático, de cualquier discurso pestilente.  El mayor vértigo de cualquier escritor es atravesar sus propios desiertos, o aprender a escribir con una tinta tan liviana que quien escriba se haga intangible, casi invisible.

Mecánica Celeste. Medellín. Marzo 2024. Nro 14. Pág. 3.

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